
 
 Esa química colombiana
 
Dites-vous bien que le destin est féroce lorsqu’il décide à votre place.
(Tarik 
Noui « Le Treille des négriers »)
            
En medio de 
la actual proliferación de información y desinformación, 
frente a los visibles esfuerzos por meter en cintura la información que 
incomoda a la política,  Mama Coca propone 
unas sencillas aunque nutridas bases de datos cronológicas y su propuesta de investigación 
con la convicción de que sigue siendo imperativo dejar constancia para prevenir el 
olvido y luchar por encontrar eco frente a una de las problemáticas químicas y 
bélicas más apremiantes de nuestra era: La Guerra de la Droga. 
El nuevo 
formato de mamacoca contiene nueve bases de datos de información propia y 
recopilada principalmente de sitios académicos en Internet y algunos escans de 
impresos de referencia. Estas bases de datos buscan facilitar los procesos de 
investigación exhaustiva que 
esperamos poder acompañar con nuestro propio trabajo,  
“El Papel de la Coca”.
 La investigación 
El Papel de la Coca 
es una investigación en curso sobre un proceso productivo (socionegocio)  
cuya vocación es impulsar la articulación y desarrollo de un diagnóstico e 
informe pluridisciplinario multinacional sobre los aspectos sociales, 
ambientales y comerciales de los procesos químicos colombianos: narcotráfico, 
producción, consumo, cultivo y erradicación.  
 
Las 
5 bases de datos: “Aspersión 
aérea”; “Cultivos 
proscritos y narcotráfico”, “Consumo: 
uso y abuso”, 
“Legislación: 
ambiente estupefaciente” y “Debate 
sobre políticas de plantas y drogas” referencian los ejes de la problemática 
de las drogas para Colombia. Las bases de datos “Bibliografía” 
y “Repositorio 
de autores en el tema” (en construcción) 
proponen una lista detallada mas no exhaustiva de los estudiosos 
nacionales e internacionales más 
destacadas y perseverantes en las investigaciones sobre el tema.
  
La breve 
“Cronología 
de  la Guerra 
de  la Droga” 
reseña los derroteros de esta guerra de más de 170 años plagada de fracasos e 
información ignorada al momento de diseñar las políticas. Una guerra de tramas 
hollywoodenses pero, sobre todo, de la sangre y sin salida del infierno químico 
de consumidores, campesinos, narcotraficantes y  
políticas. 
 La Droga,  la cocaína, está al centro de 
cuanta serie policiaca hay. Está, sobre todo, al corazón de la cotidianidad de 
nosotros los colombianos. La reseña 
Representación 
Social -el Narcotráfico en el Imaginario Popular 
hace referencia a aquellas expresiones culturales que permiten al imaginario 
popular conciliar la contradicción entre sus vivencias y sueños de superación de 
la injusticia social, las leyendas y episodios de historia patria originadas por 
La Prohibición y el dictamen oficial de que Las Drogas son en mal en sí. 
El trabajo de compilación de 
la información que constituye estas bases de datos revela que esta guerra, 
—que 
se declaró en 1839 a nombre del libre comercio, se prosiguió bajo el impulso de 
la industria farmacéutica y a nombre la salud y se sostiene actualmente en 
defensa de las tesis de Seguridad Nacional/Terrorismo—, 
ha dado el dudoso triunfo y grandes beneficios a quienes la declararon y siguen 
alimentando su razón de ser: las políticas de mercado y la industria química. De esta guerra, 
muchas somos las víctimas; y muchos, y cada vez más, los países que la sufren. 
Sin embargo,   fuerza es de admitir, que 
el emblema de las drogas la lleva Colombia. Colombia es el 
 laboratorio químico por excelencia de 
todos los procesos: cultivos químicos, procesamiento químico, erradicación 
química y, más recientemente, si creemos las cifras oficiales, 
gran consumidora de drogas químicas importadas. 
Esta medida, el bombardeo químico -que Colombia permite y de la que hace alarde- es tan 
ilegitima que ni siquiera en el invadido y sometido Afganistán se han atrevido a 
aplicarla abiertamente como política estatal. 
La negación insubstancial y de plano de parte del 
Estado colombiano de todas las 
exhortaciones de científicos, comunidades locales y organizaciones sociales 
nacionales e internacionales,  en 
un intento por desgastar (cuando no desvirtuar) las protestas e intentos por 
obtener causa en los tribunales, es diciente del peso que tiene la 
oposición social en Colombia y los argumentos de la política por las armas. 
Ya 
en 1978, la sola idea de que se fuese a fumigar suscitó múltiples reacciones adversas. 
Las primeras fumigaciones no contaron con 
el concepto jurídico favorable y anteceden
 la entrada en vigencia de la ley 99 de 1993 y del decreto 1793 de 1994.  La 
primera condena que declaró
administrativamente responsable a 
la Nación a la Policía Nacional por los perjuicios materiales 
causados con ocasión de las fumigaciones efectuadas en 
la Sierra Nevada de Santa Marta con el herbicida Glifosato en 
el mes de junio de 1986 fue proferida por el Tribunal Administrativo del 
Magdalena el 19 de junio de 1992. 
Posteriormente, ha habido otras condenas que siempre terminan dirimidas por el 
Consejo de Estado a favor del Gobierno colombiano escudado tras la
fórmula de política de control de orden público y la aplicación de un régimen de 
transición en materia de licencia ambiental para eludir la ley; para seguir fumigando en total 
ignorancia de las repercusiones, o no, a nivel sanitario y ambiental.
Lo cierto es que la ausencia de daños no se decreta y la patente 
de corso que se acomodó el Estado colombiano no altera las potenciales (y ya visibles si oímos las quejas 
de las comunidades locales) repercusiones de las 
aspersiones químicas. No altera los aspectos éticos y objeciones jurídicas. 
La lógica 
dicta que no hay químicos inocuos. Ni los que se usan en los cultivos, ni los 
que se usan en el procesamiento, y menos aún los cócteles que se fumigan en 
grandes cantidades desde el aire. Los ataques de destrucción masiva sin margen 
de error no existen. En Colombia, las 
aspersiones aéreas  
 son masivas, 
indiscriminadas y no se fumiga con Glifosato sino con un cóctel de químicos cuyo 
principio activo es el Glifosato potencializado por los otros químicos.  Ese mismo químico, 
el Glifosato, es el que se utiliza para que, 
esta mata que busca matar el Estado, crezca y prolifere al margen de la economía 
formal. 
 Nos dicen 
que el uso de precursores químicos; de Glifosato en la agricultura “tradicional”; 
y la cocaína consumida que pasa en los orines y ríos de Estados Unidos, razona 
la aplicación masiva de químicos por parte del Estado colombiano. Se asevera que 
el conflicto interno colombiano ahora se alimenta de  la Guerra de 
 la Droga. La historia 
sostiene que la política armada colombiana existía antes de la entrada en escena 
de la droga y, si no se resuelve por la justicia social, seguirá existiendo así 
algún día logremos erradicar la droga; cosa poco probable. La pregunta que 
debería estar al centro de la toma de decisiones es: ¿Cuáles son las bondades, 
así sea económicas y morales, de esta química colombiana? ¿De qué conocimientos 
científicos disponemos para así investirnos?
 
En lo inmediato,  
la falta 
de elementos probatorios de los daños o 
inocuidad de las aspersiones aéreas —justamente por no contar apenas sino con 
información y estudios fragmentarios— no exime la culpa de no haber aún acatado 
la  
exigencia de monitoreo sanitario y ambiental, 
formulada desde que se anunció la intención de fumigar. 
No exime al Estado de la obligación de responder por unos costos exorbitantes de 
erradicación que han sido una carga más de guerra para el pueblo colombiano que 
bien se podrían haber invertido en subsanar la necesidad del recurso a lo 
ilícito.
Los vacíos de, y desdén con el que se acogió,
la propuesta de erradicar comprando la coca sumado al 
tardío reconocimiento del repudio que suscitan las fumigaciones  aéreas a 
nivel internacional lleva desde el 2005 a la implementación de la erradicación 
manual forzada. El poco valor que tiene la vida en Colombia, el menosprecio de 
sus soldados y campesinos y la incapacidad de conciliar sobre la necesidad de 
acabar con el monocultivo de coca han dado al traste con este costoso programa. 
Las consecuencias del programa de erradicación manual forzada han 
sido desastrosas por  las muertes ocasionadas por las minas antipersonales 
y los ataques armados. Igual,  las fumigaciones aéreas siguen 
siendo el absurdo medio privilegiado e incrementado año a año; aunque los logros por ese lado 
no han sido nunca 
alentadores pues, si bien actualmente se afirma que el área cultivada en 
Colombia ha disminuido, también se afirma que la coca se ha desplazado nuevamente a los otros países andinos.  
Así los únicos beneficiados son los usuarios de drogas que seguirán siendo los 
mismos pero consumiendo drogas con menos químicos. Por lo demás, trasladar el 
problemita a los vecinos equivale a hundir al otro para salvarse uno.  Ese 
sí que es el efecto globo, que llaman.
 Lo 
cierto es que 
los colombianos nos debemos un examen riguroso  del 
pasado-presente y futuro sanitario, alimentario, ambiental y comercial del 
territorio que compartimos. Requerimos investigaciones ‘de amplio espectro’, 
variadas, minuciosas, rigurosas e independientes que sustenten o desvirtúen las 
repercusiones o inofensividad de las fumigaciones. Treinta años de experimentación química da 
con que.  Si dichas investigaciones 
rigurosas (independientes de las políticas de drogas) nos revelan el temido 
desastre sanitario y ambiental que presagia el uso intensivo e indiscriminado de 
químicos, tendremos -todos, gobierno y sociedad civil- la obligación de abogar 
por alternativas a nombre del pueblo colombiano.  Si, por el contrario, las 
fumigaciones son tan inocuas como lo proclaman instancias antidrogas como la 
CICAD, el gobierno colombiano habrá
mostrado que en Colombia no sólo las armas tienen eco. 
¿Qué se 
tiene y qué se requiere? 
Una revisión 
de la literatura existente, revela que las fuentes primarias, oficiales, de 
campo, clínicas, imágenes y satelitales son nulas. Sabemos y no sabemos de lo que estamos 
hablando. Los documentos oficiales se citan entre sí con base en estimativos y 
escasa información de campo, y las cifras y datos de los estudios de la sociedad 
civil vienen de sus capacitaciones en los temas y la dispersa información de 
campo que logran desentrañar acá y allá; de las quejas de la comunidades desde 
que se efectuaron las primeras fumigaciones. Todos actuamos desde el temor y el 
vacío.  Las advertencias a los sucesivos gobiernos colombianos por parte de 
entidades públicas y ciudadanas sobre su falta de fundamentos y 
constitucionalidad para efectuar las fumigaciones es base suficiente para 
cuestionar y propender por alternativas.  Da de que dudar la falta de un seguimiento 
sistemático a una de las medidas estatales más controvertidas en Colombia y a 
nivel internacional. ¿Cuándo, dónde, cuánto y exactamente con qué se ha fumigado 
en Colombia desde la primera fumigación en junio de 1978? 
 
Ninguna política de control se puede perpetuar, ni defender, 
desde el desconocimiento. La información precisa y soportes de rigor  sobre las fumigaciones y el seguimiento de las mismas 
responde a las exigencias de investigaciones ambientales y sanitarias que se 
vienen haciendo al Estado colombiano- Entre otras, por parte del 
Inderena, cuya oposición 
 
a la medida al seno del CNE  fue manifestada desde antes de que se 
efectuara la primera fumigación [Carta 
del Inderena al Consejo Nacional de Estupefacintes el 18 de junio 1978]. En ese entonces se fumigó con el 
altamente tóxico Paraquat cuyo uso 
aéreo está ahora prohibido a nivel internacional. 
Los estudios, declaraciones y  auditorías de 
seguimiento del impacto ambiental y sanitario de las aspersiones y la 
información subsiguiente a los 
parámetros enunciados en la resolución 001 del 11 de febrero de 1994 son el 
primer paso para adelantar las investigaciones del caso; investigaciones  
sin sesgo de drogas si se quieren resultados fiables sobre el tema objeto de 
estudio. El daño que puede ocasionar el consumo nasal y/o intravenoso de cocaína 
o heroína y el daño ocasionado por el uso de precursores químicos y agroquímicos 
en la agricultura son variables independientes del daño que, como muchos 
sostenemos, ha ocasionado y sigue ocasionando el Estado colombiano con sus 
aspersiones aéreas.  El consumo de los químicos asperjados por el Gobierno 
colombiano no sólo lo sufren los campesinos y erradicadores, lo sufrimos todos 
los colombianos que nos alimentamos del agro; lo sufren los proyectos de 
desarrollo alternativos y de cultivos supuestamente orgánicos y lo sufrirán 
ineluctablemente  las exportaciones colombianas si no tomamos las 
previsiones del caso. Es poco probable que la causa de drogas sirva de argumento 
para que a Colombia se le otorgue una excepción al comercio sus productos 
saturados de químicos y el hecho es que, aunque el perfil de manejo de las 
fumigaciones no es el mismo, se sigue fumigando y ahora sí que el silencio al 
respecto es opresivo, ofensivo e imperdonable. !Fácil: las fumigaciones (ya) no 
hacen daño, son las FARC las que promueven las protestas en su contra!
 
Bien haría 
el actual Gobierno en otorgar el beneficio de la duda —del 
Principio de Precaución— (así sea, incongruentemente,
a posteriori) comenzando el desfase 
de esta medida y facilitando la 
información e investigaciones que permitan los conocimientos y el desarrollo de proyectos en 
armonía con un mundo en el que priman las consideraciones ambientales.  El 
Gobierno de Juan Manuel Santos debe entrar a considerar que el mayor servicio que le puede prestar a 
Colombia, y Colombia a la Comunidad Internacional, es contribuir a superar el 
jaque químico en el que se encuentra el país. Las alternativas para acabar con 
esta química colombiana existen y Colombia merece más que el mito de los 
herbicidas inocuos y la conversión de su gran biodiversidad en otra leyenda de 
“El Dorado”.
 María 
Mercedes Moreno
 Enero 2011