LA ESQUIZOFRENIA DE MI ESTADO COLOMBIANO

 


María Mercedes Moreno

 

El Foro Social Colombia se ha fijado el objetivo de hacer un balance general de la situación. Se ha propuesto evaluar si las políticas de drogas actuales contribuyen o no a reducir los problemas de narcotráfico y violencia con miras a construir una agenda factible que incluya PROPUESTAS de acción conjunta y estrategias correspondientes, entre sectores sociales y otras organizaciones de la sociedad civil.

 

Para hacer este balance, lo primero que tenemos que ver es la esquizofrenia en la que se encuentra inmersa la actual administración: un proceso de desmovilización en el que, mientras se afirma que los crímenes de lesa humanidad sí son reconciliables y que, naturalmente, el negocio del narcotráfico es imperdonable, se está incorporando los dineros del narcotráfico en el seno del sistema financiero y político colombiano gracias a fondos destinados a la guerra de la droga.

 

Hablo de esquizofrenia paranoide pues es un trastorno fundamental de la personalidad, una distorsión del pensamiento, alteración de la percepción, un autismo o aislamiento y un afecto anormal sin relación con la situación. Se caracteriza por sentimientos de persecución, delirio de grandeza y alucinaciones auditivas-  Estos son síntomas que podemos ver en las afirmaciones y enfoque de la nación (sin relación con la situación) propuestos por la actual Administración. Por otra parte es factible que nosotros —las movilizaciones de la sociedad civil por una paz con justicia— también acabemos por padecer un poco de esquizofrenia por el nivel de incertidumbre que genera el actual proceso de desmovilización. No es para menos, considerando la forma como se está modificando el marco jurídico y visión de la nación: impulsando el sapeo y unas relaciones sociales de desconfianza generalizada. Entre otras, se propone remplazar el control que antes ejercían fuerzas armadas irregulares por sectores privados armados e igualmente irregulares. 

 

LOS CULTIVADORES

 

Mientras se negocia con los paramilitares de las AUC el traspaso de armas a cambio de un mayor poder político y que sus propiedades habidas con el comercio de drogas no se vean afectadas, nos dicen que la coca es lo que financia la guerra; y que acabando con la coca van a acabar la guerra y que para ello lo único es fumigar, fumigar y fumigar. Si la dignidad y amor patrio no tienen cabida, la lógica tampoco. Después de 22 años de fumigaciones, de 51,904 hectáreas de coca estimadas en 1994, hoy se calcula que hay unas 140,000 has. Si bien el monocultivo de la coca no conviene al país, lo que está haciendo la Administración Uribe es cambiar un problema por otro. De tener amplias extensiones  de tierra cultivadas con coca, pasaremos a tener las mismas (y más) hectáreas de tierra, ahora quemadas e infértiles. El precio de este autismo o aislamiento frente a las necesidades del país es enorme. No se escucha lo que no confirma una visión única y se vive en país en el que no hay conflicto armado; en un país en el que a la pacificación y contrarreforma agraria se les llama “Seguridad Democrática”. Ni país real ni político, el “país expiatorio” posiblemente sea la razón por la que 600,000 campesinos (4% de los aproximadamente 15 millones de habitantes rurales) se vean avocados a subsistir con el monocultivo de turno: la coca. En lo que concierne al agro, la persecución del campesinado colombiano y de las comunidades fumigadas y desplazadas tiene amplias repercusiones para la legitimidad del Estado y la viabilidad de los movimientos sociales propuestos por los candidatos en turno para la toma formal de poder que se avecina. Habría que ver asimismo la legitimidad Esto, sin contar y los industriales y terratenientes que poco a poco van sopesando las repercusiones económicas de las fumigaciones y de las medidas de desarticulación social.

 

En el proceso de construcción de las estadísticas de bajas y detenciones de narcoterroristas paras y guerrilleros que requiere Washington, caen miles de campesinos inocentes, desarmados, cocaleros y no cocaleros y otros cuyo único crimen fue estar vinculados, por lo general por fuerza mayor, a la economía del narcotráfico. Al campesino se le criminaliza, aplica guerra química y, en el mejor de los casos, su alternativa de empleo es entrar a formar parte del programas estatales de asistencia a corto plazo, de las filas del ejército privado que esta armando Uribe o de la Red de Informantes. O integrando el Programa de Familias Guardabosques para conseguir los fondos para volver a sembrar lo único que medio les permite sobrevivir, la coca. Ciertamente, algunos de los programas de inversión social productiva del Gobierno nacen de iniciativas sociales bien intencionadas y podrían ser promisorios. Sin embargo, mientras no haya una reforma agraria y los fondos sólo alcancen para desarmar a los unos y armar a los otros, es ilusorio pretender acabar (por simple decreto presidencial) con el descontento social y la degradación de una guerra civil en delincuencia común; menos en un país cada vez más armado y con altísimos índices de desempleo en una economía en un 58% informal.  

 

A esto se suma el hecho de que en Colombia se está aplicando impunemente una guerra química en contra del campesinado desde hace ya casi 30 años. Millones de litros de mezclas químicas bombardeadas desde el aire seguramente han minado severamente el capital humano, seguridad alimentaria y contribuido a convertir las ricas aguas y biodiversidad de la nación colombiana en otra leyenda del Dorado. Esta medida antinarcóticos que la actual administración reivindica como Política de Estado, es inmoral, irresponsable, ilegal e ilegítima. Los hechos —enfermedades y devastación en las zonas fumigadas, dineros desperdiciados en químicos a detrimento de inversión social— así lo demuestran y el discurso triunfalista y cifras que se cantan de hectáreas erradicadas en nada compensarán la pérdida del legado sanitario y ambiental de los colombianos. Nuestros gobernantes están destruyendo impunemente los recursos naturales de Colombia para las necesidades ambientales futuras de la Humanidad.  

 

Se propone canje de naturaleza por deuda mientras se desmantelan las entidades ambientales que visibilizan la imposibilidad de entrar a negociar con ríos de glifosato y tierras quemadas. Peor aún, se negocia con propuestas de suicidio ambiental: larvas de mariposa y hongos locos. Se implantan programas como el de Familia Guardabosques mientras se legisla la privatización de los recursos naturales con iniciativas como la Ley Forestal y otras como la Ley del Agua que, por favorables que puedan ser en otras latitudes, en Colombia terminan tergiversadas para servir al enriquecimiento ilícito de unos pocos a costa del pueblo colombiano. Se habla de paz y justicia y desmovilización mientras se priorizan las inversiones militares sobre las urgentes necesidades sociales y se impulsan programas como el de soldados campesinos (muchachos del campo que, sin ser soldados regulares, reciben un veloz entrenamiento militar y armas para el patrullaje y vigilancia de sus gentes) a instar de las CONVIVIR. Se cambia radicalmente el modelo de justicia por un sistema acusatorio cuyo equivalente a nivel social es la promoción (como en cualquier dictadura) de una sociedad de delatores pagos en un país en el que la pobreza es la norma. También se propone el sapeo (delación) de la coca como un medio para ganarse unos pesos. Entretanto la DNE decreta el Observatorio de Drogas con el objetivo de ser la (única) entidad que ofrezca información colombiana a la Comunidad Internacional sobre la temática de drogas y los delitos relacionados. Estamos a un paso de que se nos niegue el derecho de tratar el tema de las drogas sin pasar por la DNE, a detrimento de un diálogo que refleje las diversas facetas del dilema colombiano. Esta centralización niega a aquellos empleados oficiales bienes intencionados la posibilidad de actuar con base en la variedad de respuestas y propuestas que hay y así potencializar las posibilidades del Estado de velar por su futuro.

 

LOS USUARIOS

Los promotores de la guerra de la droga afirman que el consumo existe porque existe el narcotráfico. Una reacción generalizada en Colombia es que el problema son los consumidores, notablemente los estadounidenses. Lo que sí parece claro es que por mucho plomo, glifosato y cárcel que nos den, con el lucro que genera un comercio con un mercado de 185 millones de consumidores, que por demás está en plena expansión, los antinarcóticos difícilmente pueden pretender lograr la famosa meta de cero drogas y mucho menos para el 2008. En Colombia pueden fumigar hasta el Palacio Presidencial pero esto no garantiza que se acabe ni el narcotráfico ni el consumo de cocaína. Es más, de pronto deberían comenzar a fumigar por ahí si es que realmente desean acabar con el narcotráfico colombiano.  

 

Los tres eslabones principales de la cadena de las drogas son el narcotráfico, el cultivo y el consumo. Es iluso pensar que cualquiera de estos tres está pronto a desaparecer, así se ajuste el discurso en línea con la guerra terrorista que actualmente impulsa la Administración Bush. Bajo esta óptica, las supuestas víctimas en cuyo nombre se abogó a favor de la Guerra de la Droga, los consumidores, pasan a engrosar las filas del espectro terrorista con el que se nos arrodilla ahora. En el 2002, la ONDCP (Oficina de Política Nacional de Control de Drogas de USA) lanzó una campaña vinculando el consumo de drogas a los actos terroristas. Colombia, al igual que muchos otros países de América Latina asumió la bandera. De ahí que el mensaje que prevalece actualmente frente al consumo es “usted consume droga, usted financia terrorismo”…. Este mensaje es simplemente más de lo mismo; en este caso la culpa de las Guerra de la Droga la tienen los consumidores. Además de la penalización del consumo, ahora estamos a un paso de incriminar a los consumidores por financiar actos terroristas.

 

Según la ONDCP, el número total de usuarios de drogas en el mundo se estima en 185 millones de personas, el 3% de la población mundial o el 4.7% de la población entere los 15 y 64 años. El cánnabis es la sustancia más utilizada (cerca de 150 millones de personas), en segundo lugar están los estimulantes tipo anfetaminas (ATS, en sus siglas en inglés) consumidas por aproximadamente 30 millones y 8 millones que consumen Éxtasis. Unas 13 millones personas consumen cocaína, 15 millones consumen opiáceos (heroína, morfina y opio sintético). Estas cifras reflejan el consumo en el periodo entre 2001-2003.[1] Según la DEA, las incautaciones de ATS han aumentado en un 656% desde 1999. Entretanto, las toneladas incautaciones de cocaína han sido relativamente estables. Estas cifras parecerían indicar que lo que se está impulsando es un creciente consumo de drogas cada vez más químicas.

 

Aparentemente, el consumo en Colombia se ajusta a las tendencias internacionales. Mientras la mentalidad de “Todos unidos contra la droga” en Colombia justifica la guerra química en contra del campesinado colombiano, su persecución y explotación por todos los armados y el asesinato selectivo de jíbaros por parte, en muchos casos, de los mismos comerciantes de cocaína que parecen haber incorporado el automatismo puritano de que quienes consumen drogas son malos elementos. En muchas localidades colombianas el problema de consumo lo resuelven los escuadrones de limpieza, simplemente recogen y matan a los que los colombianos llaman “desechables” o habitantes de la calle.

 

Yo he observado que en general los cultivadores de coca y, paradójicamente los narcotraficantes (considerando que se trata de sus clientes), manejan una imagen bastante negativa de los consumidores de marihuana (otra planta) y de otras sustancias alteradoras de consciencia. En el caso de los cultivadores tradicionales es comprensible que sientan que la persecución de la que es objeto su sagrada coca se debe al mal uso de ella ha hecho la cultura occidental. Sin embargo, también considero que la mayor victoria del Prohibicionismo ha sido el haber logrado generar este tipo de automatismos que permiten que se justifique la masacre de los unos (de los campesinos) por las posibles dificultades personales y sociales de los otros (los consumidores). El discurso ha calado a tal punto que los mismos consumidores de marihuana, cocaína y demás sustancias hablan de vicio y manejan la convicción profunda de que el consumo de drogas es inmoral. ¿Qué podemos decir de los que no consumen? Mi constatación en la vida es, y lo digo por experiencias personales dolorosas, que como en todo consumo, hay usuarios con dificultades pero también hay millones de usuarios recreativos y quienes usan estas sustancias para fines curativos.

 

PAZ CON LAS “DROGAS”

 

Creo que no nos engañamos, la Guerra de la Droga de moral no tiene nada; si no es a nivel de la incorporación que ha hecho la sociedad civil de la idea de que ‘droga’ es sinónimo de degeneración. Los colombianos anhelamos la paz y la paz en Colombia, retomando las palabras de Anthony Henman, depende de la paz con la coca. Más allá de la guerra contra la coca, a medida que la Guerra Terrorista se funde con la Guerra de la Droga, la paz del mundo también depende de que nosotros la sociedad civil hagamos las paces con las llamadas ‘drogas’. Quisiera aprovechar este espacio para proponer que entre todos tratemos de comprender el dilema no sólo del campesinado cocalero sino asimismo de los consumidores de sustancias alteradoras de consciencia, estigmatizados, criminalizados y obligados a esconderse y negarse como si lo suyo fuese un acto criminal, un acto contra terceros. La mayoría de los usuarios de sustancias alteradoras de consciencia —las mal llamadas “drogas”—  somos personas activas y productivas como lo pueden ser las personas abstemias y, mientras los colombianos no aceptemos y actuemos sin moralismos importados frente al cultivo, consumo y narcotráfico en nuestro seno, seguiremos prestándonos para que nos arrodillen con el pretexto del daño que le hacemos al mundo.

 

Yo diría que primero tenemos que hacernos a la idea de que, por mucho que las iniciativas y apoyos a la guerra vengan de Washington, las respuestas y los cambios corren exclusivamente por cuenta nuestra. Propongo entonces que los que nos han escuchado en este auditorio se integren de manera activa a este proceso de reconciliación nacional que comienza por hacer la paz, con las drogas y con nosotros mismos. Que consideremos la posición y situación de todas las caras de este fenómeno que existe desde que la humanidad es humanidad pero que la cultura occidental ha logrado convertir en tragedias humanitarias y combustible para la guerra.

 

En este foro sobre identidades culturales y recursos naturales tenemos que tener muy presente que, mientras el Estado colombiano siga en toda inconsciencia inundando el país con químicos, nuestras ricas aguas, biodiversidad y capital humano no serán más que otra Leyenda del Dorado. Cualquier propuesta y movilización en defensa de nuestro legado natural que no parta de un rechazo tajante de las fumigaciones, estará destinada a soñar con lo que pudo haber sido y no fue. Si deseamos que otro país sea posible necesitamos recuperar nuestras aguas, tierras y comida sin tóxicos, obligando al Estado colombiano a que abandone su política de autoflagelación.  Esto sólo se logra articulando el accionar social para que se sepa y se tenga en cuenta lo que piensa la sociedad desarmada de este país. Podemos y, concretamente, pediría que cada uno de los presentes que anote una breve sugerencia de acciones viables que podríamos emprender para movilizarnos a fin de obligar a  nuestros gobernantes a que tengan un mínimo de dignidad y que cesen de fumigarnos como cucarachas [enlace] No somos nosotros, los colombianos, los que debemos comprobar el daño. Compete al Estado dejar de fumigar —por Principio de Precaución— mientras rinde evidencia frente a instancias internacionales de que no está contribuyendo a la degradación de la salud y medio ambiente del pueblo colombiano. Gracias.  


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