ERRADICACIÓN DE CULTIVOS DE USO ILICITO Y EL ROL DE LA CIENCIA [1]


 

Tomás León Sicard[2]

Agrólogo, Ph.D. Profesor Asociado Instituto de Estudios Ambientales – Universidad Nacional de Colombia 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

El debate está claramente planteado: de un lado aparecen las voces que se alzan para exigir la fumigación aérea con herbicidas de cultivos de uso ilícito como la forma más eficiente para eliminar plantas y cultivos de coca en los Parques Nacionales y de otro se escuchan las de quienes se oponen a tales procedimientos y en su lugar proponen  procesos diferentes, que contemplen la raíz misma del problema.

 

En las dos orillas se acomodan por igual políticos profesionales, decisores públicos, grupos de opinión, activistas sociales, colombianos rasos, grupos de interés económico, político y militar, habitantes rurales y académicos.

 

Los académicos ocupan lugares destacados en esta polémica. Algunos de ellos han preparado informes alegando que los herbicidas empleados en Colombia no generan impactos sobre la salud de los seres humanos ni sobre los componentes del ambiente. El objeto de este artículo es el de examinar la posición de la ciencia frente a la erradicación de cultivos ilícitos para derivar de allí,  una reflexión global sobre el pensamiento científico y su deber ético en un mundo que poco a poco va perdiendo la suma de valores que conforman los altos sueños de los hombres.

 

Los venenos convertidos en fertilizantes

 

La polémica sobre el uso de herbicidas para erradicar cultivos de uso ilícito en Colombia, es realmente vieja: debe tener por lo menos veinticinco años, si no más.

 

Los primeros argumentos que esbozaron algunos científicos y que el autor de estas líneas ha oído incluso en días recientes, es que tales herbicidas, por contener moléculas de nitrógeno y fósforo al final resultarían siendo benéficas para los suelos porque podrían ser utilizadas como ...! fertilizantes !. 

 

Esta tesis resulta a todas luces muy peregrina e incluso ingenua, pero ha hecho carrera: se cree en muchos círculos que el glifosato y sus coadyuvantes no generan riesgos. Incluso no ha faltado quien se deje rociar con este producto o que insinúe que es capaz de beberse un trago del herbicida al frente de las cámaras de televisión, como una muestra de confianza en el veneno y en sus bajos efectos sobre la salud de los seres humanos.

 

El argumento del “herbicida – fertilizante” se origina en la ignorancia científica pero se aprovecha en la tribuna política, que malinterpreta la exposición del científico y la utiliza a su favor.   El científico que expuso esta tesis estaba muy lejos de comprender el sentido de la fabricación y de la utilización de venenos en la agricultura y posiblemente se engañó al estudiar la composición relativamente simple del herbicida.

 

La realidad, por supuesto, es otra.  Los herbicidas se diseñaron para matar plantas, impidiendo o trastornando su metabolismo,  interfiriendo en la síntesis de proteínas y disminuyendo sus defensas inmunológicas.  No tienen nada que ver con fertilizantes, así aporten moléculas sencillas de elementos nutritivos. La primera acción de un herbicida es eliminar físicamente las plantas. Una vez al interior de la misma, el veneno puede transformarse en otras sustancias, hacer parte de la biomasa y ser degradado por diferentes rutas.  La planta muere indigesta de nitrógeno y fósforo, pero muere al fin y al cabo.  No hay tales efectos benéficos.

 

2. Herbicidas sin efectos.

 

De otra parte, un grupo de expertos internacionales contratados específicamente por la Oficina para el Control y Abusos de las Drogas (CICAD) dependencia de la Organización de Estados Americanos (OEA), expuso públicamente su trabajo de más de un año en el que conceptúan, palabras más, palabras menos, que el glifosato tal como se usa en el Programa de Erradicación Aérea de Cultivos Ilícitos (PECIG) no genera riesgos para la salud humana o para el ambiente (Solomon y otros, 2005).

 

Cualquier observador imparcial que escuche estas aseveraciones, seguramente se extrañaría y quien haya profundizado en el análisis del referido informe de la CICAD – OEA seguramente tiene observaciones de fondo sobre estas conclusiones tan particulares.

 

León y otros (2005) que son profesores del  Instituto de Estudios Ambientales de la Universidad Nacional de Colombia,  examinaron el documento citado y tanto a la luz de la teoría ambiental como del simple sentido común, realizaron críticas de fondo a esta posición singular de los investigadores que contrató el CICAD.  Afirman, por ejemplo que el estudio no consideró, o si lo hizo fue de manera tangencial,  los riesgos directos o indirectos sobre ecosistemas o agroecosistemas vecinos, pérdidas de biodiversidad, muerte de animales domésticos, desplazamientos de población o incremento en procesos erosivos del suelo como consecuencia del uso del herbicida.

 

Señalan que el estudio de la CICAD  tiene una grave deficiencia: gran parte de su análisis se basa en estudios secundarios para estimar los efectos del herbicida en la salud humana, acogiendo la mayor parte de los que juegan a su favor, pero desestimando aquellos que indican riesgos. Es más: los autores no consultaron la lista de quejas (en la actualidad reposan más de 8000 en la Defensoría del Pueblo)[3] que han interpuesto diferentes actores de la sociedad colombiana sobre los efectos ambientales de las fumigaciones.

 

Finalmente los profesores del IDEA le señalan a los de la OEA que no estudiaron, ni tomaron muestras ni analizaron mínimamente los efectos del glifosato sobre  los bosques aledaños a los campos de cultivo, no evaluaron los daños a los cultivos de uso lícito (cacao, maíz, yuca, plátano), no midieron la erosión de los suelos que se desencadena cuando las plantas mueren y la cobertura vegetal desaparece de la superficie de los terrenos, no analizaron la muerte de animales domésticos (aves de corral o ganado vacuno) ni  realizaron estudios directos sobre afectaciones de salud de los campesinos, niños, mujeres, o indígenas afectados con las fumigaciones.....Entonces, preguntan los investigadores de la Universidad, ... ¿cómo los científicos contratados por la OEA se atreven a concluir que los daños ambientales son leves y que este herbicida no tiene afectaciones sobre la salud o que sus riesgos son mínimos?.

 

Pero el asunto va más allá: las argumentaciones de partida  del estudio CICAD - OEA reconocen  que  “... el Programa de Erradicación de Cultivos Ilícitos es tema de intenso debate por razones políticas, sociales y de otra índole...”  y por lo tanto “.... se excluyen del estudio específicamente todos los aspectos sociales, políticos y económicos y el informe final se basa estrictamente en la ciencia y en argumentos basados en la ciencia..(la cursiva es nuestra).”. 

 

León y sus colaboradores indican que esta aseveración es muy polémica, por lo menos por tres razones: primero,  porque excluye a las ciencias sociales, humanas y económicas del análisis ambiental;  segundo,  porque coloca el acento solamente en las explicaciones que provengan de las ciencias naturales o ciencias “duras” en un fenómeno que, en realidad, toca muchos más de los aspectos considerados por ellos y tercero, porque es ineludible que este estudio, o cualquier otro de la misma índole se utilizará con fines políticos, como ha sucedido en efecto.

 

La ciencia no puede declararse neutra frente a la sociedad alegando que su método es puro e imparcial, cuando sus motivaciones y resultados se insertan en el debate social. Más aún cuando se trata de temas tan sensibles social, económica, política y militarmente,  como el que trata el estudio, que se encuentran en el centro de polémicas con repercusiones mundiales, y que se ligan con derechos humanos fundamentales, como el de la vida, el ambiente sano y la salud de los colombianos.

 

La confianza total en la ciencia también es relativa. Las argumentaciones en contra del glifosato, también son abundantes en la literatura mundial y, sin embargo, no fueron suficientemente exploradas por los autores.  Ello quiere decir que la ciencia enfrenta problemas cuando pretende ser objetiva, porque es un ejercicio humano. Aquí vale la pena anotar el famoso ejemplo del vaso que está hasta la mitad de su volumen ocupado con agua: para algunos observadores está medio lleno y para otros estará medio vacío. La pretendida objetividad científica de las ciencias positivas, también está en duda.

 

3. La ciencia en el vacío de su responsabilidad política.

 

¿De qué manera puede el científico solitario escapar de la responsabilidad social que le impone el trabajar en materia tan difícil y justificar su actuación hacia esa sociedad que le demanda juicios “imparciales”?. ¿Hasta qué punto esa “imparcialidad” existe? ¿Qué dosis de ingenuidad o por el contrario de militancia política existen en quienes aceptan ejecutar tales trabajos?

 

Es obvio que tales preguntas no las puede contestar sino el trabajador de la ciencia que se interroga a sí mismo en la soledad de su oficina, cuando se encuentra lejos de toda pretensión inútil para  agradar a quien le paga por estas labores.  Lejos estamos nosotros, simples críticos de estas actuaciones, para juzgar el corazón y el ánimo de quienes transitan por el afilado camino de la ciencia – utilidad política o de la ciencia – ética.

 

Baste con señalar de nuevo que el científico debería constatar la complejidad de su objeto de estudio, que sus afirmaciones no son gratuitas, que sus conclusiones afectarán a cientos o quizás a miles de personas y que su estudio será utilizado por individuos con intereses económicos y políticos en direcciones que tal vez nunca se habían imaginado. ¿Estarían suficientemente informados estos científicos que su investigación iba a ser utilizado para justificar las fumigaciones aéreas en los parques nacionales naturales de Colombia, hecho que se daría por primera vez no solo en la historia de este país sino de la humanidad misma?.

 

Es cierto que los científicos de la CICAD – OEA se apegaron  a las especificaciones formales para efectuar análisis de riesgos de plaguicidas pero es que el caso que nos ocupa excede de lejos cualquier marco normativo o regulador vigente.  Insistimos en que se trata de la primera vez en la historia de la humanidad en que un país es sistemáticamente sometido a fumigaciones con herbicidas para erradicar un cultivo (que no es una maleza), atado por milenios a la cultura local y a la actual  conflictividad social, económica y política de Colombia que es, sin duda,  compleja.  Ello de por sí invitaba, incluso, a debatir si las metodologías clásicas de evaluación de riesgo son adecuadas o no para establecer los umbrales de riesgo y los efectos ambientales en estas condiciones.

 

Los buenos científicos también deben preocuparse por la manera en que sus métodos corresponden o no con los objetos de estudio, máxime si se trata de trabajos que incorporan la palabra “ambiental”. 

 

La primera discusión que el equipo de investigadores debió enfrentar era,  precisamente, ese análisis general que incluyera todo el proceso de producción, transformación y erradicación de los cultivos proscritos por la ley.  De haberse hecho así, probablemente se hubieran dado cuenta de la urgente necesidad de haber incorporado otros profesionales de las ciencias sociales, económicas, ecológicas y ambientales que seguramente les hubieran aportado visiones y enfoques diferentes a la evaluación de riesgo. 

 

La ciencia siempre ha avanzado de la mano de las contradicciones de los métodos con la realidad.  En este caso mas que en cualquier otro se requería formular un marco teórico de tipo ambiental, probablemente nuevo para las escuelas de evaluación de riesgo, pero muy necesario para cualificar el trabajo.

 

La sociedad entera vuelca la mirada sobre la comunidad científica,  en busca de respuestas que justifiquen o no la continuidad de las acciones de fumigación.   Muchos creen que la ciencia debe dirimir el conflicto y que su veredicto zanjará de una vez por todas el problema planteado, bien porque demostraría que el glifosato no posee consecuencias negativas sobre el ambiente biofísico y sobre las poblaciones humanas o bien porque las pruebas científicas dejarán ver todo lo contrario: que sí existen efectos persistentes sobre suelos, aguas, fauna, flora y seres humanos.

 

Esta demanda que la sociedad colombiana le ha hecho a su aparato científico, más allá del debate sobre si la ciencia debe  o no dirimir un problema que pertenece a otras órbitas sociales, ha desnudado otra verdad que estaba oculta a los ojos de la mayoría de colombianos:  la debilidad de las universidades y de los centros de investigación para responderle al país sobre sus problemas fundamentales.   Colombia  nunca se planteó con seriedad las consecuencias del uso de venenos en la agricultura y por muchas décadas impulsó  y aún impulsa la utilización indiscriminada de fungicidas, herbicidas, insecticidas y otras sustancias venenosas sin realizar estudios serios y monitoreos continuos sobre sus efectos a corto, mediano y largo plazo en diversos componentes de los ecosistemas y en la salud de los consumidores.

 

Con excepción de los valientes trabajos de la red Rapalmira (ONG que ha logrado la prohibición de más de una docena de agroquímicos tóxicos, entre ellos el endosulfán), el país no cuenta con estudios continuos sobre estos temas.  Existen, claro está esfuerzos aislados, tesis de grado y algunos trabajos de corto plazo que han abordado el tema pero sin que ello constituya la conformación de grupos de excelencia, con suficiente personal dotado con laboratorios adecuados,  salarios decentes y estímulos a la investigación.

 

El problema del consumo de alimentos con residuos de plaguicidas no merece la atención de la gran prensa ni convoca reflexiones profundas de la sociedad ni mueve los presupuestos económicos del Estado, tal vez porque detrás de ellos se mueven poderosos intereses económicos.  Las ventas de las 9 empresas de agroquímicos más poderosas del  mundo alcanzaron cifras de 31.000 millones de dólares en 1998 (algo así como 71 billones de pesos colombianos equivalentes a casi dos veces el presupuesto nacional de ese momento).

 

El país no posee estudios serios sobre los efectos del glifosato ni en los ecosistemas ni en la sociedad.  Ello no quiere decir que tales efectos no existan.  ¿Pero quién ha estudiado estos efectos en las regiones amazónicas y en los páramos colombianos?  Nadie. Tal vez porque la intensidad de la fumigación no tiene tampoco antecedentes en el mundo.  No hay venenos seguros. Lo único seguro es que Colombia ha estado de espaldas al  conocimiento, tanto de sus selvas húmedas tropicales como de sus modelos agrarios y ahora le reclama a la comunidad científica que le explique cómo es que los herbicidas afectan a los hombres y a los ecosistemas. Tal vez un poco tarde.

 

Las posiciones éticas

 

Cuando en el trimestre inicial del año 2000 se colocó sobre el tapete por primera vez el tema de la utilización del hongo Fusarium oxysporum como posible erradicador forzoso de las plantaciones ilícitas de coca y amapola, la reacción de una connotada investigadora de una importante universidad privada de Bogotá fue la de rechazar su participación en el debate, aduciendo que ello constituía  una trampa para la comunidad científica.

 

Posteriormente, otros colegas del área de fitopatología afirmaron, en declaraciones a la prensa, que el problema “en principio, estaba bien planteado”, refiriéndose a que utilizar F. oxysporum para erradicar la coca era una aproximación correcta al menos desde el punto de vista de la ciencia.  Estos investigadores rehuyeron posteriormente su presencia en los debates nacionales que siguieron a esa propuesta, la cual fue respaldada por la Oficina para el Control de Drogas de las Naciones Unidas y por varios científicos norteamericanos, en especial el profesor David Sands de la Universidad de Montana y de la compañía AG Bio y artífice principal de la idea.

 

Estas dos reacciones sirven de punto de partida para debatir  hasta dónde una formación especializada y de carácter netamente técnico puede hacer que se pierda el enfoque global en que se desarrollan las acciones profesionales y por lo tanto caer en posiciones ingenuas aprovechadas por los detentores del poder para justificarse a sí mismos.  En ocasiones claro está, las posiciones puristas desde la ciencia encierran claros compromisos con determinados intereses políticos, económicos o militares en cuyo caso pierde valor la reflexión que se presenta en estas páginas.

 

Cuando se trata de actividades personales es posible que tal reduccionismo tecnológico o profesionalizante genere desenfoques en el tratamiento de determinados problemas, como ocurrió con las posiciones filosóficas que apoyaron y que aún apoyan la visión y las prácticas de revolución verde.  En estos casos,  el pensamiento y la acción individual tiende a mimetizarse con la masa de personas que desde diversos ángulos de la sociedad apoyan tales paradigmas y al final la conciencia puede quedar tranquila porque, al fin y al cabo,  se trata de empujar a favor de la corriente en procesos globales en donde las responsabilidades se extienden al conglomerado y en ese campo es fácil ocultarse. Nadie va a pedirle cuentas al profesor investigador o al agrónomo que pasó su vida recetando venenos para la protección de cultivos, a excepción de su propia conciencia.

 

Pero cuando se trata de  actos u opiniones que trascienden la esfera personal,  en condiciones no ya de una escuela de pensamiento agronómico o de una posición científica sobre tal o cual problema de conocimiento, sino en circunstancias tan especiales como las de un país en guerra como Colombia, la  responsabilidad de la opinión personal se amplifica, se sale del ámbito de la conciencia individual y de la tranquilidad de la sala de lectura y se proyecta a varias esferas y actores de la sociedad, con consecuencias que pueden resultar dramáticas para la vida de las personas y la estabilidad de los ecosistemas.

 

Y aquí sí la ética del investigador toma caracteres diferentes. El deber ser  de la ciencia, del conocimiento y de la práctica profesional  se levanta para interrogar a los individuos sobre posiciones que no admiten medias tintas o frases ambiguas.

 

Ya no es posible esconderse en los consabidos puertos de seguridad que otorga el lenguaje científico.  Todos los “probablemente”,  “quizás”,  “de acuerdo con”, “posiblemente”, “si se dieran tales circunstancias”.. y demás  muletas por el estilo, tan usual en las comunicaciones científicas, pierden su valor porque se trata ahora de pararse en una raya divisoria que exige un pronunciamiento claro.

 

Como coloquialmente se afirma que las mujeres no pueden estar embarazadas a medias, de la misma manera el conflicto armado colombiano le exige a la comunidad científica pronunciamientos definidos sobre muchas de las situaciones irregulares que se presentan en la patria.

 

Numerosos colegas sienten que estas definiciones  o tomas de posición cuestan y en ello tienen razón. Se paga un precio en el terreno del prestigio profesional, en la visibilidad que adquiere el profesional que se pronuncia a favor o en contra de determinadas prácticas y se arriesga la seguridad personal, en aras del bienestar colectivo. Pero es que la ciencia no  puede separarse del aparato social como el cerebro no puede separarse de las manos.  De ahí que no pueda reclamarse una inocencia total de parte de los científicos y lavarse las manos en cuestiones de trascendencia social.

 

Que quede claro: erradicar las plantas de coca o amapola no es un verdadero problema científico o del conocimiento y en este sentido la comunidad académica quedaría exenta de responsabilidades.  Pero otra cosa muy distinta es su obligación  de pronunciarse.

 

El uso del hongo Fusarium no era una trampa para la comunidad científica colombiana. Era una trampa para la totalidad de la nación.  Tampoco era un problema bien planteado, porque no se trataba de un vacío de conocimientos a llenar sin más ni más a través de una investigación experimental.  Se trataba y aún se trata de una situación extrema, en la que interactúan por igual fuerzas oscuras, intereses económicos y financieros del capital transnacional, posiciones geoestratégicas, luchas territoriales, pujas comerciales por la venta de armas y de recursos naturales no renovables y una enorme hipocresía de la sociedad globalizada que se lucra con el tráfico de drogas y exige cuotas de sangre para garantizar la supervivencia de los más privilegiados y de los más astutos, no de los más honestos.

 

El deber ser de la comunidad científica en ese momento era intervenir en el debate y oponerse al uso del hongo citado. Era advertir sobre las consecuencias ecosistémicas y culturales de su utilización.  Prevenir a la sociedad colombiana sobre sus posibles efectos ambientales a corto mediano y largo plazo y  reivindicar que las soluciones a la erradicación de los cultivos ilícitos son de índole cultural en las que debe intervenir toda la sociedad.

 

Algunos miembros de la comunidad universitaria lo hicieron. Otros pasaron en silencio. Algunos advirtieron sobre las razones para oponerse a esta nueva y peligrosa idea, que eran  simples pero poderosas y que fueron resumidas por el autor en los siguientes puntos:

 

1)      El hongo puede matar seres humanos que sufren de cáncer, leucemia, diabetes o sida y que por lo tanto  presentan bajas significativas de sus defensas.

 

2)      El hongo puede ser eliminado con fungicidas, productos tóxicos que serían utilizados por los productores como una  manera de defender sus cultivos, agravando aún más los actuales procesos de contaminación de suelos, aguas, flora y fauna y generando riesgos de intoxicación aguda o crónica con estas sustancias. 

 

3)      La solución al problema del consumo de narcóticos no es tecnológica. Esto quiere decir que la humanidad no debe buscar cómo eliminar físicamente las plantas de coca, porque ello puede hacerse fácilmente a mano o simplemente abandonando los cultivos. Sólo que estos actos se revisten de una enorme complejidad porque están teñidos con  condicionantes militares, políticos, económicos, sociales y morales en donde debe dirimirse el problema.

 

4)      El hongo es considerado como un arma biológica en los tratados internacionales, especialmente porque puede generar toxinas capaces de producir enfermedades mortales en animales. 

 

5)      Existe una enorme incertidumbre sobre sus probables  efectos en los ecosistemas.

 

La posición de cada científico en este caso estaba mediada o por el miedo a comprometerse o por la ignorancia que supone el tema (recuérdese que no existen antecedentes en la literatura científica sobre estudios que muestren el uso masivo de micoherbicidas en condiciones de guerra). Pero también existen posiciones de total indiferencia que se esconden en argumentos que indican que esta guerra no es nuestra, que no ha sido provocada por nosotros y que si de nosotros dependiera ya la habríamos solucionado.

 

Mientras escribo estas líneas pienso en los científicos que impulsaron la síntesis del defoliante 2, 4 – D  llamado el ”agente naranja” durante la guerra del Vietnam, que le costó la vida a tantos seres humanos y  cuyas consecuencias todavía se reflejan en más de 500.000 niños que han nacido con malformaciones a causas de la intoxicación con este producto.  Me pregunto si más allá del comprensible afán de saber, ellos  tuvieron en cuenta los límites éticos que les imponía el objeto mismo de su vinculación al sagrado templo del conocimiento.  ¿Permitir, en silencio, que tales sustancias venenosas se viertan sobre ecosistemas y grupos humanos aún conociendo sus efectos letales, es propio de los hombres privilegiados que visitaron las aulas universitarias y que, por lo tanto, accedieron a una educación basada en el espíritu de lo superior?

 

Quienes tuvieron el privilegio de acceder a las aulas universitarias, especialmente en los países empobrecidos, tienen varias responsabilidades con nuestras sociedades. Es cierto que muchos ingresaron a la Universidad para buscar ascenso social, seguridad económica o reconocimiento profesional y que en ese sentido podrían sentirse autorizados a expresar poco compromiso con sus compatriotas. Allá ellos.

 

Pero quienes ingresaron a los claustros universitarios  en búsqueda del genuino placer del conocimiento y que comprenden la vital importancia del conocer y de aplicar lo conocido, no pueden escapar éticamente de su responsabilidad de enunciar las desigualdades, las injusticias y los  actos arbitrarios, aún a riesgo de ser excluidos por los poderes temporales dominantes.

 

La ciencia no es una práctica fría, ajena al cuerpo social. Está inmersa en los circuitos culturales y por lo tanto no es ajena ni a su tiempo ni a su entorno. No puede aducir inocencia y lavarse las manos cuando ella misma es vehículo y camino de las contradicciones de la sociedad. 

 

El camino por el que transita la ciencia colombiana, débil como lo es en su estructura y en sus realizaciones, ciertamente no es fácil y puede decirse incluso que no se asemeja a casi ningún otro por el que tengan que pasar los científicos del mundo.  El entorno les obliga a ocuparse de temas tan alucinados y reales a la vez como el de la fumigación masiva de parques nacionales con herbicidas, para erradicar plantas sagradas.  Este reto, en vez de amilanar, debería proyectar al estamento científico colombiano hacia nuevas rutas teóricas  y paradigmáticas de su deber ser y de su devenir como conciencia de la patria. Es apenas lo que la sociedad le demanda, con justicia.

 

Bibliografía.

 

León, S.T., Burgos, S.J., Toro, P.C., Luengas, B.C., Ruiz, R. C., y Romero, H. C. 2005. Observaciones al “Estudio de los efectos del programa de Erradicación de Cultivos Ilícitos mediante la aspersión aérea con el herbicida Glifosato (PECIG) y de los cultivos ilícitos en la salud humana y en el medio ambiente”. Bogotá, Instituto de Estudios Ambientales (IDEA) – Universidad Nacional de Colombia. 35 p.

 

Solomon, K.,Anadón, A., Luiz, C.A., Marshall, J. y Sanin, L.H. 2005. Estudio de los efectos del programa de Erradicación de Cultivos Ilícitos mediante la aspersión aérea con el herbicida Glifosato (PECIG) y de los cultivos ilícitos en la salud humana y en el medio ambiente. Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD) – División de la Organización de los Estados Americanos (OEA). 143 p.

 


 

[1] Documento preparado para las deliberaciones del comité asignado por la Universidad Nacional para estudiar la reglamentación de los institutos nacionales. Bogotá, septiembre de 2005.

[2] Agrólogo, Ph.D. Profesor Asociado Instituto de Estudios Ambientales – Universidad Nacional de Colombia.

[3] Comunicación personal de funcionarios de la Defensoría del Pueblo (abril de 2005).


 

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