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Un ruedo significa respeto y poder

Pandillas y violencias en Bogotá

Carlos Mario Perea Restrepo[*]

I. INTRODUCCIÓN

Colombia es pródiga en violencias. Sus protagonistas han forjado la historia nacional a lo largo del último medio siglo. A partir del final de los años 40, en efecto, las confrontaciones armadas de diversos signos vienen forzando el tránsito de las fuerzas políticas por el tema de la guerra y la paz, mientras ningún gobierno ha podido evitar convertirle en nervio de sus gestiones. El siglo XXI arranca bajo el sino violento en medio de una guerra civil cuyo fin está lejos de avistarse. Desde aquellos distantes años hasta el final de la centuria el oficio de la muerte ha conocido auges y recesos, en especial el declive de los años 60, aunque sin llegar a descender en ningún momento hasta los niveles medios de la región[1].

En resonancia con un país en acelerado proceso de modificación de sus estructuras profundas, la pugna sangrienta continua haciendo gala de prodigioso malabarismo para pegarse a los vientos de cada momento: la transformación del pájaro en el sicario, del bandolero en el guerrillero, del militar en el paramilitar, se verifica en el incesante desplazamiento entre el conflicto político y la pelea callejera, entre la vereda rural y la barriada urbana[2]. Frente a tan abigarrado panorama se han emprendido diversas formulaciones para introducir algún orden[3], dos de las cuales han gozado de amplia difusión. La primera separa entre la violencia política, obediente a un proyecto colectivo de transformación de la sociedad, y las violencias restantes, amarradas a resortes particulares y búsquedas económicas. La aparición del narcotráfico, un nuevo actor movilizando ingentes recursos animado por el lucro y no por racionalidades públicas, introdujo la segunda formulación, la de la capacidad organizativa como elemento discriminador: en una orilla se paran las violencias con el potencial de convertir la organización en elemento de acumulación de poder, mientras en la otra quedan las espontáneas y cotidianas, las despojadas de organicidad[4]. Las políticas públicas y la indagación académica han posado sus ojos en las violencias organizadas. En un sentido no puede ser de otra manera, la proliferación de las violencias no suprime su jerarquización. Las disputas entre los actores organizados magnetizaron el conflicto, sus polifacéticas vinculaciones estallaron el edificio institucional y condujeron a la guerra civil[5].

Frente a la guerrilla y los paramilitares reproduciendo sin descanso sus efectivos a fin de repartir el poder en territorios acotados bajo su jurisdicción, la violencia de las calles pareciera inofensiva e intrascendente. La profundidad del conflicto, no cabe duda, exige la mayor atención pública sobre las conversaciones de paz y la desactivación de las organizaciones criminales. Tal priorización, empero, ha conducido al olvido y menosprecio de las violencias no organizadas con muy complejas consecuencias. Es verdad que ellas han sido objeto de exploraciones[6] y las ciudades se han propuesto diversas estrategias en el ánimo de contener sus manifestaciones[7]. Los niveles de atención recibidos, con todo, no se compadecen con el papel que desempeñan en la reproducción del episodio violento. Allí no está en juego la simple comprobación de la necesidad de intervenir la totalidad de expresiones sangrientas. Más allá, las violencias inorgánicas se constituyen en una verdadera paradoja que es preciso desanudar. Sin olvidar la dificultad de establecer la identidad de los victimarios en una guerra a cada paso más degradada, en el mejor de los casos la violencia política hace una modesta contribución del quince por ciento al monto total de homicidios[8]. El volumen restante, el ochenta y cinco por ciento, se reparte entre la violencia organizada y la confrontación difusa. Qué es de lo uno y lo otro no es posible establecerlo, las estadísticas enmudecen obligando a acudir a la vía indirecta. Las setenta y tres localidades más violentas de Colombia son pequeños municipios de zonas de colonización concurridos por uno o varios de los actores organizados. Ninguna ciudad clasifica, ni siquiera la atormentada Medellín, ausente de la lista de los diez y ocho municipios más cruentos de Antioquia. Empero, nada más que la agregación de las tres grandes ciudades -Bogotá, Medellín y Cali-, hace más de la tercera parte de los homicidios nacionales: son las urbes donde las influencias de los actores organizados entran en concierto con numerosas mediaciones[9].

Las calles y sus tramas cotidianas escenifican pequeñas guerras de pavimento donde se mezclan formas diversas, como mostraremos, apretando la paradoja: las enunciaciones políticas enfatizan la fuerza de las violencias no organizadas, con plena razón, sin que sus afirmaciones se traduzcan en una política de intervención[10]. El presente escrito, así las cosas, se para ante tal paradoja mediante un viaje por las pandillas del suroriente bogotano[11]. Las agresiones juveniles se riegan entre las ciudades del mundo, alcanzando incluso a países pacíficos como el vecino Ecuador[12]. En Colombia igualmente se difunden. Lejos de circunscribirse al perímetro de las ciudades adquieren cuerpo hasta en pequeños asentamientos[13]. Se trata de un inquietante fenómeno urbano, no sólo por su proliferación y sus prácticas delictivas, sino por el desafío lanzado por muchachos de corta edad entregados al <desmadre> sin tapujos. Como expresa un pandillero, <pertenecer a un ruedo significa respeto y poder ... que con una mirada un man se erice>. Ciertamente la imposición violenta anida en el corazón de la pandilla marcando la diferencia con las restantes agrupaciones juveniles, unas ocupadas en búsquedas culturales y otras en aspiraciones comunitarias[14].

No todos los jóvenes populares son pandilleros, como lo quiere el nefasto estigma que convierte la edad y la pobreza en insuperable motivo de degradación y violencia. Muchos se meten al <ruedo>, sin duda, arrastrados por el embeleso de una <mirada> paralizante capaz de hacer que <un man se erice>[15]. Desde allí las pandillas inauguran un nuevo cuadro violento. Transidas por la búsqueda de identidad persiguen con entera conciencia el poder barrial, haciendo difícil su ubicación en el escenario de las violencias. Crecen en el anonimato de la calle mas no son una manifestación espontánea y difusa; por el contrario responden a un tipo particular de organización que aglutina la violencia local. Debilitan entonces el cajón de las violencias inorgánicas siendo que su contexto y sentido se cuece en lo cotidiano. Sus ingredientes perfilan una expresión de nuevo cuño: caen en el campo económico por sus prácticas delictivas pero el lucro no las define; no articulan ninguna discursividad política pero su gesto transgresor configura la más ácida denuncia de la exclusión. Son pues una suerte de violencia cultural: de cara a su caracterización se desarrollan las siguientes páginas, en tres pasos. El primero desentraña la naturaleza de la pandilla, única manera de acceder a los impulsos que animan el espíritu parcero; el segundo rastrea los vínculos con la muerte y el crimen de la ciudad, señalando las dependencias entre unos y otros; el final discute las violencias y las implicaciones de sus amnesias.

II. PARCHE Y RESPETO

El parcero lo dijo, <pertenecer a un ruedo significa respeto y poder>. Desde luego, los signos descifradores de la pandilla palpitan en la dupla, el <respeto> y el <poder>. El primero ocupará la reflexión inicial[16]. Finalmente el <respeto> devela la búsqueda última del pandillero, el deseo de reconocimiento, a la vez que anuncia la estrategia de la que se vale su empeño, la transgresión. Los modos como la mezcla de transgresión y reconocimiento anudan el <respeto> serán el objeto de este capítulo.

1. Parasitar la vida corriente

El pandillero no se marcha del barrio. Ahí reside su diferencia con el habitante callejero, cuya morada en las calles de la ciudad supone el quiebre del lazo instituido. El parche, de manera distinta, se sitúa a medio camino entre la vida “normal” y la calle: desconoce toda normativa pero, al asirse al barrio, permanece dentro de la esfera de su dominio. No se marcha, su reto es transgredir el orden volviéndose el <parche>. Como lo dice alguno, <pandillas no se llama casi acá, se les llama más bien parche>[17]. Cierto, entre los pandilleros y sus cercanos el término <pandilla> es inusual; entretanto lo opuesto acontece entre sus víctimas, siempre dispuestas a señalarlos. De los unos hacia los otros está en juego el poder del estigma, los primeros renuentes a nombrarse con él, los segundos empeñados en usarlo para tomar revancha y exorcizar el miedo. Entre lo unos y los otros el <parche> se convierte en la metáfora de la pandilla: se trata de ser un agregado extravagante que tapona un hueco. Para lograrlo los pandilleros quiebran las mediaciones de la vida cotidiana y adoptan prácticas fuera de toda ley. En este amargo conflicto no hay nada redundante, por el contrario, la presencia pandillera en la esfera local es por definición conflictiva, comenzando por la corta edad de sus integrantes. Las mujeres tienen su presencia, básicamente como novias que logran penetrar en diversos grados las rutinas, pero se trata de un universo masculino compuesto ante todo por jóvenes entre los 13 y los 20 años[18].

Quizá la adolescencia siempre entrañe conflictos entre hijos y padres, como bien se concluye de las historias de épocas remotas en la distancia y el tiempo[19]. El ansia de identidad estrella a las nuevas generaciones con las convenciones adultas. No obstante los pandilleros caminan en otra dirección. Sus fricciones familiares dejan de ser los desencuentros propios del conflicto generacional derivando en confrontaciones con ribetes de pugnacidad y violencia. Entre sus discursos afloran toda clase de referencias nostálgicas al amor filial, no desearían la familia que les tocó y estarían dispuestos a formar una distinta, ella sí armoniosa y tranquila. Es más, los parceros igualan a las otras agrupaciones en la práctica de hacer vida de pareja y tener hijos[20]. Sea cual sea el desenlace la relación familiar del parcero está marcada con el sello de la transgresión: violan toda norma de convivencia y desprecian el principio de la sensibilidad sobre el que se instaura el imaginario familiar. Una ruptura similar ronda la escuela, más de la mitad de sus miembros deja de ir a clases. El distanciamiento escolar se ahonda entre los 14 y los 19 años, la edad de estudio por excelencia: a temprana edad uno de cada dos pandilleros desistió del empeño escolar[21]. Es cierto que la escuela está abatida, según denuncia el creciente ascenso de los índices de deserción escolar[22]. Los sentidos por siempre asociados a los claustros dan muestras de agotamiento, antes que espacio de impartición de saberes y destrezas el aula se convierte en oportunidad de encuentro con los amigos[23]. La escuela, todavía estructurada por la racionalidad dualista y causal del racionalismo funcionalista, se torna desueta frente a las lógicas de la era informática[24]

No todos están desescolarizados, como quedó señalado la mitad se integra a la actividad académica. En ciertos casos el retorno a la disciplina escolar se convierte en el puente mediante el cual se rompe con el grupo: <Cuando decidí volver a estudiar se terminó el parche>. Con todo, la presencia pandillera en la escuela suele tejerse sobre la prolongación del gesto violento. Los testimonios se plagan de enfrentamientos con compañeros, pero también con profesores. Como dice uno, <ese colegio era otra olla que si le sacan chuzo saque chuzo, hasta nos encendíamos con los profesores>. De modo corriente las aulas digieren las cargas de violencia al precio de incorporar el fenómeno, en cuyo caso la escuela y el parche no se oponen según lógicas excluyentes sino se prolongan en las mismas prácticas: <En la escuela me enseñaron mañas, me enseñaron a pelear y a ser así de caspa, esos manes eran repeleones>, dirá uno[25]. Enfrentado a los familiares y fuera de las aulas, en un doble conflicto combinado de diversas maneras, el parcero se ve forzado a buscar el ingreso para sus necesidades de consumo. Nada más que unos cuantos trabajan y estudian al mismo tiempo, el ascetismo de esta doble jornada está lejos del guión pandillero. En cambio reportan la mayor cantidad de integrantes dedicados al trabajo, un dato poco creíble: en general viven desocupados y emplean el eufemismo de <trabajo> para el robo[26].

Algunos lo hacen y desde bien temprano, tantas veces antes de los 10 años: <Se me perdió la noción de cuando empecé a trabajar, el primer empleo fue vendiendo escobas cuando estaba en cuarto de primaria>. La nota característica suele ser el nomadismo de un trabajo al siguiente: <En la pintura duré cuatro meses, en la rusa como ocho. Después hice vigilancia, luego vendedor, como almacenista en bodegas y como mensajero>[27]. En muy contadas oportunidades se verifica el tránsito hacia un oficio estable: si en general es difícil hacerlo en un país donde los jóvenes soportan una carga acumulada de desempleo, los pandilleros se resisten más todavía[28]. Como en la escuela, los trabajos concluyen bien pronto por el traslado de las prácticas conflictivas. El cuadro dominante es así el desempleo. Las pandillas habitan un afuera: su imagen paradigmática es la del joven enterrado en la esquina horas y días enteros. Su afuera no es del ostracismo en cuanto continúan viviendo en la familia, le dan vueltas a la escuela, emprenden de cuando en vez un trabajo. Sin embargo su existencia en tales espacios se teje reventando, en cada caso, sus imaginerías fundantes. Violentan el lugar en donde el Otro es más frágil, el de la intimidad, quebrando la estética del amor que rige el reducto familiar; rompen la escuela despreciando la lógica que anuda el futuro virtuoso con la posesión de saberes; quiebran el código que hermana la vida plena con la capacidad productiva. El afuera del pandillero es el del parasitismo: se alimenta de las mediaciones que golpea en su centro de sentido, de modo que su abominación por cualquier orden se traduce en el intento de imponer allí mismo su propio orden. Sobrepuestos a la vida corriente sin dejar de estar adheridos al barrio y sus mundos, se comportan como el parche sobre la tela que, sin formar parte de los hilos originales y auténticos, con todo está pegado, cosido y apelmazado.

2. Meter, asaltar y violentar

Las rupturas con la casa, la escuela y el trabajo no agotan el acto transgresor; la adopción del robo, el vicio y la violencia lo llevan al extremo. La figura clásica del tiempo pandillero se inicia con la primera cita hacia el mediodía, a eso de las doce, para dar comienzo un rato después a la ronda de robos a lo largo de la tarde; la caída de la noche vuelve a congregarles en el lugar de siempre –los robos se hace en pequeños grupos-, dando inicio a una velada prolongada por lo general hasta altas horas de la noche: el parcero típico no tiene nada distinto al parche, ahí discurren cosas con el poder de arrobar a sus integrantes. Hacer parte de una pandilla y <meter vicio> van aparejados. La droga acompaña no solamente los prolongados ratos en el parche, sino que constituye ingrediente obligado de los atracos callejeros. El primer encuentro de cada día, sea al mediodía o la noche, es sazonado sin falta con la primera <traba>. A partir de ese momento el <vicio> está presente hasta el final del encuentro en la madrugada. Al igual que la prueba de ingreso mediante un acto de fuerza, entrar en la cadena de consumo hace parte de los códigos de pertenencia. La primera vez se experimenta temor, como sólo puede suceder ante el comienzo de un viaje hacia lo desconocido; el frenesí con el que consumen los iniciados, con todo, es garantía segura del acompañamiento y presión suficiente para demoler cualquier resistencia: <En la primera experiencia uno aprende empujao>[29].

Una vez franqueado el primer umbral se ingresa en un acto diario que devora en el consumo a todo aquel que pretenda ostentar con orgullo la identidad del grupo. La fuga en los sentidos es una brutal resistencia al disciplinamiento de la voluntad y el cuerpo, tan caro al imaginario de la productividad y el orden. La guerra contra la droga es una batalla librada en nombre de la voluntad y la ascesis: nada más contrario a tales rigores que el extravío de la conciencia disparado en el consumo. Contra tal guerra el parcero desboca los sentidos pretendiendo habitar una experiencia lúdica permanente mediante la vivencia psicodélica de lo corporal. Por ello el consumo se convierte en gran operador del rechazo a la escuela y el trabajo, esos dos mundos gobernados por una voluntad en busca de doblegar el cuerpo. La trangresión supuesta en el vicio une y solidariza: liga en otro más allá, el de la fuga y el ansia hedonista del hechizo sensorial. Como lo sintetiza un parcero: <El vicioso es dado a agruparse, por eso el vicio es un estilo de vida>[30]

No es posible hacer una generalización sobre la actividad delictiva de las pandillas. Sus grados de alcance varían sobre un haz considerable de estrategias, acotado en un polo por el asalto callejero y en el otro por el asalto armado a almacenes y residencias. Aunque algunos parches derivan con el tiempo en verdaderas empresas criminales dedicadas a los <brincos> de elevadas cuantías, existe una diferencia sustantiva entre la banda y la pandilla. La primera es una organización delictiva constituida con el propósito expreso de acumular capital mediante el hurto, pero carente de la intimidad y la exposición pública del parche. Por el contrario la banda, al margen de poseer miembros insertos en parches, se mantiene en la clandestinidad y conserva una disciplina garante de la efectividad de sus acciones: se profesionaliza en su capacidad operativa mediante la adquisición de vehículos, armas sofisticadas y conexiones de alto nivel. Así es, mientras la policía reconoce en la localidad nada más que 14 bandas especializadas en asaltos bancarios, piratería terrestre, robo de carros y asaltos gigantescos, identifica un mínimo de una pandilla por barrio[31]

El atraco callejero amenazando a la víctima con un arma, conocido en el argot como <atarzanada>, es una de las modalidades características. Los <socios> desempeñan funciones diferentes, rotadas en asaltos sucesivos. Unos cumplen la tarea de vigilar la reacción posterior del atracado o la presencia policial, otros abordan de manera directa la víctima. El rasgo de oportunidad del pillaje, que aparezca alguien <llevando la plata>, marca la diferencia con el extremo opuesto del espectro donde la planeación es factor determinante, como el hurto de apartamentos o almacenes grandes. Siguiendo el adagio popular según el cual “la ocasión hace al ladrón”, la pandilla está siempre alerta para no desaprovechar la más leve oportunidad, signifique grandes o pequeños dividendos. La práctica constante del robo termina generando mayores expectativas de dinero de manera que parche sostenido en el tiempo con seguridad derivará en robos de mayor planeación. Meter y asaltar, las dos prácticas colocan todavía más allá a los parceros. Los tornan visibles en las calles del barrio, como el parche sobrepuesto, siempre tosco y notorio por su diferencia grotesca. <Si a alguno lo tocaban en algún barrio iba el grupo a ese barrio y montaba la asquerosa. Entonces ya se sabía que nuestro grupo no se puede tocar>[32].

La inmunidad implicada en el <no se puede tocar> proviene de su capacidad de quebrar el código sancionado, el de la contención familiar, el de la habilitación escolar y productiva, el del goce ganado en el trabajo, el de la voluntad disciplinante. Empero, será en el desafío al más profundo de los imaginarios, el de la vida y la prohibición de su arrebato, donde se sella la transgresión. Las historias de enfrentamiento y sangre plagan los testimonios pandilleros. Se narran con vehemencia, salpicadas de un tufillo heroico, atravesadas de cortante frialdad. Los episodios se suceden uno a otro, sin hilación, como trofeos de caza. Quien tiene tatuados en su cuerpo los arañazos de la muerte experimenta gran orgullo: numerosas narraciones se interrumpieron para descubrir las cicatrices de una cuchillada mortal, una caída brutal, una bala asesina. Como lo sintetiza soberbia frase <la violencia aquí es de todo a todo>[33]. Es verdad, la agresión mortal ronda las calles del suroriente, recrudecida por épocas, aquellas en que sus actores concurren en el intento de imponer su ley de sangre: <Habían muchas muertes, eso un sábado aparecían siete en diferentes partes del barrio>. Los recuerdos de los días de <muchas muertes> salpican la memoria colectiva. El oficio fatal se puede cumplir con facilidad, a la vuelta de la esquina, envuelto en las más variada cantidad de eventos. Puede hacerlo pegado al mero azar: <Iba pasando y en una balacera lo bajaron, sin tener nada que ver>; o puede venir adosado al más cruento plan de exterminio: <Se acababan de familia a familia. De noche era la plomacera y al otro día aparecían los cuerpos>. En todo caso recorre las calles, cercana a la intimidad: <Dormía en el cuarto de la calle. Un día escuché seis tiros. Cuando me asomé el tipo estaba cogido del poste, bajamos y vi como se le iba la vida>[34]

El hecho violento está presente, <aquí la violencia es de todo a todo>, sea bajo el espectro de la muerte sea bajo la amenaza de la herida y la pelea. Entre los parceros el acto violento hace parte de sus rutinas corrientes, se entrenan meticulosamente en el arte, ella es código de acceso y permanencia. Los más acariciados imaginarios de la vida colectiva caen despedazados frente a la provocación pandillera. Ante el orden imponen el desorden, ante el rigor y la templanza colocan el hedonismo y la desmesura, frente a lo pulcro son el parche. Se complacen en el exceso, es su urgencia de notoriedad no agotada simplemente en la necesidad de ser vistos, como lo ansían todos los jóvenes hoy día, sino de ser observados desde un lugar que machaque la fragilidad de la vida humana, el de la transgresión violenta.

3. Hacerse respetar

La metáfora del parche revela las claves del mundo parcero. No están zurcidos con los mismos hilos de sus vecinos, sustraídos como están a los cauces de la vida ordinaria, pero no se marchan del barrio. Habitan un afuera, no como acto de protesta sino como estrategia para la tiranía: su abultada diferencia se teje sobre la semántica del terror y el miedo, instalando la pregunta: ¿cómo justifican su exceso brutal y grotesco? Existen motivaciones productoras de violencia con cierta estabilidad, la defensa de la territorialidad una de ellas. Aún en el caso de los parches abiertos por donde circulan muchachos de un lugar y otro se establecen fronteras definidas frente a las pandillas adversarias: ni los otros pasan por aquí ni los unos van por allá. La venganza otra. Cualquier agravio propinado a un miembro del parche o a sus familias se cobra a buen recaudo, se trate de una humillación pequeña –una burla, un robo, una paliza-, o de la violencia letal de la muerte. Si bien la territorialidad y la venganza representan la ley del parche, están lejos de agotar los móviles violentos. Cualquier circunstancia puede activarla, <la violencia se genera sola, son cuestiones más bien momentáneas, como del momento, lo que se está viviendo>. Toda excusa puede servir entonces de activadora, <por una mirada lo matan a uno. Muchas veces he tenido que bajar la cabeza, en un bus no falta el marico que se enamora de uno>. El acto violento pierde toda finalidad sólida, se enreda en el evento simple capaz de provocar el sentimiento oscuro contenido en la frase repetida una y otra vez: <Ese man me tiene ofendido>. La <ofensa>, tan fácilmente infringida, se provoca con insignificancias tras de las cuales se pierde toda justificación argumentable: <Después del problema uno las piensa y dice "pero yo ni siquiera tenía nada que ver ahí, porqué me levantaron”>. El acto violento se encierra en su propia dinámica alimentado de sus propias fantasmáticas: <La violencia a la final es la falta de pensar, uno sólo actúa, va es pa' delante y el resto vale guevo. La violencia es espontánea, lo que está pasando y uno reacciona>[35]

Sin embargo, ¿será tan cierto que <la violencia se causa sola>? Contemplando los motivos generadores del acto violento la frase resulta trágicamente adecuada: la territorialidad y la venganza terminan sumergidas en un lodo de causas atrapadas en el oscuro giro del <man se ofendió>. La violencia entonces se dispara <sola>. Con todo, si se atienden los resortes de sentido que movilizan internamente al parcero emerge una racionalidad ordenadora de la violencia <espontánea> que <se causa sola>, la lógica del <respeto>. Su primera expresión toma cuerpo en el ferviente deseo del goce sensualista. El riesgo implicado en el robo, el vicio y la violencia se liga a la vivencia intensa desatada por el vértigo: <Probar el vértigo es sentir la sensación de estar al borde de algo, sentir que lo persigue la tomba o que lo buscan, sentir la sensación de peligro. A mi siempre me ha gustado sentirme al borde de algo pero sin tocar>. Morder la manzana prohibida, con desfachatez y frialdad, produce la intensa vivencia de perder el dominio de sí mismo y experimentar una embriaguez reconfortante. Como con la ruptura frente a la familia y la escuela se trata de estar afuera sin romper las conexiones esenciales, estar al borde del abismo <pero sin tocar>. Alguno lo anuncia en una de sus tantas vivencias con la muerte: <Empezaron a echar bala y todos al suelo, uno siente la muerte encima. Pero de lo mismo joven se siente uno hasta contento>[36]

El éxtasis de la acción peligrosa cobra sentido corpóreo en la química del estado de alerta generalizado. No se trata de un evento episódico casual, de una escena cualquiera en la que esté comprometida una acción turbulenta; por lo contrario, la verdad primordial del parche es el estado de arrebato permanente, una excitación cotidiana ligada a su puesta en evidencia en el barrio: <A esos pelados en cualquier momento llega otro y los mata, estar pendiente de que si uno está ahí en ese grupo tiene que estar alerta de que no lo vayan a matar>. El pandilllero se instala en el no dicho levantado sobre la confusión que provoca entre los vecinos su afuera, meticulosamente labrado en el exceso del vértigo sostenido. Un no dicho cimentado en el poder que detenta todo aquel que manipula el delgado hilo que ata la vida a la muerte. La violencia juvenil se regodea en el propósito de <ser el malo>, manipulando la vía expedita del horror a fin de hacer posible el principio de <usted pone la ley>. El código es claro, <vamos con nuestra energía, es la supremacía, somos los que azaramos y montamos la hijueputa. Y todo el mundo nos deja sanos>. Es la búsqueda desesperada de <la supremacía>, la frenética búsqueda del <respeto>: <Hacerse respetar es no dejársela montar. Ahí es cuando uno va como quien dice abriendo los ojos, porque según los malos uno tiene que abrir los ojos o si no nunca es nadie>. Ahí está la clave, en ser reconocido, todo lo cual pasa por lanzar la violencia ante cualquier desacato de la identidad erigida sobre la sangre: <Logré tener respeto, que era algo que me esforzaba y muchos jóvenes de aquí se matan por tenerlo, ya no me decían el apodo sino mi nombre porque andaba ennavajado y el que se metiera conmigo empezaba a chupar sangre>[37]. Ahí aflora la naturaleza de la pandilla, en su buscado intento de convertirse en un verdadero parche: ser distinto para tornarse notorio. La transgresión es su lenguaje, labrada en la violencia sobre los ritmos de la vida corriente y sus acariciados imaginarios. A la postre, en medio del miedo, el pandillero ansia tan sólo <tener respeto> de manera que nadie se atreva a violar su ley porque empieza <a chupar sangre>.

III. LA GUERRA DE PAVIMENTO

La violencia habita el corazón del parche anudando sus simbólicas y prácticas. Sin embargo sus manifestaciones, así como sus intensidades, se encuentran en conexión directa con otros actores, sus búsquedas y estrategias. Existe pues un nexo directo entre la pandilla y el conflicto ampliado de Colombia, nuestro objeto en el presente apartado: la ciudad y su comportamiento delictivo, las transformaciones pandilleras y los otros actores violentos serán sus contenidos.

1. Bogotá, crimen y violencia

La conducta de la criminalidad capitalina dejan sentir la presencia pandillera. No lo hace de manera directa, sino aislando algunos indicadores donde sus prácticas conflictivas afloran. El cambio a mediados de los 80, el atraco y la violencia lo revelan. En efecto, desde la mitad de la década de los años 80 Bogotá se convirtió en una ciudad cada vez más insegura. Después de que su tasa de delitos venía de una vertiginosa caída desde mediados de los 70, a partir de 1985 comenzó una curva de ascenso hasta 1992, momento en que se estabiliza para comenzar un descenso durante los dos últimos años de la década. El incremento desde mediados de los 80 resulta más notable si se le compara con el comportamiento nacional, siempre en descenso desde los años 70[38].

El ascenso capitalino entre 1985 y 1992 recibe contribuciones tanto de los delitos contra el patrimonio como de los delitos contra la vida: ambos suben preciso a mediados de los ochenta. Con todo, desde el año 93 en adelante los delitos contra la vida comienzan a descender sin interrupción confirmando la regla de la delincuencia bogotana: la capital es ante todo epicentro de los delitos económicos, donde supera con creces los promedios nacionales[39]. La tasa contra el patrimonio sigue el mismo patrón: mientras la nacional disminuye de manera constante, la de Bogotá sube a partir de 1985 hasta alcanzar su tope en 1997, con dos oscilaciones en 1987 y 1992[40]. Tal incremento se produce sobre el aporte de todas las violaciones a la propiedad: el robo asciende un 50% en medio de fuertes oscilaciones; la extorsión, la estafa, los abusos de confianza y demás no incluidos en las diversas formas de hurto crecen un 202%; pero será el atraco, un tipo de robo caracterizado por la violencia sobre personas, el delito que manifieste el más sorprendente crecimiento al elevarse sin interrupciones, a partir de 1989, en un exhorbitante 463%[41].

Su pequeño descenso en los dos últimos años contrasta con las marcadas caídas de las otras curvas. El atraco visualiza las pandillas, una de sus predilectas actividades. Su vertiginoso crecimiento en las cuentas de la criminalidad bogotana da cuenta de un actor empleado a fondo en derivar beneficios de su ejercicio, presente desde finales de los años 80. Sin duda, después de ser un reducido 6% del total de los delitos económicos cometidos en 1974 se convierte, para 1999, en un voluminoso 36%. Obvio, en esta protuberante masa de asaltos a mano armada no participan únicamente los parches, pero sí desempeñan un papel destacado unas agrupaciones juveniles dedicadas, como un fragmento de sus rutinas diarias, a la cacería urbana. Lo confirma la policía de la localidad: la mitad de los delitos económicos cometidos durante los últimos años en la zona fueron atracos callejeros, la forma de <trabajo> por excelencia de las pandillas. Es cierto que la tasa de atracos de la localidad no descolla en la ciudad, por el contrario es de las más bajas en abierto contraste con las del sector centro oriental, donde se alcanzan valores hasta quinientas veces más elevados[42].

Tal lugar modesto comprueba, no la ausencia del robo entre las pandillas, sino la eficacia de otra faceta del código pandillero: la zona no se <azota>, los asaltos se hacen afuera de manera preferente contra <los del norte>. De ahí que las tasas de atraco más bajas se concentran en las localidades donde se encuentran la mayoría de los barrios populares. Por otra parte, los delitos contra la vida siguen el patrón anotado: la curva nacional desciende lentamente desde 1980, mientras Bogotá experimenta entre 1985 y 1993 un ascenso del 113%, año en que retorna con celeritud al nivel de mediados de los 80. El incremento se produce con ascensos de todos sus tipos: el homicidio el que más al subir un 314%; luego vienen los accidentes de tránsito, los abortos y los abandonos con un incremento del 185%; por último las lesiones viven un crecimiento menor[43].

La mitad de los años 80 marca un verdadero giro en Bogotá. Junto a los incrementos en la delincuencia general los homicidios experimentan un acelerado aumento, testimoniando una explosión del crimen en franca oposición a los indicadores nacionales, casi todos en descenso con la notable excepción de los homicidios. Sólo en ellos Bogotá se encuentra siempre cercana y por debajo, con excepción del pico de 1993, momento en que comienza un rápido descenso que contraría el extendido sentimiento de inseguridad reinante tanto en el país como en la ciudad[44]. Dentro del contexto nacional Bogotá no es la ciudad de la violencia homicida. Su tasa promedio de 66 homicidios por cien mil habitantes, entre 1988 y 1996, palidece frente a la de Medellín, saqueada por una violencia que alcanza un aterrador promedio de 378. Por demás, se afirmó, las ciudades no entran en el listado de los municipios más violentos. Sin embargo el dato, en sí mismo, dista mucho de ser pequeño. Una tasa de más de sesenta asesinatos habla de una ciudad donde sus moradores acuden de corriente a la eliminación del oponente. Incluso el dato de 40 alcanzado en 1999, tras acelerada caída, sobrepasa de lejos la tasa del segundo país suramericano, Brasil con 24. Bogotá no está azotada únicamente por el hurto y los accidentes vehiculares, es también una ciudad violenta. Otro tanto acontece en la localidad cuarta. Con una tasa promedio de 49 asesinatos durante los últimos años se ubica en el sexto lugar en la ciudad, sobrepasada con creces por Santafé y la Candelaria, pero cercana a las otras que le superan[45].

Como en la ciudad en general las gentes de la localidad apelan a la violencia con renovada frecuencia, así como lo testimoniaron los jóvenes: <aquí la violencia es de todo a todo>. Los jóvenes poseen un protagonismo estelar en la tarea de la muerte. A nivel nacional el panorama es alarmante pues durante la última década, bajo toda evidencia, constituyen el grupo de edad con la mayor contribución: entre 1979 y 1994 los muchachos entre 15 y 19 años quintuplican su tasa de homicidio, seguidos después por los jóvenes entre 20 y 24, quienes cuadruplican su participación. Ya desde comienzos de los años 90 constituyen la edad con la tasa más elevada. El porcentaje del homicidio en las causas de defunción lo corrobora: si en 1975 moría asesinado el 10% de los jóvenes entre 15 y 19 años, en 1994 subió a 45%. Otro tanto sucede entre los 20 y los 24 años: en 1975 caía asesinado el 17% mientras en 1994 ascendió al 52%. “Las víctimas fatales de la actual violencia colombiana son ... jóvenes y cada vez más jóvenes”, no cabe la menor duda[46].

Se equivocan quienes descartan su decisiva participación en los escenarios de conflicto[47]. Desde su aparición en el sicariato comienzan a copar, cada vez con mayor fuerza, los distintos escenarios sangrientos. Conforman la gran mayoría de los ejércitos armados, algo así como el 70% de las guerrillas y el ejército, siendo amenazados cuando se resisten a participar[48]; y más allá de los escenarios declarados para la guerra se arman en diversas agrupaciones urbanas, desde las milicias hasta las pandillas. Al igual que en el escenario nacional los jóvenes desempeñan un papel destacado en el acto violento de la zona. La mitad de los muchachos de la encuesta posee un allegado asesinado en la espiral de la violencia barrial, dentro de los cuales más de la mitad son amigos y un décimo hermanos: aunque no todos los amigos y hermanos son por fuerza jóvenes el dato revela la fuerza con que los muchachos se vuelven víctimas del homicidio local. No obstante también son destacados victimarios, se les imputa el 32% de las muertes, en medio de una agresión donde resulta difícil establecer la identidad del victimario[49]. Otros datos confirman el panorama. De los homicidios ocurridos en Bogotá entre1996 y 1999 los jóvenes de 15 a 24 años suman el 32% de las víctimas, ligeramente por debajo de sus mayores inmediatos. Y la única información disponible sobre las edades en el suroriente despeja cualquier duda: en 1997, de un total de 257 casos, el 42% tenía entre 15 y 25 años, de los cuales el 93% fueron hombres[50].

2. Del rito al anonimato

Bogotá sufre un cambio hacia mediados de los años 80. Las pandillas están allí, no sólo viviendo las mayores intensidades que adquiere el crimen en general sino experimentando un verdadero proceso de mutación en sus formas y estrategias. Ciertamente los parches de hoy no son los mismos de hace veinte años, cambian al tiempo con la ciudad. Las actuales maneras de ordenamiento de las pandillas se mueven en un amplio espectro, algunas cerradas y otras abiertas, unas dotadas de jerarquías y algunas regidas por reglas laxas. No hay un manera única, aunque el ordenamiento abierto y flexible es el dominante. No obstante, las pandillas de los años 70 y comienzos de los 80 resaltan por sus niveles de estructuración en torno a ritos de iniciación, permanencia y consagración identificados con símbolos emblemáticos. Por aquellos tiempos la zona conoció, entre sus parches más fuertes, a los Cobras, los Vikingos y los Escorpiones. Las formas propias de estas antiguas pandillas, como los ritos de ingreso y salida, han perdido su fuerza: <Antes existían verdaderas pandillas. El que iba a entrar le tocaba pelear con todos comenzando con los de atrás. Si les cascaba entraba>.

En la actualidad existen pruebas de ingreso y permanencia; una agrupación asentada sobre el ejercicio de prácticas conflictivas las exige. Mas en los días presentes, hasta en los casos de mayor severidad, los ritos no se inscriben en una simbólica de la jerarquía pública y reconocida, como sí acontecía antes. Entre los Vikingos cada parcero se tatuaba en el brazo un rudo guerrero normando junto a un número, a modo de aceptación abierta de su posición en el grupo, arrancando por el jefe ostentando el número uno. Como dice un parcero de aquel entonces: <Ahora son grupos de aficionados que eso dentran y salen, no son grupos firmes. Antes había un régimen y se pertenecía>[51]. Es verdad, <antes había un régimen> establecido sobre una jerarquización sólidamente montada en la capacidad violenta y completado con símbolos rituales que identificaban al grupo frente a cualquier otro. El normando o la cobra pintados sobre la piel, indeleble sobre el cuerpo, se completaba con un nombre distintivo y con la delimitación territorial de un espacio sobre el que se detentaba un poder indiscutido. El parche, el lugar de reunión, se emplazaba con los signos identificatorios. Todavía quedan las huellas del dibujo de un vikingo en el centro del parque de Guacamayas y los colores azules en los postes de la malla. Sobre tal manojo de símbolos en movimiento el parcero poseía un sentimiento claro de pertenencia: <había un régimen y se pertenecía>. Otro tanto aconteció con el número de integrantes. Antes podían ser grupos grandes: <Los Vikingos eran tantos que la policía nunca los pudo controlar. Se decía disque eran hasta cuatrocientos>[52].

Probablemente el número sea exagerado, producto de la mitología vikinga entre las pandillas; en todo caso se trataba de cantidades considerables de afiliados, en contraste con los pequeños grupos actuales, en el mejor de los casos compuestos por veinte integrantes. Junto a la reducción numérica se aprieta asimismo el territorio susceptible de controlar, en tiempos anteriores extendido a barrios aledaños al centro de operaciones. Ahora ejercen, en general, un dominio circunscrito a unas pocas cuadras, en multitud de casos apenas una o dos. Pero si algo ha padecido notable transformación es el nivel de agresividad. <Las pandillas de ahora son muy distintas a las de hace un tiempo. Antes eran parchesitos de barrio que si pasaban por esta esquina los abrían y ellos abrían a los que pasaran por su esquina>. Hace años también se robaba pero no era el ingrediente distintivo: <En ese tiempo casi no robaban, era una alternativa y no una prioridad>. Asimismo se peleaba, de manera especial cuando se provocaban los enfrentamientos entre pandillas, muchos de los cuales podían terminar con un número considerable de heridos y hasta de muertos, como la todavía recordada batalla entre Vikingos y Cobras, famosa por su elevado saldo de lesionados. No era pues ninguna presencia romántica y pacífica. No obstante los tiempos actuales han visto recrudecida la violencia de la mano de la sustitución de las armas, antes dominadas por las blancas y ahora por las de fuego. <En ese tiempo no había el voltaje de horita, si acaso cuchillo, eso era lo más grave>, afirma uno. <Antes buscábamos estar bien con el cuento de las pepas pero no desarrollábamos una conducta peligrosa. Las cosas han cambiado, ahora no se le puede decir nada a un chino de trece años porque saca su fierro y hasta ahí>, confirma otro[53].

3. Los otros violentos

Las pandillas se transforman insertándose en la trama del conflicto nacional. La diseminación de la violencia encuentra terreno abonado entre las pandillas transformándolas, tornándolas más letales en sus empeños, pero también obligándolas a convertirse en adversarios competentes de esa contienda librada en las calles de la zona. Las operaciones de limpieza serán el enemigo contundente y visible, pero junto a él caminan la policía y las organizaciones armadas de vecinos. Para comenzar, el papel de la policía en el escenario local es problemático. Su imagen, lejos del ideal del servidor y benefactor público, es la del agente medrando de sus prerrogativas para alimentar sus apetitos particulares. El policía es todo, menos el representante de la ley universal. Entre la juventud su imagen está más que deteriorada: <La policía es el peor enemigo de la juventud>. La frase resume bien el sentimiento, no sólo de los pandilleros sino de los jóvenes de la zona en general. Se trata de un sentir alimentado con un santoral de desmanes que arrancan desde los recuerdos de la infancia: <Uno les coge bronca desde chinche porque va pasando y le abren la mula>, en palabras de uno; <me irritan los tombos, toda la vida me han irritado>, en la versión de otro. La historia de la relación entre el cuerpo policial y el barrio popular está cargada de agresiones y atropellos, en ningún testimonio dejó de fluir la carga negativa asociada a la huella de uno y otro abuso: <Los amarran a las rejas con las esposas y les dan palo por estar trabaos o tomando a altas horas de la noche, así sean sanos>. Cualquier atisbo de identidad pareciera ofenderlos disparando golpizas y vejámenes: <Por ser rapero la policía lleva la mala, maltratan porque les da la gana. Hace unos días me metieron un rodillazo, esculcaban como si estuvieran seguros de que yo tenía algo>[54]

El asedio indiscriminado coloca a la policía en el centro de la violencia local. No sólo mediante los desafueros directos sobre los jóvenes, sino a través de su participación en los más variados escenarios de conflicto, como las ventas de armas y el cobro de impuestos a fin de permitir toda suerte de negocios ilegales. Sin embargo su faceta más deslegitimante está en su activa participación en las operaciones de limpieza. Si la <autoridad> es arrasada en el corazón del imaginario fundante de la convivencia, a cambio de la protección de la vida se ofrecen ejecuciones extrajudiciales, la conclusión es evidente: <Hay que cuidarse tanto de la policía como de los mismos malandros>[55]. Los jóvenes ven en la policía <el peor enemigo>. Pero es la <limpieza> quien mueve verdaderos terrores. Sus formas de hostigamiento, invitando al funeral de los próximos muchachos sentenciados mediante carteles mortuorios colgados en los postes de las calles, así como sus despiadadas y fulminantes formas de operación, le han granjeado el lugar de enemigo feroz de los parches: <Duró un tiempo que uno veía los avisos que invitaban al propio sepelio, “cómo así, yo no me he muerto y están invitando al sepelio mío">. Sus incursiones son las principales responsables del cambio operado en las pandillas, su aparición en la zona hacia mediados de los años 80 barrió de un tajo los antiguos parches, sus ritos y emblemas.

A diferencia de tiempos anteriores los parceros de hoy no se pueden dejar identificar con claridad. Su circulación pública pasa por el exceso grotesco, ello hace parte de la condición de exposición propia del parche. Pero los tatuajes, los nombres y símbolos distintivos, las grandes agrupaciones y el amplio poder territorial desaparecieron. No hacerlo implicaría caer en la necedad de exponerse a la acción de <la limpieza>[56]. A pesar de su presencia desde hace dos décadas sus acciones permanecen recubiertas de un halo de misterio y un manto de impunidad. Aún así, en medio de la incertidumbre, es posible identificar tres actores, vecinos adultos del barrio, escuadrones de los organismos de seguridad del Estado y sicarios contratados para el efecto. En la práctica unos y otros se mezclan en el tiempo y las estrategias. La participación de los vecinos se verifica de distintas maneras. Lo hacen primero como autores intelectuales en complicidad con los escuadrones de seguridad del Estado. Su misión en este caso consiste en apoyar la elaboración de las listas mediante la entrega de información sobre los parches y sus miembros. Funcionan también como autores intelectuales contratando directamente personas dedicadas al oficio, conectadas en sitios especiales de la ciudad que ofrecen el "servicio": A veces actúan a título propio asumiendo la vocería del vecindario, otras lo hacen en arreglo con vecinos, casi siempre comerciantes con el dinero para sufragar el gasto por su interés en extirpar los parches que ahuyentan sus clientelas. En otros casos los vecinos participan como ejecutantes directos de las matanzas. Su forma más acabada es, por supuesto, la constitución de destacamentos a la manera de autodefensas barriales. En la mayoría de los casos tal intervención es esporádica, ligada a las coyunturas de la expoliación pandillera; en otras, las menos frecuentes, la justicia vecinal deriva en organizaciones estables empeñadas en "sanear" el barrio.

En el caso más extremo un vecino corajudo, atosigado con los excesos de los parceros, sale cada tanto a matar a cuanto muchacho esquinero se encuentre. El otro protagonista de la limpieza son los organismos de seguridad estatales. Su decisivo papel es denunciado sin titubeos, pese a la inexistencia de condenados: <La limpieza la conforman rayas, fuerzas especiales, policías especiales, hasta infiltraos en las pandillas>. Resulta imposible establecer los vínculos entre unos destacamentos y otros. Se habla de organismos especializados en la tarea, miembros de distintos cuerpos agrupados para el efecto. Aunque los indicios abundan y las pruebas escasean existe la certeza, pues los vecinos pertenecientes a la seguridad estatal anuncian las incursiones. Como dice uno, <gente dentro del DAS informaban cuando iban a salir a hacer limpieza, porque acá hay gente que está adentro, que vive en este ambiente y le duele que les dañen donde ellos viven>[57]. El último actor son los sicarios, matones a sueldo contratados por los vecinos. Se habla de sitios en donde se contactan, especies de "oficinas" al estilo de la época del cartel de Medellín y sus centros de incorporación sicarial[58], pero también se mencionan muchachos contratados dentro de la misma zona. En todo caso la contratación de sicarios se realiza para pequeños asesinatos; la forma clásica de la limpieza, la acción rápida encaminada a producir una masacre, se hace con pistoleros externos a fin de prevenir cualquier reconocimiento que ponga al descubierto la identidad de sus autores. 

En la zona no han prosperado otros grupos armados como la guerrilla y las milicias. La primera se hizo presente durante la primera mitad de la década de los 80, cuando el M-19 armó campamentos de paz en los barrios populares de las grandes ciudades mientras se gestaba el proceso de paz con el gobierno de Belisario Betancur. Varios muchachos desfilaron por los entrenamientos militares, pocos ingresaron en las filas de la organización. El adiestramiento en el manejo de armas y en la ejecución de operativos, no obstante, proliferaron entre los parches alimentando sus prácticas conflictivas. Como en Medellín y Cali, los campamentos de paz en el corazón de zonas conflictivas diseminaron estrategias armadas y, ante todo, regaron un carisma de la resolución violenta. Fuera de la presencia del M-19 durante aquellos días las guerrillas no han prosperado en la localidad. Por su parte las milicias, sean de tipo político o comunitarista, tampoco han prendido como si ha sucedido en la localidad de Ciudad Bolívar[59]

Asimismo, la ciudad no fue depósito de operaciones claves del narcotráfico. Los coletazos de sus negocios ilegales, no cabe duda, llegaron hasta el último rincón de la geografía nacional. Bogotá no podía ser la excepción, el notable ascenso de los índices delictivos en 1985 da cuenta de los nexos de su criminalidad con un ampliado mundo mafioso, cuyo centro, en aquel entonces, tenía lugar en el comercio ilegal de estupefacientes. Sin embargo Bogotá no tuvo un actor trabando negocios directos con las pandillas, bien bajo la contratación desembozada de contingentes completos de sicarios como en Medellín, bien bajo la estrategia más discreta pero en todo caso eficaz de Cali[60].

Se sabe de varios muchachos bogotanos que por su destacada capacidad violenta fueron enrolados en las nóminas de los <trabajos> con los grandes varones, como el mentado Ojos Rojos, un alias que evoca con precisión el terror que causaba entre la gente. Se trataba de acciones dentro de la misma ciudad o sus zonas aledañas, más fáciles de realizar con personas ligadas a la vida local, pero el narcotráfico no extendió sus tentáculos hasta los parches bogotanos. Pese a todo Bogotá en general y San Cristóbal en particular se inscriben en la curva de la violencia homicida y la delincuencia difusa. El corolario es un denso tejido violento que prolonga y legitima la transgresión sobre la que se instaura la simbólica del parche: en manos de una policía violadora, de una convivencia comunitaria hostil y de un Estado tolerante con la limpieza, ninguna normatividad queda en pie. El acto de habitar un afuera está “sancionado”, la ley y la institución se han degradado, no convocan nada ni integran a nadie. Todo lo opuesto, la integración es sustituida por el aniquilamiento. El pandillero se sale, ya nada le agarra, consciente de que su única alternativa está en apostarle a la muerte .... y ganar.

IV. VIOLENCIA DE LA IDENTIDAD

Una vez más, <pertenecer a un ruedo significa respeto y poder>. Por supuesto, la búsqueda del <respeto> remata en la lucha franca por <poder>. En el empeño se atrae como imán la contienda. Si tal es su dialecto, ¿dónde situar las pandillas? Su desconcertante fisonomía, parada en el cruce entre lo “organizado” y lo cotidiano dificulta la tarea. La contienda por el dominio local desde intereses particulares abre otra semántica, la de la identidad, afirmada en la transgresión violenta tras la hegemonía sobre lo cotidiano. Desde aquí se problematizan las violencias.

1. Una frágil frontera

Como lo quieren enunciados recientes, frente a los actores dotados de capacidad organizativa las violencias restantes pierden importancia, bien porque se exhiben menos complejas, bien porque resultan insignificantes[61]. Las dos versiones, cada una obediente a trayectorias divergentes, arriman a idéntica conclusión: si los municipios más violentos congregan la mayor diversidad de agentes organizados, la violencia difusa no desempeña mayor papel. Los actores armados y el crimen organizado son la matriz de la violencia, se dijo. No obstante detenerse ahí está preñado de implicaciones políticas, las de invisibilizar violencias, los contextos donde se inscriben y sus muchas dependencias: no sólo la juvenil sino la urbana, la pandillera junto a la de vecinos y sicarios, la de organismos del Estado y escuadrones de la muerte[62]

Las pandillas no siguen patrones estandarizados en sus normativas internas, la uniformidad no es su vocación. La variabilidad, por supuesto, no suprime la existencia de patrones. De tal manera en sus ordenamientos internos algunas son cerradas y otras abiertas, dispuestas a recibir muchachos de distintos barrios. El grado de apertura, sin embargo, es relativo. Un día y otro pueden llegar muchachos de diversos lugares, pero el parche posee un núcleo duro conformado por los miembros permanentes, participantes orgánicos de las actividades conflictivas y por ende portadores de la vivencia del grupo. Quien se desplaza entre parches lo hace sobre su larga trayectoria en el mundo pandillero. La apertura indiscriminada es impensable entre agrupaciones atravesadas por el conflicto, son muchos los secretos que deben permanecer sepultos. La pandilla posee entonces un nivel de organización. A los parceros los liga una simbólica estable en el tiempo, urgida de lealtades y demandada por compromisos; sin embargo no caen entre las violencias organizadas. Su reproducción no depende del fortalecimiento de su habilidad organizativa, como sí sucede con los actores para quienes la supervivencia está en relación estrecha con el crecimiento del aparato de guerra.

La pandilla es una célula estable, no vive de su multiplicación y hasta se permite el lujo de permanecer abierta, ahí <se hace el que quiere> asevera alguien. Naturalmente el propósito de ser el <parche> se alcanza mediante la fuerza aplastante del grupo; pero sus búsquedas se consumen en las vicisitudes de todos los días, <por una mirada matan>, determinando que su transgresión sea puntual y directa, sofisticada nada más hasta el grado de tener unos buenos <fierros>. Sin embargo la pandilla es un proyecto de poder contundente, pretende el temor y la admiración del vecindario. No le interesa nada diferente, se basta con el control de un reducido territorio, sus intercambios y las contingencias asociadas a la satisfacción de sus apetencias. De resto, la conquista de espacios amplios o de injerencias políticas desborda sus cálculos. Con todo, su poder eficaz los conecta más allá del vecino, se ligan a los flujos delictivos y adquieren una dinámica siguiendo las fuerzas de los contextos urbanos donde habitan. En Medellín el narcotráfico, mediante su desembozada intervención produjo el sicariato y la pavorosa proliferación de bandas armadas; la guerrilla cumplió un papel en su momento, pero luego la confrontación entre las agrupaciones juveniles se encargó de amplificar los enfrentamientos hasta producir la violencia de tan triste recordación.

En Bogotá ninguno de estos actores desempeña un papel articulador, se afirmó. El cuadro se teje, más bien, en torno a las operaciones de limpieza y los agentes del crimen que propagan un ambiente delictivo donde se transforman y multiplican los parches[63]. El divisor de la organización se convierte en una frágil frontera. La pandilla posee un nivel organizativo ligado a un proyecto de poder, pero sus manifestaciones caen dentro de la más clásica violencia difusa: una riña anodina, un asalto armado, una balacera callejera. De tal suerte la violencia cotidiana, asumida inorgánica sin más, guarda tras de sí más de un dispositivo propulsado por actores cuyo origen y trayectoria reposan en las gramáticas de conformación de lo urbano. El velo se corre no sólo para las pandillas, lo hace también para las operaciones de limpieza, las autodefensas, los asesinatos sicariales, los ajusticiamientos extrajuicio policiales. Cada uno opera en la organización “difusa”, algunos nacidos de potentes aparatos al servicio de operaciones fulminantes pero fugaces, otros más estables pero a larga efímeros. Todos, al margen de la estabilidad y sus minucias, están comprometidos en la disputa por el poder público como bien lo anuncian las limpiezas y su objetivo de <erradicar la escoria de la sociedad>, según la definiera un joven. Los parches son pieza clave del engranaje: con mayor estabilidad, apoltronados en la hegemonía de lo cotidiano, atraen a sus contradictores. La violencia “difusa”, desde ahora entre comillas, no menos compleja sino articulada a otras tramas de significación, construye una presencia nada despreciable: sus prácticas pueden llevarlos a exacerbar el conflicto hasta el desespero, como todavía sucede en Medellín. Las muertes espontáneas en incidentes imprevisibles continúan, pero la nota urbana comienzan a coparla sus centros aglutinadores, uno de ellos la pandilla.

2. La exclusión

La pobreza y la desigualdad no son el origen de la violencia, se viene repitiendo desde hace un tiempo. Por el contrario las grandes violencias se ejercen preciso donde hay riquezas. El enunciado, en sí mismo indiscutible, genera conclusiones divergentes. Para unos conduce a la necesidad de desentrañar las mediaciones sociales de la violencia, imponiendo el abordaje diferencial de sus manifestaciones; para otros lleva a la criminalización de todas sus expresiones exigiendo una estrategia judicial generalizada[64].

La discusión posee capital relevancia como quiera que la presunción opuesta dio pie a las políticas estatales de tiempos recientes: la desigualdad y su hermana de la débil presencia estatal están en la base de los planes nacionales de rehabilitación. Las pandillas refrescan la discusión. Ellas no son una simple excrecencia de la miseria, una patética manera de llenar el desgarramiento producido por una familia y un contexto empobrecidos, justo el más invocado argumento para explicarlas[65]. Las muchas fracturas del mundo donde nacen y crecen los parceros hacen las veces de telón de fondo cuyo efecto, con todo, juega su suerte frente a la activa opción del parcero. Los parches son una opción entre otras de las ofrecidas por el barrio popular. Sin embargo surgen allí, en ese contexto y no en otro, en el centro mismo del marginamiento y la precariedad[66].

Las numerosas mediaciones entre la desigualdad y la transgresión no despolitizan la violencia: las pandillas, trasegando el afuera, develan la crisis y la exclusión. El barrio y sus tragedias no mueven un ápice de las preocupaciones pandilleras: los enfrentamientos y la adrenalina a borbollones no dejan el menor espacio al Otro y los compromisos universales. El lenguaje parcero es circular y repetitivo, su gesto carece de cualquier narrativa política o social. Lejos están del “ciudadano en armas”, ese interesado en convertir su poder sobre la vida y la muerte en un gesto justiciero[67]. Con todo, en medio del “silencio”, encarnan una decidida subversión. Gran paradoja, los parceros son la más radical expresión de protesta que presencian las urbes contemporáneas, protesta muda que emula la metáfora del parche destinado a tapar un roto que siempre estará ahí, imperturbable bajo la tela agregada. Ciertamente el grupo pandillero lleva al extremo la fractura, es hijo de un roto, del abismo que acosa la sociedad de la exclusión. Su actitud burlesca señala la precariedad de los imaginarios fundantes de la existencia colectiva, su incapacidad de aglutinar y su pérdida de sentido: desprecian las promesas de la racionalidad eficiente y se niegan a cimentar la vida acumulando saber de cara a la tarea de sortear el futuro.

Como lo enuncia alguno, <lo único que importa es estar parado en la raya, poder robar y consumir vicio. Se han cruzado totalmente los fundamentos>[68]. Ante su escepticismo actuado caen triturados los discursos y sus representantes. El progreso, la voluntad, la propiedad, el futuro, ninguno tiene cabida en el parche. La vida misma y sus imaginerías quedan en suspenso, es verdad, <se han cruzado totalmente los fundamentos>. Nada igual el alarido pandillero, la más desgarradora denuncia despojada de cualquier simbólica sobre su subversión extrema. Por eso no resulta contradictorio el deseo de poseer familia, oficio y educación, como lo expresan a todo trance los parceros[69]: pese a sus distanciamientos no tienen nada distinto a ese mundo temporalmente suspendido, el del cura y el papá, el del jefe y el maestro. Rechazan un mundo del que retienen sus mitos, su afuera es instrumental, una mera vía para tejer el ansiado poder local. En su deriva confunden los signos: carentes de discurso y engatillados en intereses particulares disputan la hegemonía sobre una micro esfera pública. Su papel activo invierte los vectores de la dominación propia de las violencias sociales, donde bien podrían caber: a cambio de ser receptores pasivos, como los indigentes y hasta la víctima del ajuste de cuentas, las pandillas ejercen una violencia afirmativa en nombre de su identidad[70].

3. Violencia cultural

Nadie mata con entera gratuidad, hasta el sicario suicida encuentra en su madre la promesa segura de vivir en el recuerdo[71]. La intención del acto violento cobra significado, más en el caso de los jóvenes puestos en escena: ¿cómo más visualizar la esfera de sentido donde es posible plantar alguna acción que vaya más allá de las limpiezas y la policía?[72]. Por supuesto la intención tiene lugar, no como mera retórica ante la que hay que plegarse, sino como semántica para el despliegue estratégico frente a los nudos de la existencia. Así pues el parche se convierte en forma de resolver el enigma de la identidad. Al igual que los jóvenes raperos y comunitarios buscan reconocimiento y singularidad, sólo que lo hacen trasegando el imaginario sangriento. Como tantos otros actores a lo largo de la historia de Colombia practican su asalto al reconocimiento mediante el ejercicio letal de la muerte. En el trayecto se conectan con las legalidades nacionales, pero también con las tensiones del mundo contemporáneo, con su subjetividad, sus lenguajes colectivos y su impulso globalizador. Ciertamente la pandilla recoge y lleva al éxtasis los ensambles de la subjetividad hoy en marcha, esa que se debate entre la demanda radical de autonomía y goce del individuo, y la urgencia de raíz y pertenencia[73].

El parcero opta. Como dice uno, <ser violento significa liderazgo, el chico malo es el líder, sentirse individual en su medio, sentirse el único>. El fragmento revela bien la amarra última de sentido del <respeto>: la transgresión violenta aspira a permitir <sentirse individual en su medio>. La violencia, en últimas un acto individual, granjea el reconocimiento del individuo singular desgarrado por el sueño de <sentirse el único>. El pacto parcero potencia el individualismo: desconectados de todo reclamo colectivo se entregan al placer experimentado en lo más recóndito de los sentidos. Sin embargo por el parche y su existencia colectiva se juega hasta la vida misma: <Se meten en una pandilla porque necesitan que alguien los respalde y estén seguros de que ese grupo de personas los respalda>. En una de sus aristas el grupo se convierte en asunto de seguridad frente a la guerra local; en otra la permanencia mancomunada constituye el único espacio en donde son factibles las metas típicas del parche: el grupo se desliza de lo instrumental a lo identitario. Entre el goce individual y la pertenencia grupal los parceros hacen su particular versión de la autonomía dependiente dramatizando así, hacia un extremo, la subjetividad contemporánea. La metáfora del parche ha dado su vuelta completa.

La pandilla no puede pasar desapercibida, está hecha para ser vista: <En el parche uno busca que me vieran parado en ésta esquina y tengo que hacer algo pa' que me cojan miedo>, señala alguno[74]. Ahí se congela el gesto parcero, en la ansiosa necesidad de reconocimiento, de ser aceptado y visto. Son mudos, pero se sostienen del régimen de visibilidad de su espectáculo. Empeñados en su búsqueda prolongan otra de las tensiones de la esfera pública actual: los actores, interesados en ser reconocidos y no tanto representados, apelan al lenguaje de la identidad y la cultura[75].

La identidad y el reconocimiento, emblemas de los nuevos tiempos, exponen su rostro violento, ahora bajo nuevos órdenes de significación. La violencia sigue siendo un instrumento para cimentar poder, pero ejerciendo su dominio sobre la vida cotidiana; permanece como el idioma de los excluidos, mas la lucha la libra cada quien en sus grupos de pertenencia inmediata; continúa socavando el orden y alimentando la subversión, aunque sus efectos estremecedores se consumen en el instante del goce volatilizado. Su efecto se produce en el bulto y la agregación, en la facilidad con que cientos de jóvenes de los rincones urbanos se abandonan a sus rutinas: su inquietante presencia es un rumor mudo pero eficaz, habla sin palabras, desafía sin texto. La transgresión de las pandillas encarna la violencia a sortear en tiempos venideros, al menos como una de sus expresiones esenciales, activada por las fuentes de conflicto de comienzos del siglo XXI: la rebelión contra la profundización de la pobreza y la marginación, la exigencia de singularidad y el derecho al deseo, el ansia de control inmediato sobre un mundo globalizado y ajeno. Lo hace de manera grotesca, siendo el <parche>.

Como aconteció a comienzos del siglo XX Colombia entra al nuevo milenio atravesada por un fatal destiempo histórico: el de unas violencias agrarias reclamando el derecho a la propiedad y a un país capaz de escuchar sus reclamos[76]. Frente a ello las violencias políticas continuarán siendo el centro de la gestión colectiva pero, por su oficio y las voces que arrastran, no se puede continuar soslayando las otras violencias, las que colocan más de la cuatro quintas partes de sus muertes. Las pandillas, en particular, demandan respuestas. Piezas claves de la violencia urbana han cumplido destacado papel hasta el presente y lo cumplirán más todavía en la sociedad posconflicto. El Salvador, país lanzado a irrefrenable violencia una vez lograda la conciliación, ha encontrado en las pandillas una de sus difusores principales[77]. De antemano, antes de lograr la paz, Colombia está sometida a un severo proceso de fragmentación de sus violencias, tal como lo patentiza en las calles la pandilla. Más allá de la barriada popular los parches se atraviesan en el propósito de democratizar y transformar la nación: la pacificación ha de pasar por ellas, finalmente el verdadero proceso de paz emerge cuando un pueblo es capaz de extirpar la práctica violenta del tejido de todos los días.


Gráficas


Fuente: Policía Nacional 1974-1999. Medicina Legal para Bogotá 1991-1999


Fuente: Policía Nacional Revista Criminalidad


Fuente: Policía Nacional Revista Criminalidad


Fuente: Policía Nacional Revista Criminalidad


Fuente: Policía Nacional Revista Criminalidad


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[*] Historiador, profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia (Iepri). camape@andinet.com
[1] Entre 1946 y 1999 Colombia tiene siempre una tasa de homicidios arriba de 20 por cien mil habitantes, alcanzando su tope de 79 en 1991 (Gráfico 1 al final). En la región sólo es superada por El Salvador y Guatemala (quienes llegan después de la paz a tasas de 150), pero es bastante más alta que los países que le siguen, Brasil y México (con tasas entre 20 y 24 en la década de los 90). Los datos de Colombia desde 1946 en Camacho y Guzmán (1990), Deas y Gaitán (1995), p. 213. Cubides, Olaya y Ortiz (1998), p. 285. Los datos propios se obtuvieron de Policía Nacional.
[2] Dos recopilaciones sobre la violencia se encuentran en Cardona (1989). Gutiérrez y Gómez (1997).
[3] Una discusión sobre las categorizaciones de la violencia en Cubides, Olaya y Ortiz (1998), capítulo “La organización como factor diferencial”.
[4] La segunda domina los trabajos de la década de los 90 interesados en discutir las violencias y sus formas de comprensión. El mencionado de Cubides, Olaya y Ortiz (1998), Rubio (1999), Sarmiento (1991).
[5] El conflicto hasta finales de los 80 en Leal y Zamosc (1990). Una mirada sobre el siglo en Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (2000).
[6] El trabajo pionero de Camacho y Guzmán (1990) abre la interrogación sobre la violencia urbana y sus múltiples manifestaciones. Por su elevada violencia Medellín ha sido objeto de gran interés. Jaramillo, Ceballos y Villa (1998). Un panorama de las violencias en Arocha, Cubides y Jimeno (1998).
[7] La misma policía nacional emprendió una reforma tendiente a modificar su relación con la ciudadanía y aumentar su eficacia. Camacho (2000). Los programas de seguridad de Bogotá en Observatorio de Cultura Urbana (1997a).
[8] El conocimiento de la identidad de los victimarios varía en función de la intensidad de la violencia local: a mayor violencia menor reconocimiento. Rubio (1999), p. 45. Pese a ello se han habilitado diversas estrategias que si bien no arrojan un dato exacto, si permiten evaluar la magnitud de la participación de la violencia política. Los cálculos varían pero ninguno pasa del 15%. Losada y Vélez (1988), Comisión Andina de Juristas (2000), Cubides, Olaya y Ortiz (1998) p. 286 y 287, gráficos donde se muestra el descenso de la violencia política desde los años 60.
[9] La clasificación de los municipios en Cubides, Olaya y Ortiz (1998), p. 253 y ss. En 1999, año donde la guerra civil ha cobrado fuerza, las tres ciudades hacen el 36% del total de homicidios, mientras poseen el 28% de la población nacional. Policía Nacional.
[10] El libro de la Comisión de Estudios sobre la Violencia (1995), escrito desde la academia a petición del gobierno cuando estalla el primer bucle de la crisis en los 80, abre la discusión sobre las distintas violencias. Lo hace al punto de granjearse toda surte de enjuiciamientos. Con todo, sus recomendaciones se quedan en las violencias organizadas. Otro tanto sucede con plataformas posteriores. Presidencia de la República (1993). Entretanto la iniciativa la toman agentes privados: en 1997 la campaña Calles sin Violencia es lanzada por los medios dando origen a una plana interinstitucional que por su aislamiento, y más allá de sus acciones, no impacta la acción colectiva.
[11] La investigación se efectuó en la zona suroriental de Bogotá (localidad 4ª de San Cristóbal), en el cordón de barrios que rodean la antigua salida a Villavicencio, entre Guacamayas y Juan Rey.
[12] Andrade (1994). La bella película El Odio retrata a los pandilleros parisinos. El ascenso de la violencia urbana se ha convertido en un fenómeno globalizado. Naciones Unidas (1996).
[13] Para información sobre Barranquilla mirar Pérez y Mejía (1996). Sobre las <champetas> en Montería Informe de trabajo sobre mujeres (2000). Las pandillas cartageneras en Cabrales (1989). Las de Pereira en Perea (1996). Los <aletosos> de Tumaco en Restrepo (1999). Asimismo la prensa comienza a mencionar cientos de lugares con presencia pandillera, como Girardot. El Espectador, septiembre del 2000.
[14] En la localidad de San Cristóbal habitan tres formas de agrupación juvenil: las búsquedas culturales (raperos y rockeros); las organizaciones comunitarias (agrupaciones tras el mejoramiento de la vida colectiva local); y las pandillas, objeto de esta reflexión. Además existen los “independientes”, cientos de muchachos no vinculados a ninguna de las tres formas anteriores.
[15] De un total de 1024 agrupaciones juveniles identificadas en Bogotá el 38% corresponde a lo que aquí se definirá como pandilla. Salazar (1998).
[16] Pese a su extensión se conoce poco de las pandillas en Bogotá. Los siguientes textos, entre publicaciones e informes, las ponen en escena con grados muy disímiles de desarrollo. Henao (1994), Segovia (1994), Alape (1995), Ardila (1995), Pérez y Mejía (1996), Perea (1996), García (1998), Salazar (1998), el mejor texto por desfortuna sin publicar. Un balance de los estudios de jóvenes en Bogotá se halla en Perea (2000b).
[17] Omar, p. 22. Por razones de espacio lo que viene es apenas una breve descripción para mostrar la presencia de la transgresión.
[18] El 78% de los pandilleros identificados en la encuesta tenía menos de 20 años.
[19] Levi y Schmitt (1995).
[20] Los pandilleros han hecho vida de pareja en un 18% y han tenido hijos en un 19%, datos similares al resto de los jóvenes de la zona. (Encuesta, identificación)
[21] Los pandilleros de 14 a 25 años van a las aulas en un escaso 45%, (estudia el 30%, estudia y trabaja el 15%), mientras de los 14 a los 19 asiste un 50%. De su lado los comunitarios e independientes van a clases en más del 90%. (Encuesta, identificación).
[22] El Ministerio de Educación habla de un escaso 8% de deserción. Más creíble resulta el dato de la OEA según el cual dicho índice asciende al 35%. El Espectador (agosto de 2000a).
[23] Proyecto Atlántida ( 1995).
[24] Martín (1996).
[25] Robin, p. 42; Tico, p. 23; Tico, p. 30.
[26] Trabaja un 39% mientras en los raperos lo hace un 26% y en las otras dos agrupaciones un escaso 1%. (Encuesta)
[27] Jhon, p. 48 y p. 49.
[28] Entre 1987 y 1995 la población entre 15 y 19 años tuvo un promedio de desempleo equivalente al 22.5, tres veces superior al promedio general de 8.56. Perea (1997).
[29] Moss, p. 10.
[30] Bernardo, p. 3.
[31] Archivo de la Policía. Estación Cuarta de San Cristóbal.
[32] Robin, p. 36.
[33] Tico, p. 68.
[34] Claudia, p. 19; Richard, p. 38; Shacra, p. 6; Humberto, p. 28.
[35] Tico, p. 67; Omar, p. 27; Tico, p. 67; Tico, p. 67.
[36] Iván, p. 7; Richard, p. 29.
[37] Miguel, p. 20; Hernando, p. 8; Richard, p. 10-11; Fredy, p. 38.
[38] Gráfica 2. El descenso de las tasas delictivas es general en el país, con excepción de Bogotá. En un país de conflictos intensos durante los últimos tres lustros la disminución de los delitos resulta poco creíble. Sin duda hay problemas de registro, pero ello hace más notorio el ascenso de Bogotá a partir de 1985. Una discusión sobre los problemas de registro en Rubio (1999), p. 54 y ss. Policía Nacional. Cálculos propios. Pese a sus dificultades la policía es la única fuente que permite armar series históricas.
[39] Gráfico 3. En Bogotá los delitos contra el patrimonio coparon el 63% del total de delitos cometidos entre 1975 y 1999 y los de la vida el 25%. Mientras tanto, a nivel nacional, los delitos económicos fueron el 47% y los de la vida el 39%. El peso de los delitos económicos en la capital es notorio: su tasa promedio entre los mismos años supera en un 113% la nacional, mientras las tasas promedio de la vida son casi iguales. Cálculos propios.
[40] Gráfico 4. Entre 1985 y 1997 la tasa contra el patrimonio de Bogotá creció un 80% al tanto que la nacional disminuyó un 11%. Cálculos propios.
[41] Gráfico 5. El robo incluye todas las formas de hurto menos el abigeato y el atraco. El “resto” incorpora los demás delitos contra la propiedad, incluido el abigeato. El hurto y el robo se diferencian en que el segundo se practica con violencia, pero la separación entre robo y atraco es difusa. Los antiguos códigos penales la hacían pero el último la abolió. No obstante, y pese a sucesivos cambios en las definiciones, la policía mantiene la tradición y reporta sus datos separando el “atraco” como un delito autónomo: hurto agravado con violencia sobre personas. Castro (1977) y Velásquez (1994).
[42] Entre 1996 y 1999 los atracos callejeros fueron el 51% de los delitos económicos de la localidad. Archivo de la Policía. Estación Cuarta de San Cristóbal. De otro lado, entre 1995 y 1999 la tasa promedio de atracos en San Cristóbal fue de 127, pequeña frente al 879 de Santafé. Las localidades con tasas por encima de 400 son Chapinero, Santafé, Candelaria, Teusaquillo y Mártires, es decir la zona centro oriental de la ciudad; de manera distinta las tasas de atraco por debajo de 200 están en San Cristóbal, Usme, Ciudad Bolívar, Tunjuelito, Rafael Uribe, Bosa, Fontibón, Engativá, Suba y Usaquén, esto es las zonas periféricas. Observatorio de Cultura Urbana (1977b), p. 17. Cálculos propios.
[43] Gráfico 6. Tanto los homicidios como las lesiones no incluyen los accidentes de tránsito, incluidos en “resto”. Frente al comportamiento de Bogotá, Medellín resalta: entre 1988 y 1996 supera la capital en un 90% en la tasa general de delitos contra la vida y en un 473% en la de homicidios. Cálculos propios.
[44] Gráfico 1. El descenso desde 1993 y de manera especial el de los últimos años, difícil de creer por la agudización de la guerra, se verifica con los datos de Medicina Legal, una institución creíble. Centro Nacional de Referencia sobre Violencia (1998-1999). Cálculos propios.
[45] La tasa promedio de 49 fue entre 1996 y 1999 según Medicina Legal, debajo de la reportada por la policía para los mismos años, de 53. Archivo de la Policía. Estación Cuarta de San Cristóbal. Entre 1996 y 1997 San Cristóbal tuvo una tasa promedio de 59, Santafé de 298 y la Candelaria de 163. Las otras tres superiores a San Cristóbal –Mártires, Ciudad Bolívar y Rafael Uribe- tienen valores por debajo de 100. Observatorio de Cultura Urbana (1997b). Cálculos propios.
[46] Franco (1999), p. 83 y 95-96. La cita está en la p. 91. En estas estadísticas los hombres hacen su participación brutal con tasas 1.400% superiores a las de las mujeres.
[47] Gaitán en Deas y Gaitán (1995), capítulo 4, donde utiliza los datos más inadecuados, las edades de los sindicados.
[48] Perea (1997). El Espectador (agosto del 2000b).
[49] Pregunta 64. Entre las personas cercanas asesinadas los amigos suman el 60% y los hermanos el 10%. En 1997 en Bogotá se desconoce el agresor en el 58% de los casos. Medicina Legal. En la zona es más baja según datos de la encuesta, llega al 42%. En el país cambia según el grado de violencia, se señaló antes.
[50] En Bogotá son asesinados el 35% entre los 25 y los 34 años, mientras en la zona el dato disminuye a 30%. Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses. Antioquia confirma la participación juvenil. Si en 1975 de los jóvenes entre 15 y 19 años moría asesinado uno de cada 10, en 1994 eran asesinados 8 de cada 10. Un dato aterrador. Franco (1999), p. 99. Algo similar ocurre en Cali. Entre 1993 y 1997 la tercera parte de las personas asesinadas tenían entre 15 y 24 años, con el agravante de que el 75% de la mortandad entre los 10 y los 19 años es por homicidio. González y Sánchez (1999). Mirar también Guzmán y Domínguez (1998), p. 14 y 20-21, donde aparece que el 42.6% de las víctimas tenía entre 15 y 25 años.
[51] Armando, p. 18; Armando, p. 20.
[52] Robin, p. 18.
[53] Omar, p. 29; Omar, p. 29; Bernardo, p. 5.
[54] Moss, p. 14; Tico, p. 46; Omar, p. 42; Yeison, p. 63; Shacra, p. 39.
[55] Marta, p. 59. Numerosos informes de derechos humanos confirman la participación policial en negocios ilegales y operaciones de limpieza. Cubides, Olaya y Ortiz (1998).
[56] Robin, p. 38; Robin, p. 18. Rojas (1996). Segovia (1994) transcribe varios artículos periodísticos al respecto.
[57] Yeison, p. 77; Robin, p. 24.
[58] Salazar (1990), Bedoya y Jaramillo (1991), Ortiz (1991), Salazar y Jaramillo (1992).
[59] Cai significa Centro de Atención Inmediata, centros de operación policial regados en los barrios. Para las milicias de Medellín Jaramillo, Ceballos y Villa (1998). Para las de Medellín y Bogotá Tellez (1995).
[60] Para Cali Camacho y Guzmán (1990), Guzmán y Domínguez (1998).
[61] La posición de menor complejidad la sostiene Cubides, Olaya y Ortiz (1998), en “La organización como factor diferencial”. La de la insignificancia Rubio (1999).
[62] Frente al peso de la violencia y los actores organizados en pequeños municipios se llega hasta el punto de desestimar la violencia urbana. Rubio (1999).
[63] Todo indica que Cali se ubica a medio camino: la discreta pero eficaz intervención del narcotráfico, junto a una decidida presencia del M-19, ligó a los parches con una ampliada delincuencia más fuerte con respecto a Bogotá pero más débil con relación a Medellín. Guzmán y Dominguez (1998).
[64] La primera en Camacho y Guzmán (1990). La segunda en Montenegro y Posada (1995), Rubio (1999) y Gaitán en Deas y Gaitán (1995).
65] El argumento de la pobreza se usa a todo trance aquí y en el resto del mundo. Un ejemplo entre tantos sobre España en González (1982).
[66] Algunos grupos de jóvenes en otros estratos sociales hacen de la transgresión violenta su distintivo. Sucede pero no es lo usual, mientras las pandillas se riegan en las calles del barrio popular.
[67] Gutiérrez (1998).
[68] Hernando, p. 5.
[69] Allí surge el desconcierto que atraviesa cada conversación con los pandiilleros: actúan una ruptura y al mismo tiempo reclaman integración. Es la tensión que atraviesa el libro de Ardila (1995) desde su título: Pandillas juveniles: una historia de amor y desamor.
[70] El esquema de la dominación según su dirección es de Camacho y Guzmán (1990).
[71] Restrepo (2000).
[72] La criminalización de la violencia presupone un actor único movido por el interés de optimizar la ventaja de sus posiciones estratégicas, haciendo inoperante cualquier discusión sobre las intenciones. Rubio es insistente al respecto, de manera especial en (1988). De asumir esta posición las políticas públicas se convierten en acciones sordas frente a las singularidades de sus destinatarios.
[73] En otro trabajo se abordó la pregunta por la subjetividad. Perea (2000a).
[74] Robin, p. 32.
[75] Martín (1997).
76] El país ingresó al siglo XX con el destiempo histórico de no haber resuelto el dilema de la relación entre el Estado y la iglesia, viéndose abocada a un arcaico enfrentamiento entre los partidos hasta los años 50.
[77] Homies Unidos-Instituto Universitario de Opinión Pública-Radda Barnen de Suecia-Save the Children (1998).




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