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Libertad y drogas

Andrés López Restrepo[1]

La política prohibicionista de las drogas ha sido objeto de mucho debate a nivel nacional e internacional, pero por lo general la discusión se ha concentrado en sus problemas de aplicación y en sus consecuencias, sin prestar mucha atención a su fundamento político. La realidad es que la política frente a las drogas se funda sobre una determinada concepción de las relaciones entre el individuo y el grupo del cual hace parte, entendiendo como grupo a la sociedad y al Estado. Precisamente, una concepción adecuada y coherente del papel del Estado es necesaria para fundar cualquier política pública, incluida la política de las drogas, que pretenda ser racional. La tesis que pretendo desarrollar hace parte del campo de la filosofía política, pues trata del que yo considero el principal tema de esta disciplina: la especificación de los principios que deben regir la relación entre el individuo y el grupo.

En Sobre la libertad, John Stuart Mill planteó en términos modernos un problema clásico: cuáles son los límites del poder que la sociedad y el Estado pueden ejercer legítimamente sobre el individuo. Mill dice que en principio cada persona debe ser libre de hacer aquello que no daña a otras personas y que tan solo la afecta a ella misma. Sobre esta base, es posible preguntarse hasta qué punto es legítimo que el Estado controle o prohíba una conducta que como el consumo de drogas puede ser nociva pero que afecta principalmente al agente. Entre las diversas conductas reprobadas por la sociedad que Mill menciona en su libro está el fumar opio. Sin embargo, la adicción a las drogas no era un problema generalizado en su tiempo, y por ello Sobre la libertad no puede proporcionarnos indicaciones precisas sobre el tema.

Pero Mill asistió en la madurez de su vida al auge de los movimientos temperantes que querían prohibir el alcohol en Inglaterra, y dedicó algunas páginas de su libro al tema. Él reconoce que el consumo excesivo de alcohol es nocivo pero considera que no se justifica prohibirlo, porque el daño que se deriva de su consumo afecta principalmente al agente. Mill no cree que el comercio deba recibir la misma protección que la libertad individual porque el comercio es un acto social y como tal regulable por el Estado. Sin embargo, afirma que el Estado no puede prohibir la venta de alcohol porque hacerlo sería lo mismo que prohibir su consumo, lo cual no tiene justificación. Pero si el Estado no puede prohibir la venta pública de licor, Mill cree que sí está facultado para desalentar el consumo excesivo y los desórdenes consiguientes mediante restricciones a los expendios, tales como la prohibición de venta para su consumo inmediato a personas de mala conducta, la reglamentación de horas de apertura y cierre, y el retiro de la licencia a establecimientos donde sean comunes los escándalos. Pero las restricciones no deben ser tales que limiten el número de tabernas y cervecerías, porque esto supondría molestar a todos para evitar que unos abusen y equivaldría a tratar a las clases obreras “como niños o como salvajes”. Mill también considera que el Estado puede establecer impuestos adicionales a las bebidas fuertes, pues así recauda recursos al tiempo que desanima su consumo.

La política de las drogas aspira a controlar, bien regulando, bien prohibiendo, el consumo de unas sustancias potentes que alteran la mente y la conducta, las cuales pueden ser riesgosas, dañinas, incluso adictivas. Esa política está fundada en el paternalismo del Estado. Toda intervención del Estado en beneficio de una persona, quiera esta o no esa intervención, es paternalista. Nadie puede negar que el paternalismo es deseable con respecto a los miembros más vulnerables de la sociedad, como los menores de edad y quienes no pueden valerse por sí mismos por su condición física o mental o por su avanzada edad. Como dice Mill, el principio de libertad se aplica únicamente a quienes han alcanzado la mayoría de edad y están en la plenitud de sus facultades –Mill excluye de este principio a los miembros de sociedades atrasadas, cuya condición equipara a la minoría de edad, pero bien podemos prescindir de esta distinción. Los menores de edad no saben todavía bien lo que les conviene y no tienen la suficiente experiencia del mundo para saber como conseguirlo, en tanto que los minusválidos no están en condiciones de cuidarse a sí mismos.  

Así, pues, el ejercicio pleno de la libertad requiere de cierta madurez física y mental. Es indudable que el ejercicio de la libertad se predica únicamente de personas mayores de edad con una inteligencia normal, a diferencia de lo que ocurre con los derechos, de los cuales son portadores todos los seres humanos. Pero el paternalismo no sólo es deseable en relación con los más vulnerables de la sociedad. Es posible pensar en determinadas condiciones en que el paternalismo sea deseable frente a los adultos con pleno uso de sus facultades. Mill proporciona un criterio de justificación del paternalismo en tales condiciones, que considero adecuado. En el capítulo 5 de Sobre la libertad, Mill dice que quien no es consciente de un riesgo que corre debe ser advertido, y de no ser posible la advertencia puede impedírsele que actúe, aún con la fuerza, sin que ello suponga violación de su libertad, ya que la libertad consiste en hacer lo que se desea y la persona no deseaba correr ese riesgo. Es decir, que el paternalismo se justifica en el caso de una persona adulta y racional si existen motivos para suponer que esa persona consentiría la intervención del Estado si estuviese informada de todos los hechos relevantes.

De acuerdo con el principio de libertad de Mill, la única razón que tiene la sociedad para coartar la libertad de un individuo es impedirle que haga daño a otro. La política antidrogas está fundada en parte en este criterio, dado que el consumo de drogas también afecta a otros. Sus efectos sobre terceros son de dos tipos. En primer término, una persona bajo los efectos de las drogas puede causar accidentes, cometer delitos, o realizar acciones que sin llegar a ser delitos son molestas o dañinas para quienes hacen parte de su círculo inmediato. Piénsese en quien ejerce violencia psicológica contra los miembros de su familia. En segundo término, el consumidor puede causar daños por omisión, como son la desatención de su familia o el descuido de su trabajo.

Mill dice en el capítulo 4 de Sobre la libertad que el individuo vicioso o irreflexivo que daña a otros por acción o por omisión debe ser castigado mediante la ley o la desaprobación moral, pero lo que justifica su castigo no son sus vicios o su irreflexión sino los perjuicios que ocasiona a los demás. Es decir, la conducta reprobable como tal no puede ser objeto de prevención o castigo; la sociedad y el Estado pueden intervenir sólo si esa conducta daña a otras personas, caso en el cual la intervención debe limitarse a castigar el daño infligido a terceros. Sin embargo, en el capítulo 5, al discutir hasta qué punto tiene la sociedad derecho a prevenir crímenes, Mill sugiere algunas restricciones a este precepto. Por ejemplo, dice que quien comete actos de violencia en estado de embriaguez puede ser sometido a una restricción especial, y quien por ociosidad incumple sus deberes hacia su familia puede ser obligado a trabajar. Esto apunta a que el Estado puede regular no sólo aquellas conductas que efectivamente son dañinas, sino también algunas que tienen el potencial de producir daño a otras personas.

Mill introduce la posibilidad de controlar a aquellas personas de las cuales se sabe que pueden volverse violentas o desatender sus deberes. La pregunta es si la restricción puede aplicarse no a unos individuos identificados, sino a las sustancias que producen su conducta reprobable. La respuesta probablemente sería de tipo estadístico. Si la sustancia afecta a relativamente pocas personas no se justificaría limitar las libertades de los más por prevenir el mal comportamiento de unos pocos, pero si esa sustancia afecta a una porción sustancial de los consumidores –un umbral que habría que determinar- se justificaría controlar la sustancia misma.

La política antidrogas no da lugar a polémica cuando se trata de menores. Estos no sólo ignoran el carácter potencialmente nocivo de las drogas, sino que su inmadurez física los hace más vulnerables a sus efectos. Por tanto, las políticas que ponen las drogas fuera del alcance de los menores se justifican plenamente. El punto que da lugar a controversia es el paternalismo aplicado a los adultos. Y esto tiene que ver con la excepción que planteaba Mill a su principio de libertad. Dice él que el paternalismo se justifica porque la libertad consiste en hacer lo que se desea, y hay ciertos riesgos que nadie desea correr. Se sabe que las drogas son riesgosas y quienes empiezan a consumir drogas lo hacen voluntariamente. Parecería entonces que es necesario descartar la excepción de Mill en el caso de las drogas, y concluir que no se justifica regular y menos prohibir su consumo a los adultos. Aunque nadie que empieza a consumir drogas lo hace con el propósito de convertirse en adicto, lo cierto es que existe la posibilidad[2]. Aún no se conocen con precisión los mecanismos fisiológicos, genéticos o sicológicos que hacen que alguien se convierta en adicto, y, por lo tanto, quien empieza a usar drogas incurre en un riesgo del cual no es consciente. De esta manera, el consumo de drogas toma una forma parecida a la excepción a la libertad que propone Mill, y por tanto justificaría el paternalismo. Por otra parte, cabe recordar que la mayor parte de quienes consumen drogas no se convierten en adictos, incluso si las usan de forma regular.

Por tanto, la justificación del paternalismo frente al consumo de drogas por parte de adultos dependería de un cálculo utilitario que tuviese en cuenta, por una parte, las probabilidades de que quien consuma drogas se convierta en un adicto, y, por otra parte, el número de personas que derivan un placer ocasional de su uso. Este es el meollo del asunto. Cualquier política debe ser aprobada por el legislativo, ojalá sobre la base del mejor conocimiento disponible sobre los efectos de las drogas.

Claro está que el prohibicionismo de las drogas no se funda exclusivamente en racionalizaciones paternalistas sobre daños a terceros o el riesgo de adicción en que incurren los consumidores. El prohibicionismo está indisolublemente unido desde sus orígenes a una concepción particular de la vida buena. Quienes pretenden acabar con el consumo de drogas creen que la vida sobria es la única adecuada al ser humano, y por ello uno de sus objetivos centrales ha sido acabar con el uso de drogas por razones diferentes a las médicas o científicas. Pero en la actualidad se ha hecho más difícil, sino imposible, justificar la imposición del modelo de vida templado, por dos razones. Primera, en la actualidad hay más tolerancia con respecto a las diferentes formas de vida, incluso aquellas que rechazan la sobriedad. Segunda, los avances farmacológicos y en el conocimiento del cerebro conseguidos en las últimas décadas, han hecho que sea mucho más común el consumo de drogas cuyo propósito es cada vez menos curar una enfermedad y cada vez más producir bienestar. Drogas como el Ritalin o el Viagra parecen señalar que el hombre está en camino a regular su estado de ánimo y aumentar su bienestar con medios farmacológicos. Se puede discutir todo lo que se quiera sobre las consecuencias de esta tendencia, pero es innegable su ascenso.

Además del sesgo hacia la sobriedad, el prohibicionismo está profundamente atravesado por múltiples temores y prejuicios. Ejemplo de las motivaciones no racionales que afectan a los prohibicionistas son el temor al comportamiento impredecible de la gente que se droga y el consiguiente empeño en hacer que su conducta sea previsible y controlable, el deseo de castigar a quienes hacen algo que se rechaza, o el temor a que las drogas contaminen el cuerpo. Estos temores son difícilmente racionalizables y no parece que puedan servir de fundamento a un argumento general. Por lo tanto, la tesis optará por dejarlos de lado, creyendo que una política racional solo puede basarse en razones. Dicho de otra manera, el prohibicionismo y sus alternativas serán considerados desde el punto de vista de sus fundamentos racionales, es decir, aquellos que pueden ser defendidos y criticados con razones.

Es posible argüir que la no racionalidad del prohibicionismo está presente también en la diferencia de tratamiento que reciben las drogas legales y las ilegales. Es cierto que la distinción que hace la ley entre drogas permitidas y prohibidas no se funda en su nocividad. Baste pensar en que el tabaco es legal, en tanto que la marihuana no lo es, pese a que ésta, a diferencia de aquél, tiene propiedades medicinales, según muchos testimonios y algunos informes científicos. Pero esta diferencia no es explicable con referencia a una racionalidad –o irracionalidad- global, sino que es el producto de un proceso político en el cual intervienen múltiples razones junto con otros tantos prejuicios y temores. Hace un siglo, cuando se estableció el régimen prohibicionista de las drogas, el consumo del tabaco y el alcohol estaba muy difundido en todo el mundo, incluyendo los países desarrollados, que tuvieron un papel central en la conformación de ese régimen, y sus riesgos eran menos conocidos, si no ignorados por completo. Es cierto que el tabaco cumple una función importante en los ritos de diversas culturas premodernas, acompaña y entretiene a muchas personas, y puede ser disfrutado en compañía. Sin embargo, diversos estudios realizados en las últimas cuatro décadas han concluido que el tabaco en cualquier dosis es dañino para la salud del fumador y de quienes lo rodean. Así, pese a la oposición de las tabacaleras, esta droga ha sido objeto de crecientes restricciones. El alcohol, aunque puede ser objeto de abuso, proporciona placer y es beneficioso para la salud de quienes lo consumen de forma moderada, que son la mayoría. Así, pues, el tabaco está en riesgo de ser incorporado al régimen prohibicionista, mientras que el alcohol promete seguir siendo legal.

En todo caso, dado que la pretensión de regular las drogas se deriva del daño que producen al usuario y a todos los demás que se ven afectados por su consumo, todo régimen de regulación de las drogas debe reconocer los diferentes grados de nocividad de las drogas. Al mismo tiempo, se deben considerar sus beneficios, sean estos médicos o puramente sociales. La determinación de los beneficios y daños que producen las distintas drogas es un tema que corresponde a la ciencia, y no nos ocupará en la tesis. Sin embargo, sí será necesario hacer algunas consideraciones sobre la necesidad de equilibrar los beneficios y daños que producen las drogas.

Otro tema a destacar, el cual es particularmente relevante para el problema considerado desde una perspectiva filosófica, es el de la racionalidad o irracionalidad del consumo de drogas y la adicción. Este es un tema muy polémico. Por ejemplo, Gary Becker considera que la adicción es racional, Jon Elster dice que es un comportamiento irracional, en tanto que Thomas Pogge afirma que no tenemos una concepción precisa y operante de la racionalidad que nos permita determinar si los adictos son en efecto más irracionales que las demás personas. Este debate habrá de ser abordado en la tesis, pero por el momento baste decir que todos tenemos experiencia de conductas, bien sea de forma directa o a través de la observación de otras personas, que realizamos pese a considerarlas contrarias a nuestros mejores intereses. La adicción a las drogas es un claro ejemplo de este tipo de conductas, que yo me atrevería a considerar como irracionales. La definición de adicción supone que quien padece de ella antepondrá su necesidad presente a cualquier otra cosa, haciéndolo incapaz de tener en cuenta las necesidad de otros y sus mismas necesidades futuras, lo cual podría ser considerado como irracional. En todo caso, si no se acepta que el consumo o la adicción son irracionales, es necesario reconocer que el adicto, así como el mismo consumidor ocasional cuando está bajo la influencia de las drogas, no están en plenitud de sus facultades, negando así una de las condiciones del principio de libertad de Mill.

En suma, una política liberal milliana frente a las drogas no sería ni prohibicionista ni libertaria, sino más bien paternalista. Pero su paternalismo estaría estrictamente delimitado por el deseo de permitir la mayor cantidad posible de libertad que es compatible con el interés por los más vulnerables de la sociedad. Por tanto, en principio se es libre de consumir drogas, con las limitaciones que establece el principio de libertad de Mill, es decir, que los menores y quienes no están en plenitud de sus facultades no tienen tal libertad. En cuanto a la adicción, esto supone problemas particulares. Las drogas más adictivas deberían ser reguladas, incluso prohibidas. De otra parte, quienes consumen drogas como parte de sus ritos religiosos o sus costumbres tradicionales, y quienes las necesitan por razones de salud, tienen el derecho a hacerlo y deben poder ejercer tal derecho frente a quien pretenda coartarlo.

Esa política liberal debe además estar abierta al cambio, en dos sentidos: en primer lugar, debe aceptar la posibilidad de que esté equivocada y que en tal caso debe cambiar, y en segundo lugar, reconoce que las concepciones de la sociedad frente a las drogas pueden modificarse con el tiempo. Es indudable que en la actualidad drogas psicoactivas como el éxtasis o estimulantes como la cocaína han llegado a ser casi tan importantes para la recreación y el placer como aquellas tradicionales –y legales-, el tabaco y el alcohol. Hay que reconocer y aceptar esta realidad, y hay que distinguir entre los consumos que son dañinos y lo que no lo son. Muchas personas consumen drogas ocasionalmente o durante un período determinado de sus vidas, y esto no les trae problemas. Otras personas tienen consumos supremamente nocivos, por la cantidad, la regularidad y sus efectos. No es posible prohibir lo que a muchos les produce bienestar y daña solo a unos cuantos. Pero también hay que reconocer que hay drogas que son más nocivas que otras. Se requiere considerar esta complejidad, y adoptar unas políticas que reconozcan los diferentes grados de nocividad de las drogas.

De lo anterior surge un problema evidente. Se ha dicho que en materia de drogas impera el prohibicionismo, pero que sería deseable una política más liberal, que puede ser calificada como paternalista suave. Esto da lugar a algunos problemas particulares de tipo ético. Si la persona debe ser libre de consumir drogas mientras no haga daño a otros pero el Estado lo prohíbe, ¿es posible concluir que tiene el derecho de violar una ley que considera injusta o violatoria de su libertad? O por el contrario, ¿tiene el deber de obedecer la ley? Este dilema debe ser considerado en la tesis.

Dada nuestra realidad es posible extender esta disyuntiva ética a otros problemas relacionados. Colombia, nuestro país, tiene grandes problemas derivados de su papel como importante centro productor y comercializador de drogas ilegales. Supóngase que se considera que los adultos en pleno uso de sus facultades deben ser libres de consumir drogas, y que prohibirles tal acto constituye una infracción injustificable de su libertad. Es claro que para que el consumo de drogas sea posible es necesario primero producirlas y, en caso de que consumidor y productor sean personas diferentes, tales drogas deben ser además transportadas y vendidas. La producción y el tráfico son actividades accesorias sin las cuales el consumo no es posible. Si se supone que este consumo debe ser libre, ¿debe también haber libertad de producir y comerciar drogas incluso si el Estado ha declarado como ilegales estas actividades? Mill dice que se debe dar un trato diferente a lo principal y a lo accesorio, y justifica que se impida que los vendedores de alcohol fomenten el consumo de su producto. La lectura de Sobre la libertad muestra que él parecía pensar en los vendedores de alcohol que se enriquecían a partir de los excesos de los consumidores. Es de suponer por tanto que no tendría ninguna simpatía hacia los poderosos traficantes y sus carteles, y que estaría por completo de acuerdo con impedir cualquier actividad dirigida a promover el uso de drogas. Pero es lícito suponer que su actitud sería distinta si la situación a considerar fuese la de campesinos pobres que cultivan las plantas de las cuales se extraen las drogas.

Hay que hacer consideraciones sobre dos temas: derecho vs. libertad de consumir drogas, y el problema de las consecuencias de la política: ¿el prohibicionismo puede ser criticado, no sobre la base de sus fundamentos como hago aquí, sino debido a sus consecuencias –que genera violencia o debilita una sociedad como la nuestra?



[1] Profesor IEPRI, Universidad nacional de Colombia

[2] Hay excepciones, claro está. Es posible encontrar canciones y obras literarias que manifiestan satisfacción, sino orgullo, por los excesos, incluida la adicción. Pero son tan notorias que resulta obvia su excepcionalidad. Y no son pocos los casos en que los autores se arrepienten con el tiempo de sus anteriores entusiasmos dionisíacos.


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