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Cultura y Droga, Año 7. No. 8. Manizales, Colombia. Enero- Diciembre 2.002

PENALIZACIÓN DEL CONSUMO DE DROGAS: ¿Constitucionalismo o Arbitrariedad?

Ana Paula Castro, Andrea Del Pilar Gómez, Luz María Sánchez y Diana Carolina Zuluaga[1]

 

PALABRAS CLAVES: drogas, derecho penal, estado de derecho, libertad individual, democracia.

RESUMEN: Se aborda el problema de la penalización de ciertas drogas en un estado de derecho, especialmente se plantean las dificultades sociales del fenómeno para el abordaje jurídico, dada la legalización de su consumo y la penalización de su producción y comercialización. De manera especial se plantea la discusión jurídica y política de la penalización de las drogas relacionados con la democracia y los derechos individuales, la importancia de un estado de derecho y las garantías de la libertad de los ciudadanos.

La comprensión del problema de la legalización de las drogas se mueve en un escenario complejo pues implica la atención sobre una relación tripartita difícil de escindir: producción, distribución y consumo. La denominada guerra contra las drogas ha atacado estos tres frentes a través de estrategias diferenciadas pero que en últimas hacen parte de una política unificada encaminada a acabar con estas. De este modo, la erradicación de cultivos ilícitos, el desvertebramiento de organizaciones de narcotraficantes y la penalización y prevención del consumo, aparecen como los instrumentos más recurrentes para alcanzar dicho fin. A pesar de la exigencia de realizar un acercamiento integral al problema y teniendo en cuenta que el debate en torno a la penalización del consumo, máxime si se realiza en un país reconocido como uno de los mayores productores de drogas y cuna de algunos de los más poderosos narcotraficantes, debe ser asumido dentro de una perspectiva más amplia, cual es la de la legalización de las drogas, obviaremos en el presente escrito la cuestión de la penalización del narcotráfico y de la ilicitud del mercado de las drogas. Esto nos impone entonces la tarea de aclarar que desde la perspectiva jurídica a partir de la cual construimos nuestro discurso, es posible e incluso necesario diferenciar la penalización de las conductas enunciadas, pues afectan, a nuestro modo de ver, bienes jurídicos distintos que reclaman a su vez formas diferentes de protección e intervención estatal y por consiguiente, el hecho de que la despenalización del consumo coexista con la ilegalidad del mercado de las drogas, no implica una contradicción. Si así fuera, el estudio jurídico de la primera, al margen del problema integral de la legalización, resultaría inocuo. 


I.  LA PENALIZACIÓN DEL CONSUMO DE DROGAS EN EL MARCO DEL ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO

La cuestión de la legitimidad del Estado para el ejercicio de su poder punitivo y represor, plantea en primer lugar la necesidad de considerar que la legitimidad no consiste en un estado de cosas inconmovibles sino que supone un proceso permanente de legitimación. En este sentido es preciso advertir que la consagración constitucional de un Estado Social de Derecho implica unas formas de construcción de la legitimidad distintas a las del Estado Liberal, pues se ha establecido una serie de responsabilidades, como lo son la garantía de los derechos sociales, económicos y culturales como medio también para garantizar los derechos civiles y políticos. Bajo este orden ideas y acudiendo al caso del Estado colombiano, es claro que situaciones palmarias como la exclusión social, la precariedad de las políticas públicas para garantizar los derechos fundamentales, la ineficacia del modelo de desarrollo económico para remediar los problemas sociales y la desarticulación del tejido social, ponen en evidencia la ausencia de legitimidad del Estado colombiano y cuestionan profundamente la idea de acudir a estrategias de legitimación basadas en dar respuestas legales a problemas sociales. La cuestión se complica aún cuando el Estado pretende construir su legitimidad a partir de la crimininalización de conductas que supuestamente atentan contra el estado de derecho y contra las instituciones democráticas, como sucede, por ejemplo, con las medidas penales utilizadas en el caso de la llamada “guerra contra las drogas”. Así, se desconoce que el ejercicio del poder punitivo del Estado depende de la legitimidad construida en el escenario de la garantía de los derechos fundamentales de los asociados, y no que la legitimidad se construye mediante el uso de la violencia estatal, es decir, del derecho penal.

Teniendo en cuenta lo anterior y en relación con el problema que nos ocupa, la cuestión se agrava aún más si consideramos que la contundencia de la ineficacia y la contraproducencia de las estrategias utilizadas para combatir la droga, cuestionan de manera creciente el endurecimiento de estas ante la inexistencia de una sólida argumentación que las justifique y la  firmeza de los argumentos a favor de la legalización de la droga anclados en consideraciones filosóficas, científicas, económicas y jurídicas. Incluso en múltiples escenarios internacionales y nacionales el debate en torno a la legalización ha sido eludido por quienes detentan el poder público, conscientes tal vez de que sus argumentos resultan irresistibles a la crítica. Por ejemplo, en carta enviada por Cesar Gaviria Trujillo en su otrora calidad de Presidente de Colombia, a Gustavo de Greiff, quien en 1993 se desempeñaba como Fiscal General de la Nación, aquel afirma: “yo tendría muchos argumentos morales, jurídicos y prácticos para desvirtuar las supuestas bondades de la legalización, particularmente para Colombia. Tan sólo considero que este debate no contribuye en modo alguno en la lucha por la defensa de la democracia”[2]. De esto modo el entonces Presidente de la República, paradójicamente cierra las puertas al debate público, ejercicio democrático por excelencia, en aras de la democracia. Esta situación resulta bastante preocupante en el marco de un Estado Social y Democrático de Derecho, pues la negativa a sustentar razonable, seria y públicamente las políticas en contra de las drogas y muy especialmente las políticas criminales que implican una restricción de derechos fundamentales, nos conduce a considerar que estamos ante un ejercicio autoritario del poder público. 

En Colombia, la cuestión de la penalización del consumo de drogas ha respondido a una política criminal cuyos escasos argumentos jurídicos sólo vienen a ser expuestos en el salvamento de voto de la controvertida sentencia de la Corte Constitucional que despenaliza la dosis personal (C – 221/94). Esta situación se explica porque dicha política ha intentado  responder a la necesidad de atacar a las organizaciones de narcotraficantes y no a la de proteger determinados bienes jurídicos, tal como lo manifiesta el pronunciamiento del Procurador General de la Nación en la aludida sentencia: “La penalización o no del consumo, su tratamiento como delito o contravención, la determinación de porciones máximas como dosis personal, son consecuencia fundamentalmente de la política criminal que en un momento determinado haya adoptado el Estado en materia de lucha contra el narcotráfico”[3]. Así, la debilidad de los argumentos jurídicos, tal como se verá más adelante, sumado al ingenuo argumento que en últimas justifica dicha política, cual es que  si se penaliza el consumo se reducirá la demanda de tal manera que se propiciará un golpe a la estructura económica de las organizaciones narcotraficantes, reiteran la duda frente a la legitimidad del Estado en su accionar frente al problema de las drogas y cuestionan específicamente la penalización del consumo: ¿se justifica que el Estado utilice la violencia punitiva restringiendo el derecho fundamental a la libertad en aras de una política criminal ineficaz? La respuesta podría ser afirmativa si se tratase de un Estado autoritario, pero no en un Estado como el que promete la Constitución Política del 91.

El Derecho Penal en el Estado Social y Democrático de Derecho

La construcción de un sistema penal eficiente y acorde con los principios consagrados en las constituciones de los Estados Sociales de Derecho y la protección integral de los derechos civiles, sociales, económicos y culturales, ubica al derecho punitivo del Estado en una posición de carácter residual. 

Esta visión garantista[4] reconoce que el poder de regulación del derecho penal es siempre limitado y que tiende cada vez más a su reducción: “Frente al dilema que se presenta hoy en día entre un derecho penal eficientista en el cual tiende a primar una visión particular y utilitarista de la “eficiencia” sobre la legitimidad- es decir, sobre los derechos y las garantías-,y un derecho penal garantista utilizado como ultima ratio, se defiende que el modelo garantista es más acorde con la filosofía de la constitución y el que contribuiría no sólo a exacerbar menos los conflictos, sino más bien a contribuir a solucionarlos. Es decir, se cree más en las posibilidades de un derecho penal mínimo como derecho penal del ciudadano.”[5]

Los excesos a los cuales puede conducir el uso de la violencia legitimada que se manifiesta en el poder punitivo del Estado, encuentran su cortapisa en los límites que el respeto de los derechos fundamentales imponen a éste. Los principios constitucionales que orientan el Estado Social y Democrático de Derecho, especialmente el de la dignidad humana, reclaman un derecho penal concebido como una herramienta  para la protección de bienes jurídicos mediante los cuales se pueda hacer efectivo el respeto de los derechos fundamentales de los asociados. Se trata también de un derecho penal mínimo en el cual este es concebido como ultima ratio de la acción estatal, de tal modo que se intenta reducir al máximo el número de conductas penalizadas así como la dureza de las penas aplicadas. Esta “minimización y el respeto de los derechos y garantías se convierten en condición misma de su propia eficacia”[6]. Esta breve caracterización nos resulta suficiente para entrar a dilucidar bajo qué concepción del derecho penal y por ende bajo qué concepción de Estado se penaliza el consumo de drogas. 

Pues bien, acudiendo a los argumentos jurídicos que sustentan la penalización, encontramos que estos se construyen a partir de la base de un derecho penal "peligrosista", de autor y de enemigo, en el cual, en primer lugar, se parte de la idea de que toda persona que consume drogas es un drogadicto y que todo drogadicto está orientado a cometer otros delitos. De este modo se criminaliza la persona misma y no una acción determinada que tenga consecuencias jurídicas reprochables a la luz de los principios constitucionales, en otras palabras, se castiga al consumidor de drogas por ser un delincuente potencial. Esto bien puede advertirse en el siguiente argumento presentado por los magistrados de la Corte constitucional colombiana que salvaron su voto en la sentencia a la que se ha hecho mención en este escrito: “Es cierto que el drogadicto, en sí mismo, no puede considerarse como un delincuente, sino un enfermo en cuyo auxilio el Estado y la sociedad tienen el deber de recurrir. Pero por la condición mental y psicológica a que su situación lo conduce, no es menos cierto que el drogadicto corre el riesgo, más que ningún otro adicto, de caer en la delincuencia” (negrillas fuera del texto).  Según este contradictorio argumento, la prestación del auxilio estatal consiste en convertir en delincuente a quien, como el mismo texto afirma, no lo es. 

En segundo lugar, no existe un derecho fundamental que pretenda protegerse, pues si bien se arguye por algunos que el bien jurídico tutelado es la salud pública como garantía de la prevalencia del bien común y del interés general, es claro que con el consumo de drogas no se afecta dicho bien sino que a lo sumo se atenta contra la salud individual. Esto no quiere decir que la drogadicción no pueda ser asumida como un problema de salud pública, pero si se asume desde esta perspectiva no se autoriza por este motivo la  penalización del consumo, así como bajo ningún modo se ha pretendido penalizar a alguien infectado con el VIH, siendo también el SIDA un problema de salud pública. 

Otros consideran que lo que pretende protegerse es la propia dignidad del consumidor, lo cual nos conduce nuevamente al absurdo jurídico de que la manera de garantizar dicha dignidad es castigando a aquel.

En tercer lugar, de acuerdo con reiterados argumentos citados por los magistrados en el salvamento de voto, lo que se pretende con la penalización de la dosis personal es coaccionar a los individuos para que adecuen su conducta a un determinado patrón establecido por el Estado, lo cual resulta abiertamente contrario a la idea de libertad individual que alumbra la Carta del 91, tal como veremos más adelante.

Por último, retomando la idea de que el derecho penal en el marco de la Constitución del 91 debe ser un derecho residual, y por otro lado, que es función del Estado garantizar la dignidad humana de los ciudadanos así como propender por su salud y por el mejoramiento de la calidad de vida, no se justifica que se acuda para tal fin a la criminalización, desconociendo la posibilidad de ejecutar políticas públicas de prevención y educación, definitivamente más acordes con la filosofía que irradia el marco constitucional.

La Libertad Individual en el Marco del Estado Social y Democrático de Derecho.

Es necesario advertir en primer lugar que, contrario a lo que desprevenidamente suele creerse, el Estado Social de Derecho choca con una concepción paternalista precisamente por el concepto de libertad sobre el que se funda. El Estado Social no niega los principios del estado liberal, sino que los supera mediante la consagración de formas de intervención estatal encaminadas a garantizar la efectividad de los derechos liberales por excelencia o según otra acepción del término, los derechos de libertad negativa. El paternalismo es despótico no porque sea más opresivo que la tiranía sino porque es un insulto a la concepción del ser humano como ser facultado para realizar su propia vida de acuerdo a sus fines, no necesariamente racionales. La concepción del Estado por el Constituyente del 91, con el reconocimiento y protección de unos derechos fundamentales, asegura al individuo un ámbito dentro del cual él puede decidir sobre sus acciones; se busca garantizar que el individuo pueda hacer uso pleno de su conocimiento y de su capacidad de discernir. 

En la sentencia de la Corte que despenaliza la dosis personal se desarrolla la idea de que todas las formas de forzar a los seres humanos por medio de la norma, todo control de pensamiento y todo condicionamiento implican una negación de lo que constituye a los hombres como tales y a sus valores como esenciales. Este fallo sentó un precedente sobre el alcance de la  libertad del individuo en un Estado Social de Derecho y materializó las concepciones filosóficas más profundas sobre libertad que se vienen gestando desde antes de la Revolución Francesa.

Sin embargo, dicha libertad no es entendida en sentido absoluto sino que está limitada por los derechos de los otros. Sobrepasar este límite implica por tanto un abuso del derecho, el cual está expresamente prohibido en la Constitución del 91 (Art. 95. num. 1). Es entonces necesario determinar si el consumo de drogas configura o no un abuso del derecho a la libertad individual. 

Quienes están a favor de la penalización, sostienen una postura afirmativa al respecto, argumentando que el consumo de drogas amenaza la vigencia de un orden justo y pone en peligro derechos como el disfrute de un ambiente sano, siendo entonces preciso “proteger a la sociedad de los efectos perniciosos de la drogadicción”[7]. De otro lado, el consumo también configura una desviación de los límites intrínsecos en el ejercicio del derecho pues como lo expresa G. Mazzini, “la verdadera libertad no consiste en el derecho a escoger mal, sino en el derecho a elegir sólo entre las sendas que conducen al bien”. Es tal vez este el argumento más autoritario y por tanto más contrario  a nuestro ordenamiento constitucional pues intenta justificar la represión estatal con el objetivo de orientar la conducta humana de acuerdo con una determinada concepción de lo que es moralmente correcto. En la misma línea argumentativa, se parte de la idea de que la libertad implica un ejercicio de elección racional y que la opción por el consumo de drogas es en realidad la elección de un individuo que no es dueño de sí mismo sino esclavo del vicio: “la sola fuerza sensitiva no es expresión de una voluntad consciente, de manera que el adicto a la droga, cuando la consume, no está ejercitando su libre voluntad, que siempre es racional, sino dejándose llevar por la fuerza sensitiva; es decir, no está ejerciendo su plana libertad”. Enlazado esta idea con la relativa al abuso del derecho, en aras de la coherencia de los argumentos, podemos preguntar: ¿cómo se puede abusar de un derecho que no se está ejerciendo?

La ausencia de fundamentos jurídicos de esta postura, así como la incongruencia entre los argumentos planteados, conducen a la idea que de que en nuestro ordenamiento jurídico  el consumo de drogas no constituye un abuso del derecho a la libertad individual, pues no hay ningún derecho ajeno que se esté vulnerando con dicha conducta.

Pasando a otro asunto, aunque en el fallo de la Corte no se trasciende a la discusión acerca de la vulneración del derecho a la intimidad, es claro que la libertad individual está ligada al sentido de la intimidad misma, del ámbito de las relaciones personales como algo sagrado por derecho propio y, éste, siendo una manifestación de la libertad personal se vería también afectado por la intervención represiva del Estado.

El derecho a la intimidad se ha definido como el derecho a no ser molestado y a mantener en reserva aquellos aspectos de la vida que el individuo considera íntimos, como puede ser, en el caso que nos ocupa, el consumo de droga. La intimidad, concebida como libertad individual trasciende y se realiza en el derecho de toda persona a tomar por sí sola decisiones que conciernen a la esfera de su vida privada. El derecho a la intimidad es una extensión de la libertad del individuo en tanto protege las opciones de vida que las personas adoptan en uso de sus facultades de juicio y de autodeterminación. 

Resumiendo, para que una limitación al derecho a la libertad individual sea legítima se requiere que goce de un fundamento jurídico constitucional, de lo contrario no se estará ante una restricción del derecho sino ante una violación. No basta que se invoquen los derechos de otras personas o que la facultad de la autoridad se base en normas jurídicas válidas, sino que es necesaria una ponderación valorativa orientada a respetar la jerarquía constitucional del derecho fundamental mencionado. En consecuencia, simples invocaciones abstractas del interés general o de los derechos ajenos que no tienen rango constitucional son insuficientes para limitar el alcance de este derecho. Muchos menos lo son las invocaciones a argumentos morales que no tienen ninguna fundamentación constitucional. La penalización de la dosis personal resulta pues insostenible en el marco del Estado Social y Democrático de Derecho, así este sea en nuestro país una simple entelequia. 

II. Democracia y Derechos Fundamentales

La creencia auténtica en la inviolabilidad de un mínimo de libertad individual tiene poco que esperar del gobierno de las mayorías. 

Isaiah Berlin

¿Por qué preferís cambiar un tirano que está a 3000 Km por tres mil tiranos que se encuentran a 200 Km? Con esta pregunta, uno de los personajes de la película El Patriota plantea una de las tensiones básicas de los Estados Democráticos: la tensión entre derechos fundamentales y democracia. La pregunta pone de presente que no sólo la acción despótica de un individuo que concentra el poder es una amenaza para la garantía de dichos derechos, sino que las mayorías a través de los denominados mecanismos de participación democrática pueden también vulnerarlos. 

Bajo esta perspectiva y atendiendo a la coyuntura política actual en la cual el gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez pretende volver a penalizar el consumo de la dosis personal sometiendo tal decisión al escrutinio público, surge la pregunta ¿Es el referendo un mecanismo idóneo para decidir sobre este asunto?

El panorama es bastante complejo:  por una parte, la mayoría que respaldó con su voto la elección del actual presidente, pueden conducir a considerar que este cuenta con el respaldo suficiente para llevar adelante la propuesta. Por otro lado, los prejuicios sociales y morales que estigmatizan al drogadicto e incluso al consumidor ocasional, así como la insistencia en la necesidad de acabar con el “flagelo de las drogas”,  hacen muy posible que la votación se incline a favor de la medida. Esta situación resulta alarmante desde la perspectiva del constitucionalismo, pues si bien el pueblo tiene el derecho a reformar la Constitución a través de un referendo, no tiene por esto  el poder para decidir sobre un asunto que implica, tal como ya fue argumentado, una violación y no una simple restricción al derecho fundamental a la libertad individual.  Es de sentido común pensar que al momento de decidir sobre tal asunto, un ciudadano no acudirá a un ejercicio de argumentación constitucional para sopesar los derechos y principios que se encuentran en conflicto, sino  que acudirá a sus convicciones morales. De este modo, podemos replantear la pregunta inicial en los siguientes términos ¿es legítimo someter a las convicciones morales de los ciudadanos la decisión sobre una cuestión que implica una violación a un derecho fundamental? La respuesta a este interrogante, es rotundamente no. En primer lugar, porque choca con el mismo concepto de los derechos fundamentales, que son, desde la perspectiva de Dworkin “cartas de triunfo del individuo frente a las mayorías” o, según la definición casera de Diego Eduardo López “un derecho fundamental es la decisión política y jurídica que hemos tomado de respetarle a alguien un derecho así se caiga el mundo”. En segundo lugar, la decisión de la Corte Constitucional que despenaliza el consumo de la dosis personal es un notorio avance en materia de la  garantía de los derechos fundamentales, y conforme a lo proclamado por numerosos constitucionalistas, en materia de derechos fundamentales, no es posible dar marcha atrás. 

No es justificable, bajo ninguna  perspectiva, que a través de un referendo, que en muchas ocasiones, más que un mecanismo de participación ciudadana es un instrumento para que gobiernos autoritarios legitimen sus políticas, se retroceda de tal modo en lo poco que se ha avanzado en la construcción de un Estado Social y Democrático de Derecho.

 


[1] Estudiantes de Derecho. Universidad de Caldas, Miembros de Señales: grupo permanente de investigación jurídica, socio-jurídica y de antropología jurídica 

[2] Citado por Rodrigo Uprimny en el libro Legalización y Droga. Ediciones Jurídica Radar. Santa Fe de Bogotá. 1994. Pág. 309

[4]Garantismo: Término que corresponde en éste escrito a una de las tres acepciones, propuesta por Luigi Ferrajoli.  Según esta "el garantismo designa un módelo normativo de derecho: ...Por lo que respecta al derecho penal, el módelo de estricta legalidad propia del estado de derecho que en el plano epistemológico se caracteriza como un sistema cognositivo o de poder mínimo, en el plano político como una técnica de tutela capaz de minimizar la violencia y de maximizar la libertad.  Y en el plano jurídico como un sistema de vínculos impuesto a la potestad punítiva del estado en garantía de los derechos de los ciudadanos" ( FERRAJOLI L.:1995: 851). Derecho y Razón. Ed.Trotta, S.A. Madrid. 

[5]Repensar a Colombia Hacia un nuevo contrato social

[6] .Ibídem, 3 Pág.247.

[7] Salvamento de voto. Sentencia C –221/94


 

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