M A M A    C O C A

¿POR QUE ERRADICAMOS? ENTRE BASTIONES DE PODER, CULTURA Y NARCOTRAFICO

 


Santiago Villaveces Izquierdo[1]

  
En Octubre de 1997 fuí convidado por el entonces director del Plan de Desarrollo Alternativo (Plante), un programa adscrito a la presidencia de la República de Colombia y diseñado para implementar programas de sustitución de cultivos ilícitos, para explorar el proceso de erradicación voluntaria que venía consolidándose en un resguardo indígena Guambiano, al sur del país. Durante los tres meses consecutivos y tras una serie de entrevistas con funcionarios locales y regionales del Plante al igual que con miembros de la comunidad indígena, se empezó a tejer un esfuerzo por entender cúales habían sido los motivos que habían llevado a esta comunidad a iniciar dicho proceso. Era acaso fruto de las campañas publicitarias del Plante que enfatizaban en el costo moral de la siembra de amapola y coca, o era mas bien resultado de pugnas locales que se articulaban tanto en el terreno político como en el cultural?

                Tejiendo historias

Desde los primeros meses de 1997 el caso Guambiano ya era de conocimiento público. Para la burocracia de Bogotá la experiencia Guambiana era una muestra más de los logros de los funcionarios públicos en sus esfuerzos por implementar las estrategias del Plante bajo el marco de políticas de descentralización administrativa y financiera que desde 1988 el Departamento Nacional de Planeación estaba impulsando. La erradicación voluntaria en el resguardo indígena se presentaba como resultado del poder de negociación de funcionarios públicos locales y regionales quienes, en diálogo activo con las autoridades indígenas, habían logrado convencer a éstas últimas de los beneficios económicos que resultarían por la sustitución de cultivos (apertura de líneas de crédito blandas, adquisición de tierras, asistencia técnica contínua, etc.). 


Paralela a esta explicación circulaba la de un antropólogo, consultor independiente del Banco Interamericano de Desarrollo, quien había asesorado a la comunidad indígena en la elaboración de su plan de desarrollo, y para quien el proceso de erradicación voluntaria iniciado por los Guambianos era realmente muestra de la propia autonomía cultural indígena. Lo que los Guambianos estarían haciendo sería reafirmando su capital cultural a través de la invocación de su cosmogonía, como matriz interpretativa por medio de la cual el cultivo y negocio efectarían el equilibrio entre los elementos mansos y bravos que componen el mundo. El cultivo y comercio de coca y amapola generaban más elementos bravos afectando, de esta forma, el equilibrio entre naturaleza y convivencia social. 


Estas dos explicaciones llevaron al entonces director del Plante a explorar las posibilidades para crear una estrategia nacional que incentivara a los cultivadores de coca y amapola a comprometerse con procesos de erradicación voluntaria. La preocupación en Bogotá giraba en torno a una pregunta eje: ¿qué tipo de incentivos diseñar para poder replicar procesos de erradicación voluntaria a lo largo del país? ¿Bastaría con incentivar el diálogo entre comunidades locales y funcionarios estatales bajo un marco de respecto por los valores culturales de cada comunidad? Si bien es cierto que la labor entre funcionarios públicos locales y autoridades indígenas era importante, al igual que los valores culturales de estos últimos, estas dos explicaciones no daban cuentan de procesos más críticos que estaban movilizando a la comunidad a enfrentar las consecuencias de una erradicación voluntaria. La confluencia de factores que llevaron a la comunidad Guambiana a erradicar de sus tierras los cultivos de coca y amapola no respondían a lógicas "replicables" en otras comunidades, sino por el contrario a procesos locales particulares.

                Poder, cultura y reacomodación local

En 1997 la comunidad indígena Guambiana asentada en el municipio de Silvia (Cauca), en el sur occidente Colombiano, invitó a funcionarios del Plante para incorporar, en el plan de desarrollo del resguardo, las estrategias de sustitución de cultivos ilícitos promulgadas por el gobierno. Pocos meses después el Cabildo Indígena (máxima autoridad del resguardo) sellaba su compromiso con la publicación del Plan de Vida Guambiano, un detallado plan de desarrollo de la comunidad para los próximos diez años que recopila proyectos sectoriales bajo la metodología del Departamento Nacional de Planeación. Con la apropiación de este plan como instrumento de ordenamiento interno del resguardo el Cabildo pretendía solidificar su posición en dos planos diferentes. Por un lado, quería mostrarse ante el gobierno Colombiano como un espacio autónomo y maduro con capacidad técnica y política para asumir el desarrollo integral de su comunidad, mientras que por otro lado, quería ratificar su posición dentro del resguardo como único espacio de autoridad legítima. Esta última intención era de especial importancia ya que considerables extensiones de tierras del resguardo (varias de uso comunitario) estaban siendo utilizadas para el cultivo de coca y amapola. 


La penetración de cultivos ilícitos en la comunidad Guambiana, junto con los diferentes patrones de acumulación de riqueza, consumo y ethos que la cultura del narcotráfico trae consigo, activaron complejas dinámicas de fragmentación social al interior del resguardo; en especial el rápido deterioro de las mingas (trabajos comunitarios) y la seducción desenfrenada por estilos de vida plenamente articulados a economías de mercado (ajenas a las propias de las comunidades indígenas). Los dramáticos aumentos en la capacidad adquisitiva de algunos desestabilizaron los modelos de prestigio y autoridad locales, a la vez que acentuaban la movilización de profundas envidias[2]. Simultáneamente, los aumentos incrementales de forasteros, comerciantes, prostitutas y pistoleros empezaron a ejercer profundas presiones sobre los modelos de conducta y expectativas de ascenso social que el Cabildo pretendía salvaguardar. Los índices de violencia dentro del resguardo aumentaron considerablemente: amenazas, extorsión y asesinatos se volvían rutinarios, mientras que las capturas de indígenas por parte de la policía antinarcóticos acentuaba los procesos de desintegración familiar. A esta situación se le sumaba la ya tradicional presión por tierras a las que las comunidades indígenas han estado expuestas por décadas: por un lado los grandes hacendados siempre ávidos por reducir el territorio indígena y por el otro, la fragmentación de minifundios al interior mismo del resguardo[3]. Todos estos elementos no solo desestructuraban la vida del resguardo sino sobretodo atentaban contra el poder regulador del Cabildo indígena: el comercio de pasta de coca y amapola en el mercado de Cali generaba estrechos vínculos de los cultivadores indígenas con modelos de sociabilidad, de autoridad y de poder que entraban en clara oposición con los propios del resguardo.


Dentro de este marco el Plan de Vida pretendía reconstruir procesos de cohesión comunitaria mediante un llamado a recuperar las propias narrativas históricas y cosmogónicas que articulaban la identidad del indígena con la tierra. Con esta estrategia el Cabildo logró movilizar a la comunidad hacia una reflexión más profunda sobre el problema de tierras: si bien era cierto que a partir de la década de los ochentas el Cabildo había logrado recuperar de manos de hacendados parte de sus "tierras ancestrales", también era cierto que bajo el marco de la legislación antinarcóticos la Ley de Extinción de Dominios facultaba a la Policía Nacional a incautar todos los bienes vinculados a procesos de narcotráfico, incluída la tierra. Con el peligro inminente de perder parte de sus tierras, el Cabildo inició un proceso de concientización que llevó a que gran parte de los indígenas que estaban cultivando coca y amapola accedieran, por presión propia de la comunidad, a iniciar un proceso de erradicación voluntaria. Como lo ilustra Hermes Yalandá, Secretario del Plan de Vida Guambiano:

"Dentro del plan de desarrollo del pueblo Guambiano, uno de los objetivos es recuperar la justicia. Desde ese instante, pues el Cabildo indígena de Guambía empezó a hacer unas investigaciones con el objetivo de crear una comisaría de familia. En 1997 se concluyó de que tenía que crear un centro de conciliación y justicia, que básicamente investiga todas las demandas y quejas, mirando cuáles son las raíces de esos problemas y a su vez, con base a esas investigaciones capacita a la comunidad. Con ese mecanismo se entró a concientizar, a contarle a la comunidad todo el problema que nos traían estos cultivos [coca y amapola]. Afortunadamente nosotros habíamos tomado unas fotografías de los diferentes actos que cometieron. De los diferentes problemas que existieron, no? Y ya, otro mecanismos que se utilizó fue como informando sobre el Plante y la financiación de proyectos. En esa forma se entró a estas zonas. Y la comunidad pues entendió bien, entramos a socializar todos los programas y proyectos que estaban contemplados. Explicando que nosotros en realidad por la misma necesidad era que habíamos entrado en ese cultivo. Pero que nosotros mismos por nuestra propia cuenta y ya sabiendo de todos los líos que nos ha traído, pues tenemos que dar un buen ejemplo a nuestros hijos y de constituir un pueblo Guambiano sin problemas en donde se luche por recuperar todo lo que se ha perdido. Entonces en esa forma ya la comunidad nos fue entendiendo y también nos planteo las posibles alternativas. Recuperar lo que es la justicia, la autonomía, el sistema productivo, el sistema de educación tradicional, recuperar el respeto a la autoridad empezando desde la casa. En fin todo lo que se estaba perdiendo, el respeto digamos a los sitios sagrados que existían en Guambía, puesto que esto también fomentó que hubiera una tala indiscriminada de bosques."

Las acciones de concientización iniciadas a través del Centro de Conciliación y Justicia eran complementadas por una guardia comunitaria, creada por el Cabildo, encargada de adelantar el proceso de erradicación y de reforzar la vigilancia de los terrenos del resguardo. No obstante, algunos indígenas no cedieron a la presión y mientras que intimidaban a los miembros del Cabildo iniciaban una acción jurídica en defensa del derecho de uso de la propiedad privada y contra la decisión de las autoridades indígenas. La acción jurídica llegó hasta manos de la Corte Constitucional que falló a favor del Cabildo argumentando que era competencia de éste determinar el uso de las tierras del resguardo, salvaguardando así el verdadero espíritu y autonomía de la Jurisdicción Especial Indígena. 


Con este fallo y con el apoyo mayoritario de la comunidad para iniciar procesos de erradicación de cultivos ilícitos al interior del resguardo, el Cabildo logró restituir su autoridad y su autonomía a través de la promoción de sus propias estructuras y mecanismos de justicia y punición. Simultáneamente el Cabildo sentaba su posición con respecto no solo a esas estructuras paralelas de órden y distribución de justicia que llegan junto con el narcotráfico, sino a los modelos culturales y societales que el mismo tráfico indirectamente promociona y de los cuales sin duda se nutre: un individualismo radical sostenido a través de prácticas culturales que refuerzan sentimientos de un autoritarismo heróico que mezcla, en alquimia, la producción de terror con la promesa de inmensa riqueza y éxito. En suma, el desarrollo de estos eventos en el resguardo indígena Guambiano tuvo la virtud de visibilizar, con especial nitidéz, cómo la desestructuración de redes de narcotráfico depende del nivel en que éstas esten verdaderamente contradiciendo el funcionamiento y estructura del poder local, y no de acciones punitivas o moralistas impuestas de arriba para abajo. El narcotráfico es, antes que nada, un problema que atañe al poder en sus manifestaciones más concretas y pragmáticas, no en las utópicas o idealizadas.

                Mundos Paralelos

Desde su Independencia en 1810 Colombia ha estado marcada por un complejo y contradictorio proceso de formación y construcción de un Estado nacional. La conceptualización, proyección e invención de Colombia como nación ha sido pobremente articulada a un proceso de consolidación de un poder soberano, pluralista e integrador. Los 190 años de vida republicana antes que promover una integración entre Estado y Nación han profundizado la fragmentación social y política del país. Hoy en día la situación Colombiana es quizás la manifestación más radical de las contradicciones latentes y de los peligros inminentes que se encierran y esconden a lo largo y ancho de toda América Latina. Colombia no es únicamente el país más violento del hemisferio occidental, sino una sociedad castigada por una guerra sostenida y alimentada por profundas contradicciones sociales, sitiada por múltiples actores violentos que irónicamente claman para sí la vocería de la justicia social, y estigmatizada internacionalmente como máquina de drogas y muerte. Sin duda un territorio en plena ebullición, un territorio volátil y caótico donde simultáneamente coexisten diversas estructuras de poder, órden y distribución de justicia. 


En 1991 Colombia adoptó una nueva Constitución con la esperanza de fundar en ella la construcción de un nuevo pacto social menos excluyente y centrado, no en la estructura del Estado, sino en al defensa de los derechos fundamentales. Este cambio abrió la posibilidad para la ampliación del agenciamiento político de las comunidades indígenas mediante el reconocimento oficial del derecho a la autonomía dentro de los resguardos. Haciendo uso del discurso multiculturalista la Constitución Colombiana reconoció políticamente las diferentes étnias indígenas (2% de la población total del país) como comunidades autónomas con su propio ordenamiento territorial (Resguardos) y jurídico (Jurisdicción Especial Indígena). Con este gesto el Estado reconocía a las étnias indígenas como agrupaciones con prerrogativas especiales, particulares y diferentes a las del propio Estado, a la vez que legitimaba la existencia de regímenes de distribución de justicia propios, por fuera de las esferas de influencia de los códigos de derecho civil y penal de la nación.
Al órden político y jurídico indígena se le suman otros dos órdenes paralelos e ilegítimos, que permean grandes segmentos del territorio nacional: aquellos propios de las organizaciones paramilitares y guerrilleras. En sus zonas de influencia la guerrilla o el paramilitarismo son el Estado de facto, y como tal determinan, con sus propios actos de justicia privada o revolucionaria , qué es ley y qué es órden. “La ley del monte” como popularmente se conoce, vehicula las verdaderas relaciones de autoridad y dominación locales y visibiliza, de manera performática, el ejercicio propio de quienes efectivamente detentan el poder. Y es precisamente en estas zonas donde imaginación y realidad entablan su más grande contradicción: el poder imaginado del Estado en convivencia con órdenes paralelos descentrados, multifacéticos, y fragmentados que subvierten y transgreden todo el andamiaje de ese pacto social que llamamos nación. 


Dentro de esta constelación diferencial de órdenes el narcotráfico circula como un gran camaleón. Cambiando hábilmente de ropajes y utilizando las ventajas comparativas de los diversos agentes sociales, el narcotráfico ha logrado integrar sus intereses sociales y económicos, al igual que las esferas de producción y distribución de droga, con estos mundos paralelos, legales e ilegales, atravesándolos a veces con complicidad sutil otras con brutal imposición. Este poder transversal del narcotráfico ha sido, sin duda, una de las fuerzas más importantes en la construcción de las topografías sociales, políticas y culturales que estarán moldeando la Colombia del siglo XXI. El caso Guambiano no es la excepción.

                Estado y políticas antidrogas: Un panorama confuso.

La estigmatización que ha sufrido Colombia desde el inicio de la década de los ochentas ha llevado a que el país sea considerado dentro de la comunidad internacional como nación paria, a la par que Irán e Irak. Como tal, tratamientos discriminatorios contra sus ciudadanos han sido legitimados, popularizados y naturalizados a lo ancho y largo de los continentes mientras que simultáneamente se consolida la idea de que el problema del tráfico de narcóticos está en su origen circunscrito a las fronteras colombianas. Bajo este marco el gobierno, desde mediados de la década de los ochentas, ha duplicado sus esfuerzos diplomáticos para promover conceso en el hemisferio para que la producción, comercialización y distribución de narcóticos sea enfrentada como un problema internacional con múltiples ramificaciones que requieren de estrategias y políticas mancomunadas de prevención y represión (tráfico de armas, comercio de precursores químicos, lavado de dólares, etc).


Las respuestas de la comunidad internacional a la iniciativa Colombiana han sido diversas. Por un lado, los Estados Unidos insiste en diseñar estrategias articuladas a una intervención militar. Estas estrategias se han consolidado en la medida en que se solidifica la creencia de que guerrillas y narcotráfico son una misma cosa[4]. Bajo el marco de esta política los receptores naturales de ayuda extranjera son las Fuerzas Armadas (quienes ostentan un record en violación de derechos humanos) y la Policía Nacional. Ambos organismos deben combinar sus esfuerzos en la fumigación de plantíos, ocupación y destrucción de laboratorios, rastreamiento y captura de narcotraficantes[5]. Distinta respuesta ha sido la dada por la Comunidad Económica Europea y las Naciones Unidas quienes insisten en estrategias centradas en la provisión de incentivos económicos para la sustitución de cultivos ilícitos. Bajo este esquema se han ido canalizando recursos internacionales para el Programa de Desarrollo Alternativo (Plante) adscrito a la Presidencia de la República.
Estas dos respuestas internacionales, opuestas en su filosofía y en su compresión del problema, han sido simultáneamente absorbidas por el Estado Colombiano capitalizando en ellas de acuerdo con las coyunturas políticas del momento. Las oscilaciones políticas internas, en combinación con las presiones externas, han llevado a los gobiernos de turno a apostarle simultáneamente a ambas estrategias. La administración de turno presiona a las Fuerzas Armadas, a la Policía y al propio Plante, desencadenando con ello no solo un confuso y contradictorio panorama en la erradicación de cultivos (mientras que el Plante defiende estrategias económicas y sociales -más a tono con las propuestas de la CEE-, las Fuerzas Armadas y la Policía insisten en estrategias militares), sino también una árdua competencia por recursos del presupuesto nacional -ahora desequilibrada por la ayuda militar norteamericana. Por supuesto los grandes perdedores han sido los campesinos e indígenas productores de coca y amapola quienes reciben promesas del Estado por soluciones de fondo a la vez que todos sus cultivos (no solo los ilícitos) son fumigados con veneno y sus parcelas ocupadas por el Ejército y la Policía.

Esta confusa situación ha generado importantes movilizaciones en zonas de colonización reciente, es decir, en zonas desarticuladas al desarrollo económico nacional y desprotegidas por el Estado. Para estos cultivadores, puestos entre la espada y la pared, el Estado se revela en su más grande contradicción. Por un lado son perseguidos por el Ejército y la Policía como proveedores de droga y agentes del crimen mientras que simultáneamente reciben promesas de funcionarios del Plante quienes insisten en la voluntad del gobierno por consolidar programas de sustitución de cultivos y reactivación de la producción agropecuaria. La situación de estos campesinos e indígenas no puede ser más difícil. Atrapados entre fuegos cruzados y simultáneamente exigidos por órdenes políticos excluyentes, los habitantes de estas márgenes de la nación tienen pocas opciones: o son obligados a abandonarlo todo y pasar a ser parte del millón y medio de desplazados por la violencia en Colombia[6], o se repliegan hacia las estructuras de poder dominantes a nivel local sin importar si éstas son o no reconocidas por el propio Estado como legítimas. Esta ha sido la dinámica en que han estado inmersas estas comunidades por años solo que ahora, con la intensificación no solo del conflicto armado sino de la crisis institucional colombiana, se ha hecho más visible y evidente. 


Con la decisión Guambiana de iniciar un proceso de erradicación voluntaria el Cabildo logró replegar a los cultivadores a acatar las estructuras de órden propias del resguardo, sin embargo, ante la inestabilidad creciente que se vive en las zonas rurales colombianas es difícil predecir si este repliegue es solo coyuntural. Por ahora el fantasma de una incursión de las violencias del Estado, del narcotráfico, de la guerrilla o de los grupos paramilitares, se mantiene en el aire desafiando silenciosamente no solo la autonomía y autoridad delCabildo, sino la vida misma de la comunidad indígena. Como lo observa el Taita Segundo Tombé Morales:

“Por falta de unas salidas adecuadas a esta gran crisis de parte del Cabildo, de la comunidad y del mismo Estado, se han introducido en nuestro territorio los dañinos y destructores cultivos ilícitos, que hoy todo el mundo condena y cuya salida por parte del Estado y algunas instituciones es la ocupación de nuestros territorios por la fuerza pública para arrasar dichos cultivos o encarcelar a quienes los cultiven. En muchas oportunidades el Gobierno Nacional ha planteado hacer grandes inversiones para diversificar la producción en los territorios indígenas, pero hasta ahora este planteamiento no ha dejado de ser simplemente una promesa. Hoy el Cabildo condena este tipo de cultivos como una forma para darle salida a la crisis económica, ya que en vez de mejorar estaríamos acelerando la autodestrucción de la comunidad. Creemos que la represión, la ocupación militar, la fumigación aérea, no es una salida eficaz, sino se ataca las causas económicas, sociales y políticas, que dan origen a este flagelo. Estamos convencidos de que este problema hay que atacarlo de raíz, buscando nuevas alternativas de desarrollo para la comunidad en crisis [...]para ello no hay otra alternativa que la de elaborar un Plan de Vida (Plan de Desarrollo).”

                El poder transversal del narcotráfico

                    (a) Narcotráfico y actores violentos.

Después del fallido encerramiento de la era de La Violencia[7] por parte de las élites colombianas, las guerrillas encontraron un terreno fértil sobre el cual articular profundas frustraciones y odios no resueltos. Desde entonces las guerrillas colombianas han consolidado su presencia en importates segmentos del territorio nacional. En un principio los bastiones guerrilleros eran demasiado distantes de los centros urbanos y de los complejos industriales, y al estar desarticuladas de los puntos neurálgicos a través de los cuales se concebía la modernidad colombiana la guerrilla ofrecía un peligro distante y lejano. Estas extensas márgenes, aisladas geográfica y mentalmente de cualquier proceso de consolidación nacional, pronto se tornaron en verdaderas fortalezas de sistemas paralelos de autoridad y justicia guerrillera[8], que rápidamente fueron desplazando la rudimentaria presencia del Estado. No es por casualidad que el boom de la marihuana en la década de los setentas haya aparecido en algunas de estas zonas donde la presencia guerrillera y la marginalización social facilitaban la inserción de una nueva clase de “empresarios del campo”. Desde entonces se empieza a tejer la intrincada historia de amores y odios entre el narcotráfico y las guerrillas, historia que através de los años ha dejado su indeleble huella en la geografía de la nación. Mientras que en algunas regiones del país se formaban alianzas estratégicas entre narcotráfico y guerrillas en otras se desencadenaban sangrientas confrontaciones entre éstas y los ejércitos privados de los capos de las drogas, ahora en alianza con las Fuerzas Armadas. 


En el primer caso, las alianzas consolidadas en las aisladas regiones de las cuencas del Amazonas y del Orinoco fueron funcionales tanto para la guerrilla como para los traficantes[9]: la guerrilla ofrecía protección a los laboratorios de procesamiento de posibles incursiones de unidades antinarcóticos, recibiendo a cambio un porcentaje de las ganancias. Por su lado los traficantes, asegurándose de una oferta barata y constante de pasta de coca, cambiaban parte de sus ganacias por la tranquilidad de operaciones de bajo riesgo. En el segundo caso, el odio entre narcotraficantes e insurgencia (más corriente en zonas del país menos aisladas y caracterizadas por economías de enclave o grandes latifundios ganaderos) se consolidó como respuestas de los primeros a las estrategias de extorsión y secuestro implantadas por las guerrillas. Con el boom de la industria del narcotráfico los capos de la droga iniciaron una época de grandes inversiones en finca raíz rural, en particular en zonas de ganadería extensiva. Al poco tiempo varios segmentos de las tradicionales élites ganaderas del país establecieron lazos informales con sus nuevos vecinos como respuesta al incremento en secuestros y “vacunas” guerrilleras[10]. Argumentando su legítima defensa a la seguridad personal y a la propiedad privada, terratenientes, ejércitos privados del narcotráfico y miembros de las Fuerzas Armadas conformaron, desde mediados de los ochentas, un frente común de “autodefensa campesina contra la expansión comunista”. Para finales de esa década la violencia desencadenada en estas regiones se desbordó extendiendo sus efectos y tentáculos a todo el país.
En 1996 el recrudecimiento de las actividades guerrilleras y paramilitares marcó el inicio de una nueva guerra territorial. Los grupos paramilitares, antes desarticulados, se unifican bajo la sombrilla de una organización nacional de extrema derecha (Autodefensas Unidas de Colombia) que pronto logra consolidar su presencia virtualmente en todo el territorio nacional. Con una sorprendente movilidad y capacidad de fuego, con arsenales sofisticados y financiada con recursos del narcotráfico, los grupos paramilitares colombianos han jurado una batalla sin cuartel que terminaría únicamente cuando hayan reconquistado “los territorios perdidos de la nación”.


Hoy en día las ya rutinarias masacres en todo el territorio nacional son los vestigios visibles que deja esta confrontación a muerte entre paramilitares y guerrillas. Curiosamente en esta guerra intestina el gran victorioso es el narcotráfico. Tanto las zonas de cultivo de coca y amapola como los canales de distribución de droga, paralelos a los de tráfico de armas y precursores químicos, están protegidos por grupos paramilitares o guerrilleros, para quienes las alianzas locales con el narcotráfico son estratégicas y funcionales en la sustentación del conflicto. Adicionalmente, la multiplicación de los frentes de guerra contra los cuales el Estado tiene que responder han dispersado las acciones de los organismos de seguridad al igual que los alcances mismos de una lucha frontal contra el narcotráfico[11]


De nuevo, la comunidad Guambiana no ha sido ajena a ello. Después de que las autoridades indígenas tomaron la determinación de iniciar un proceso de erradicación de coca y amapola en su territorio, panfletos intimidando y amenazado de muerte a los miembros del Cabildo empezaron a circular públicamente. Esta exhibición no solo socializaba una sentencia sino también ponía a rondar el fantasma del terror dentro de la comunidad. Como lo indica un miembro del Cabildo:

"Había algunos que estaban ya en contra de la decisión de la Asamblea y el Cabildo. No querían erradicar. Entonces aparecieron unos panfletos amenazando al cabildo y uno en la casa del taita Javier y también uno allá en mi casa. Entonces a pesar de todo eso la comunidad nos daba apoyo. Y pues nosotros también estábamos decididos. Sabíamos que eso nos iba a pasar, porque eso es complicadísimo. Cuando nosotros estuvimos allí en la Asamblea ahí en el salón había debajo de la puerta otro panfleto, y era más fuerte. Decía que tenían el apoyo de la guerrilla y que el cabildo y los gobernadores indígenas ya estabamos marcando calavera [muertos]."

                    (b) Narcotráfico y política.

En 1994 y en vísperas de las elecciones que llevarían a Ernesto Samper a la Presidencia de la República, Andrés Pastrana, para entonces contendor electoral de Samper y hoy actual presidente de Colombia, hizo entrega de unas grabaciones que comprometían a la campaña presidencial de su opositor con dineros del narcotráfico. La Fiscalía General de la Nación abrió una investigación que fué rápidamente concluída por el entonces saliente Fiscal Gustavo de Greiff. En 1995 con el nombramiento de Alfonso Valdivieso como nuevo Fiscal General de la Nación y ante la entrega de nuevas evidencias que comprometían no solo al Presidente sino a algunos de sus ministros, asesores e incluso a varios congresistas se reabre el proceso. Ese mismo año el Presidente es formalmente acusado por la Fiscalía y se inicia un juicio penal y político en el Congreso. En Junio de 1996 el poder legislativo absuelve de toda responsabilidad política y penal a Samper. 


Esta crisis que se extendió durante tres de los cuatro años de la administración de Samper evidenció con crudeza, ante la opinión pública nacional e internacional, la penetración masiva del narcotráfico no solo en el Congreso y en los partidos políticos (factor que no era para entonces nuevo en el panorama nacional), sino también en la propia Presidencia, institución que hasta entonces había sido considerada como impermeable a las manos del narcotráfico. Esta crisis marcó en el país el epítome de la incursión del narcotráfico en todos los niveles de la vida política de la nación. Con ella, la misma figura del Presidente, hasta entonces uno de los pocos símbolos de la precaria unidad nacional (Restrepo 1996), es no solo cuestionada sino exhibída públicamente como espacio comprometido con los intereses del narcotráfico. Los efectos sociales y políticos de esta crisis no se dejan esperar: la descomposición del sistema político Colombiano se hace evidente tanto para gran parte de la población como para la comunidad internacional; la debilidad política del gobierno repercute negativamente en su política de paz con las guerrillas; la desconfianza e incertidumbre empresarial frenan la inversión, el crecimiento y presionan alzas en los índices de desempleo; la estigmatización de Colombia a nivel internacional se profundiza ante el desprestigio de su clase política y su rama legislativa. 


Con el gobierno de Pastrana (1998 -2002) se inicia una reconstrucción del daño político hecho por el narcotráfico durante la administración de Samper. Pastrana se ve confrontado no solo con un país en crisis social y económica sino también con una nación abatida por las múltiples guerras del paramilitarismo, las guerrillas, y el crimen organizado. Si bien los esfuerzos de esta nueva administración han estado enfocados en la búsqueda de un dialógo entre gobierno y guerrillas, las políticas contra el narcotráfico han ido ajustándose cada vez más a los requerimientos de los Estados Unidos.[12] A pesar de los esfuerzos por enfrentar estas múltiples crisis, la descomposición del sistema político Colombiano y de sus instituciones y el consecuente desencanto ciudadano para con un Estado que se percibe no solo como anacrónico sino también como permeable al crimen organizado han minado en grande medida las posibilidades para construir proyectos optimistas de nación.[13]


Bajo este panorama, los esfuerzos de la comunidad Guambiana pueden truncarse rápidamente. El Cabildo, para poder consolidar su credibilidad ante la comunidad y así mantener las tierras del resguardo libres de cultivos de coca y amapola, requiere no solo de la aprobación de un paquete de proyectos sino del compromiso de diversas entidades del Estado para la implementación de líneas de financiación, adquisición de tierras, infraestructura social, y asistencia técnica. Como mencionaba un miembro del Cabildo indígena:

"Nosotros ya hicimos lo que podíamos, ahora la bola la tiene el Gobierno. Si las entidades no cumplen su papel, si empieza a faltar voluntad pues todo nuestro esfuerzo se va para abajo. Si los apoyos no se dan en las cantidades [recursos] suficientes y en los tiempos necesarios entonces se nos vuelve un problema muy grave. Aquí a nosotros nos tocó enfrentar todo el problema del pueblo Guambiano: El problema de la erradicación, el problema de la comunidad, las demandas, las amenazas."

                    (c) Narcotráfico y sistema judicial

En 1991 Colombia adopta una nueva Constitución que resalta los derechos civiles y fundamentales al igual que crea espacios para fortalecer el aparato de justicia, tradicionalmente relegado a un segundo plano. A partir de entonces la década ha estado marcada por importantes transformaciones en el sistema judicial: la creación de la Fiscalía General de la Nación como órgano coordinador de todas las labores de investigatigación criminal, la Corte Constitucional como órgano rector de los lineamientos de la nueva Constitución, la creación y posterior fortalecimiento de modelos de sometimiento a la justicia (protección de testigos, jueces sin rostro). 


Ante el creciente deterioro de la confianza cuidadana para con el Congreso, los partidos y la clase política en su totalidad, la rama judicial se ha elevado como el único bastión dentro del Estado que todavía tiene aceptación y credibilidad pública. A pesar de la creciente corrupción en el sistema carcelario del país[14] y de los altísimos índices de impunidad, los éxitos contra el crimen organizado, las capturas de los grandes capos de la droga y las investigaciones, procesos y encarcelamiento de algunas figuras de la política nacional se han entendido nacional e internacionalmente como muestras de la determinación del sistema judicial colombiano en confrontar abiertamente al narcotráfico y sus incursiones dentro del Estado. Bajo este contexto pareciera ser que la vida pública colombiana se ha venido judicializando de manera similar a lo que ocurrió a finales de la década de los ochentas en Italia con la operación Manos Limpias[15]. El marcado desencanto con la política, la crisis de los partidos y de los sistemas de representación ciudadana junto con el fuerte resurgimiento del sistema judicial como poder independiente han posicionado a los jueces en el centro del debate público[16]. El protagonismo jurídico resultante y el respaldo ciudadano que él ha movilizado han generado, como lo indica Uprimny (1996), un paradójico desplazamiento de la legitimidad democrática del sistema político al sistema judicial .[17]


Si bien los procesos contra el narcotráfico iniciados y concluídos por la Fiscalía General de la Nación han arrojado importantes resultados (captura de las cabezas de los carteles de Medellín y Cali, entre otros), el mayor temor de los narcotraficantes sigue siendo la extradicción a Estados Unidos. El narcoterrorismo que se desencadenó durante la administración Barco (1986-1990) y los atentados con bombas en Medellín, Cali y Bogotá durante Noviembre y Diciembre de 1999, ambos durante la reactivación de las políticas de extradición entre Colombia y Estados Unidos, reflejan trágicamente el temor visceral de los narcotraficantes para con esta figura[18]. Si bien los procesos de investigación y sometimiento a la justicia se han distanciado de los tentáculos del narcotráfico, el sistema carcelario colombiano es todavía débil y altamente vulnerable a la corrupción, tanto así que la detención de narcotraficantes nunca ha sido garantía para una suspención de su delinquir[19].


El respeto para con las cortes se ha tejido mediante actos que garantizan la vigencia de los derechos civiles y ciudadanos consignados en la Constitución de 1991. En un intento por revocar el mandato del Cabildo Guambiano dos indígenas cultivadores de amapola decidieron recurrir a las cortes regionales y nacionales:

"Son unas personas que todavía ahí están resistiéndose y hasta nos tutelaron [demanda judicial]. Porque ya últimamente con la infiltración del narcotráfico las gentes se ponen rebeldes. La demanda se presentó aquí en el juzgado, promiscuo municipal de Silvia. El fallo fué a favor del Cabildo. Entonces ellos apelaron y lo enviaron a Popayán a la Sala Civil Laboral del contencioso administrativo del Cauca. También falló a favor del Cabildo. Y luego la enviaron a la Corte Constitucional, quien tambien falló a favor nuestro. De todas maneras dentro de la Jurisdicción Especial Indígena se dice que las decisiones que se tomen ahí, o cualquier problema que haya sucedido dentro del resguardo, es de la competencia de la autoridad tradicional. En vista de eso, la Corte tomó esa decisión y esta decisión lo que hizo fue ratificar que lo que hace el Cabildo. Entonces fue más bien que estas tutelas fueron a entender que las decisiones que tome el Cabildo están bien fundamentadas jurídicamente. Entonces los que estaban resistiéndose como desacataron la autoridad tradicional pues entonces son sancionados con quitarles su propiedad."

                    (d) Narcotráfico y cultura.

Durante la década de los setentas la nueva clase emergente de la droga empezó a ser visible en las ciudades colombianas. Su estravagancia y gusto por lo kitsch pronto los ubicó en la categoría de"lobos" [emergentes]. Categoría de clasificación de la élite del país que condensa no solo una falta de distinción social y buen gusto, sino también una profunda censura moral hacia aquellas clases emergentes que por entonces estaban construyendo sus fortunas alrededor de la economía de la marihuana. Para mediados de los años ochentas la sustitución de la marihuana por la cocaína trajo consigo incrementos exponenciales en la riqueza, poder y visibilidad social de esta nueva clase. La capacidad de restructuración social y cultural de los narcos[20] se amplificó hasta el punto de enquistarse para después mimetizarse en diferentes capas del espectro social del país. Nuestra propia arrogancia hacia esas “clases peligrosas” fué diluída rápidamente, a medida que su incursión en los espacios propios de las élites se fué solidificando. Con el transcurrir de los años se empezaron a compartir los mismos colegios, los mismos clubes, los mismos barrios, espacios que rápidamente se transformaron en lugares de acomodación o resistencia. La seductora exhibición del inmenso poder y riqueza de los narcos en combinación con sus fallidos intentos de ajustarse a las categorías de buen gusto y distinción social propias de las élites produjo reacciones profundamente ambiguas en las clases altas colombianas: ¿Podrían los narcos, a través de su propia auto imagen de nuevos empresarios, conseguir un nicho en la alta sociedad? O por el contrario, ¿Sería su propia falta de distinción y buen gusto aquello que los mantendría por fuera de estos círculos? De hecho se dio una mezcla de estas dos condiciones produciéndose con ello una profunda fisura en la imagen de cohesión que las élites siempre pretendieron defender[21]. Hoy en día las élites colombianas son mucho más híbridas y amorfas, articuladas únicamente por un agudo individualismo que, como lo sugiere Restrepo (1992), magnifica los intereses privados a la vez que cierra las posibilidades para la construcción de solidaridad social[22]


La seducción que los narcos movilizan a través de sus excéntricos estilos de vida, su ethos (heroíco, machista e individualista) y su ilimitado acceso al poder, ha desencadenado profundos cambios sociales y culturales que atraviesan todas las esferas de la vida pública y privada, generando nuevas arquitecturas de mobilidad social y nuevos parámetros para la construcción de subjetividades. Los caminos para un rápido ascenso social se han multiplicado no solo como efecto colateral de las economías del narcotráfico sino también por las extravagantes demandas de los narcos[23]. El lavado de dinero pronto se configuró no solo como mecanismo para legitimar grandes fortunas, sino como medio para tejer relaciones con un amplio espectro de agentes pertenencientes a diversos fragmentos sociales (banqueros, arquitectos, agentes de finca raíz, terratenientes, diseñadores de interiores, artistas, políticos, burócratas, abogados, sicarios, guerrilleros, paramilitares)[24]. Estas nuevas alianzas pasaron a reflejar el delirio de la lógica de un capitalismo salvaje centrado en un desenfrenado despliegue de éxito y poder, y articulado por agenciamientos y psicologías de corte heroico, arrogante y autoritario. Los tentáculos del narcotráfico afectaron no solo las dinámicas de movilidad social vertical sino también aquellas propias de las clases subalternas: con la expansión de los cultivos de coca y amapola se desencadenaron procesos de feudalización territorial dentro de zonas de reciente colonización campesina, dentro de los resguardos indígenas, dentro de los cinturones urbanos de miseria, y a lo largo de las móviles fronteras de los bastiones guerrilleros y paramilitares. Estos procesos de recomposición espacial vinieron acompañados tanto por desplazamientos masivos de poblaciones campesinas hacia centros urbanos, como por el surgimiento de oportunidades para una rápida acumulación de capital[25]


En suma, el narcotráfico en Colombia no solo ha tenido un profundo efecto sobre las complejas y múltiples formas de violencia, sino también una incidencia determinante en la reconfiguración de la arquitectura social y cultural del país. El narcotráfico en Colombia ha impulsado una verdadera revolución cultural a través de la propagación de un nuevo conjunto de sistemas de valores, de parámetros de moralidad y de símbolos de éxito social y personal, todos fundados en una obscena exaltación a un individualismo agudo extendido a lo largo de todas las capas sociales, descomprometido con las tensiones sociales existentes e incapáz de comprehender la intricada complejidad del país[26]


Esta profunda incisión del narcotráfico en las matrices sociales y culturales es resaltada por el Taita Henry, miembro del Cabildo Guambiano, de la siguiente manera:

"Con esos cultivos, y como algunos ya procesan, pues ya ahí no mandan los usos tradicionales y la cultura. Qué cultura! ya manda es la plata Empieza ya la descomposición social, poco a poco a perder nuestra cultura. Pérdida del respeto a las autoridades, pérdida de respeto en el hogar. La rebeldía a las autoridades tradicionales, al cabildo, la desintegración familiar, la pérdida de la unidad en las mingas, que en otro tiempo pues eso era una cultura muy admirada. El que le paga más allá va pues. Ya ayúdeme, olvídese! Pero ya va cogiendo el dinero fácil entonces ya va perdiendo esa identidad cultural. El irrespecto a las autoridades tradicionales, el abandono de la familia. Eso para nosotros es muy grave. Y nosotros, nuestros hijos todo mundo iba enredándose allí. Ya las amistades se van involucrando y poco a poco se nos iban a enredar todo el mundo. Con los cultivos ilícitos se venía perdiendo todos los usos y costumbres. Y mirábamos que dentro de unos 2, 3, 4, 5 años aquí quien manda es el que tienen más plata y el que esté mejor armado."

               El caso Guambiano: Más allá de lo alegórico.

Las percepciones más generalizadas dentro de la población, sin duda alimentadas por polos de poder consolidados (medios de comunicación, países económicamente desarrollados, organismos multilaterales de financiación), entienden el narcotráfico como un fenómeno circunscrito al proceso de producción, circulación y distribución de drogas mediante redes de crimen organizado. El narcotráfico no es únicamente aquello sino también, y quizás más importante, un fenómeno con la suficiente capacidad para recomponer no solo estructuras de poder globales y locales, sino también los mismos modelos y prácticas sociales y culturales que articulan la vida en comunidad. El caso Guambiano no es sólo una alegoría de las complejas fuerzas que están moldeando la vida cotidiana en Colombia y los modelos de autoridad, poder y socialización que en ella se vienen consolidando.


Si bien el recuento que se ha hecho aquí es limitado en su profundidad y alcance, la ilustración de la fluidéz del narcotráfico y sus complejas y múltiples relaciones con estructuras de poder locales, regionales, nacionales y transnacionales, llevan a pensar en la relevancia de al menos tres grandes cuestiones. En primer lugar, el narcotráfico es una fuerza fragmentadora de comunidad no únicamente por la violencia desenfrenada que genera, sino sobretodo por las formaciones y vínculos sociales y culturales que promueve. En segundo lugar, el narcotráfico es un medio de movilización de poder y como tal dispone de una enorme capacidad mimética que le facilita un tránsito rápido y eficáz entre los invisibles laberintos de la marginalidad y los iluminados corredores del poder institucionalizado. Finalmente, la fluidéz del narcotráfico es truncada únicamente cuando ella confronta tanto estructuras de poder vigentes, como los modelos y prácticas sociales y culturales que viabilizan ese poder. Basta por ahora terminar con una provocación: ¿Existe diferencia entre el ethos del narcotráfico y aquel propio de otras formas legítimas y ya diseminadas de rápida acumulación de riqueza? ¿Será acaso que el narcotráfico sigue su rápida expansión porque no está en verdad confrontando los cimientos de las estructuras de poder vigentes sino tal vez potencializándo los vínculos sociales y culturales que los sustentan?

Referencias

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Notas

[1] Doctor en Antropología Rice University. Profesor visitante en el Programa de Pós-Graduação em Ciências Sociais (PPCS), Universidade do Estado do Rio de Janeiro (UERJ). Ensayo basado en el trabajo de consultoría realizado por el autor con el Programa Presidencial para la Sustitución de Cultivos Ilícitos (Plante), en Bogotá entre noviembre de 1997 y marzo de 1998. Agradezco la impecable y transparente colaboración de Angela Rivas, sin cuya ayuda este trabajo habría sido imposible. Una versión de este artículo se presentó en el X Congreso Mundial de Sociología Rural. Simposio E: New approaches for the development of rural communities. Sesión 2, Economic (under) development and illegal crops. Rio de Janeiro, Agosto 2000.

[2] Véase Taussig (1987) para un análisis del rol de la envidia como sentimiento articulador y creador de tejido social dentro de estas comunidades.

[3] Dentro del resguardo existen tierras de uso comunitario y microfundios (minifundios que se han ido dividiendo de generación en generación). La mayor parte de los cultivos ilícitos estaban en tierras comunitarias que además habían sido recuperadas de las manos de hacendados apenas una década atrás .

[4] Esta creencia es funcional para los intereses norteamericanos en la medida en que colapsa en un solo punto los temores del enemigo interno (doctrina de seguridad nacional) con la lucha antinarcóticos; no obstante deja por fuera del campo de visión la inmensa incidencia que tienen los grupos paramilitares colombianos en el control no solo de zonas de producción de cultivos ilícitos sino también en la distribución de narcóticos, tráfico de armas y de precursores químicos.

[5] Es importante resaltar que en Enero del 2000 el presidente Colombiano Andrés Patrana se reunió con Bill Clinton para terminar de negociar, junto con el Congreso de ese país, una ayuda que asciende a los US$1.300 millones, y con ello una mayor presencia tanto militar como operacional de efectivos de ese país en territorio Colombiano. Con este paquete Colombia se convierte en el tercer país del mundo, solo sobrepasado por Israel y Egipto, con mayor asistencia militar Norteamericana.

[6] Para una bibliografía y un panorama de la situación de los desplazados en Colombia véase Romero (1998),Villaveces (1997, 2000).

[7] Se conoce como La Violencia el período que va aproximadamente desde 1945 hasta 1965, caracterizado por una confrontación sangrienta en los campos colombianos entre militantes del partido conservador y militantes del partido liberal. La Violencia como período histórico se cierra con la consolidación del pacto bipartidista del Frente Nacional, a través del cual los dos partidos se comprometían a una alternancia en el poder. Véase Guzmán, Fals Borda, Umaña (1964); Sánchez (1991); Sánchez y Peñaranda (1994), entre muchos otros.

[8] Sobre justicia guerrillera véase el tabajo que viene adelantando Aguilera (1999).

[9] Para una historia de este proceso véase Molano (1987).

[10] Principalmente en la zona bananera del Urabá Antioqueño y en las zonas ganaderas de Córdoba y del Magdalena Medio. Véase Medina (1990). Las “vacunas” guerrilleras o impuestos revolucionarios, eran exigencias de pago en dinero o en especie a través de los cuales los ganaderos se obligaban a contribuir al financiamiento y manutención de la guerrilla; durante los noventas esta práctica fué tambien adoptada por los grupos paramilitares como una de sus fuentes de financiamiento.

[11] Hoy en día los organismos de seguridad deben en principio hacer frente no solo a la guerrilla y al paramilitarismo, sino también al narcotráfico, al terrorismo urbano, y a los altísmos índices de secuestros y homicidios en las grandes ciudades.

[12] Desde el fin de la Guerra Fría la política externa Norteamericana ha señalado al narcotráfico como amenaza a su seguridad nacional, amenaza que si bien proviene de varios países de América Latina está focalizada, según Washington, en Colombia (esta visión por supuesto deja por fuera del escenario los negocios que florecen junto al narcotráfico y que tienen su origen justamente en Europa o Estados Unidos, por ejemplo el comercio de precursores químicos, el tráfico de armas, el entrenamiento de ejércitos privados del narcotráfico por mercenarios del primer mundo, etc). Como se verá más abajo, las preferencias del Departamento de Estado Norte Americano son las de militarizar la lucha contra el narcotráfico y con ello legitimar una injerencia directa en los países del hemisferio.

[13] Véase por ejemplo la novela de Gonzalo Mallarino “Año 2001: Romance en la Narcoguerra” como ejemplo de una visión apocalíptica de una Colombia dividida por las guerrillas, consumida por la corrupción y por la incursión del narcotráfico en toda la vida política de la nación. A esta visión se le suman aquellas que circulan con insistencia en los medios de comunicación del hemisferio: Colombia la Bosnia de las Américas, la Balcanización de Colombia, y más recientemente la Colombianización de América Latina.

[14] Para un análisis de la situación carcelaria actual en Colombia véase Rivas (2000).

[15] Para los efectos de esta judicialización de la vida cotidiana en Italia véase Pederzoli y Guanieri (1997).

[16] Véase García (1993) y Orozco (1992).

[17] “En efecto, si los funcionarios (electos popularmente) son por regla general corruptos y los jueces no electos (popularmente) son quienes restauran la moral, entonces podría plantearse el colombiano ¿Para qué sirven la democracia y las elecciones? Los riesgos de una salida autoritaria y antidemocrática son entonces enormes, pues cada vez más la sociedad comenzaría a confiar en hombres providenciales para la restauración de la virtud.” Uprimny 1996:126. Sobre el mismo tema véase también Orozco y Gómez (1997).

[18] Los atentados con bombas durante Noviembre y Diciembre de 1999 en Bogotá, Medellín y Cali han sido atribuídos a una organización llamada “Resistencia Patriótica Colombiana”. Esta organización, según información del periódico El Tiempo, “actúa en retaliación por el desalojo de vendedores ambulantes, la quiebra de empresas y la extradición de colombianos.” (El Tiempo, Martes 28 de Diciembre de 1999). Según la Policía Nacional esta organización estaría conformada por milicias urbanas de las FARC y del ELN contratadas por el narcotráfico.

[19] La muestra más evidente de ello fué el encarcelamiento de Pablo Escobar en La Catedral, prisión de “alta seguridad”controlada por el propio capo y de la cual más tarde escaparía.

[20] El vocablo ¨narcos¨ aparece en el léxico popular a partir de la década de los ochentas en Colombia, y hace referencia a aquellos involucrados en algun segmento del proceso de producción, circulación y/o distribución de drogas ilícitas; adicionalmente el vocablo mobiliza un sentido de alteridad marcado tanto por la censura moral como por la profunda capacidad desestabilizadora de estos actores para con diferentes ordenes de civilidad.

[21] Mientras que varios clubes y colegios tradicionales de las élites negaban los pedidos de ingreso a aquellos que no podían probar un reconocido linaje a la alta sociedad, los altos círculos políticos y económicos daban la bienvenida a los que consideraban como“nuevos empresarios” y, por ende, potenciales socios en negocios futuros.

[22] Este agudo individualismo se ha entremezclado con un deseo por aferrarse a estilos de vida “cosmopólitas” (a tono con las imágenes de éxito y control proyectadas por el cine y las revistas de modas) construídos mediante una persistente negación de las tensiones sociales, al igual que una indiferencia punzante para con el destino del otro. Como el novelista Colombiano RH Moreno-Durán agudamente observa a través de uno de los personajes de El Caballero de la Invicta (1993), “Como una célula, él procedió a cubrirse con la densa membrana de la indiferencia, suspendiendo toda actividad.” El impestuoso surgimiento de guardaespaldas privados, y la sobrepoblación de agentes de seguridad en los centros comerciales, los aeropuertos, las residencias, los colegios, las oficinas públicas y privadas proveen, para estos “cosmopólitas”, un sentido artificial de normalidad que nutre tanto sus propias negaciones como sus propios delirios.

[23] Como lo indica Camacho (1996) la mobilidad social vertical, ya puesta en movimiento por el proceso de modernización, se intensifica con el narcotráfico con un componente adicional que dispara procesos únicos de hibridación social en cada segmento de clase: mientras que el narcotráfico construye nuevos valores y modelos de suceso, oportunismo económico e individualismo exacerbado, éste subvierte “las concepciones tradicionales sobre el ordenamiento jerárquico de la sociedad, los credos religiosos y las ideologías que sancionan la existencia, dominación y normalidad de las diferencias de clases sociales, que apuntalaron nuestra supuesta configuración como nación y su estructura particular de dominación.” Camacho 1996: 132.

[24] Véase Camacho (1996). Sobre el impacto del narcotráfico en la economía colombiana véase Thoumi (1994). Sobre el impacto de éste en culturas juveniles marginales véase Salazar y Jaramillo (1992) y Vallejo (1994). También véase la película Rodrigo D: No Futuro de Víctor Gaviria (1990).

[25] El boom de la droga trajo consigo no solo nuevas presiones sobre la frontera agrícola, sino que generó también repentinas y volátiles expansiones en las precarias economías de frontera, ahora sobrepobladas de comerciantes, prostitutas y pistoleros. En las zonas urbanas el impacto más agudo fué, en principio, sobre las poblaciones excluídas y marginadas. El narcotráfico logró no solo ofrecer una alternativa a las economías del rebusque, sino tambien articular a pistoleros y pequeños traficantes con bandas organizadas de sicarios. Sobre esto último véase Salazar (1990).

[26] Este tipo de individualismo, exaltado en esta época de capitalismo salvaje, se fundamenta en la idea de un control total del sujeto sobre sus acciones y sobre todo el mundo que lo rodea, es decir, en un agenciamiento heroico, individualizado y arrogante patrón de toda formación autoritaria. Para una discusión sobre este tipo de sujetividades véase Theweleit (1989).

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