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Desarmando el Sujeto:
Recordando la Guerra e Imaginando la Ciudadanía en Ayacucho, Perú

Kimberly Theidon[*]

Every narrative, however seemingly ‘full,’ is constructed on the basis of a set of events that might have been included but were left out; this is as true of imaginary narratives as it is of realistic ones.[1]

La guerra y sus secuelas sirven de poderosos incentivos a la elaboración y transmisión de historias individuales, comunales y nacionales. Estas historias reflejan y constituyen la experiencia humana en la medida que fijan los contornos de la memoria social y producen sus efectos de veracidad. Ellas utilizan el pasado de manera creativa, combinando y recombinando elementos de ese pasado al servicio de los intereses del presente. En este sentido, la apropiación consciente de la historia involucra tanto la memoria como el olvido, dos procesos dinámicos impregnados de intencionalidad.

En este ensayo, exploro el uso político de las narrativas elaboradas en el campo ayacuchano respecto a la guerra interna durante los últimos quince años. Planteo que cada narrativa tiene una intención política y supone un auditorio interno como externo. En este sentido, el despliegue de narrativas de guerra tiene mucho que ver con la construcción de nuevas relaciones de género, generación y etnicidad que caracterizan la política contemporánea de la zona. Sugiero que éstas nuevas relaciones tienen un impacto en la elaboración de las prácticas democráticas y sobre el modelo de ciudadanía que están siendo elaborados dentro del contexto actual.

Igualmente, estas narrativas sirven de componente central en la elaboración de identidades locales y nacionales tomando la épica guerrera como la estructura que guía tanto la forma como el contenido de dichas historias. Este estilo épico enfatiza el heroísmo masculino y ha sido canonizado no solamente por las comunidades mismas sino también por la literatura académica.[2] Esta homogenización de la narrativa ha invisibilizado las versiones, experiencias y comprensiones alternas de la guerra al compactar los recuerdos fragmentados y polifónicos dentro del paradigma dominante sobre la guerra [Cooke 1996]. De hecho, la versión masculina de la guerra —la de ronderos que defienden sus pueblos, derrotando a Sendero Luminoso(SL) y estableciendo nuevas prácticas democráticas y exigencias de ciudadanía— oscurece los procesos disyuntivos y contradictorios de la construcción de ciudadanía en estos pueblos. Sugiero que estas disyunciones reflejan los ejes de diferenciación que operan en estos pueblos; ejes que incluyen género, generación, y etnicidad.

Por lo tanto, si bien su participación armada en la guerra ha permitido a los sectores subalternos del campo ayacuchano conquistar escenarios nacionales en una lenta e intermitente construcción de ciudadanía, la participación armada contra Sendero Luminoso y la relación que las rondas formaron con las Fuerzas Armadas han reforzado, de maneras clave, las relaciones patriarcales en estos pueblos; lo que ha resultado en un desigual ejercicio de derechos y sentido de pertenencia a esa comunidad imaginada llamada nación. La integración nacional producto de la participación en un conflicto armado influye en la subsiguiente cultura política contribuyendo a lo que Caldeira y Holston llaman “la democracia disyuntiva.” Como explican:

Al tildar la democracia de disyuntiva, queremos enfatizar que ella abarca procesos en la institucionalización, práctica y significado de la ciudadanía que nunca son uniformes ni homogéneos. Estos son más bien normalmente dispares, desequilibrados, irregulares, heterogéneos, arrítmicos, y ciertamente, contradictorios. El concepto de democracia disyuntiva enfatiza, por lo tanto, que en un momento dado, la ciudadanía puede ampliar los derechos en un campo mientras los contrae en otro. El concepto también significa que la distribución y profundidad de la democracia entre una población de ciudadanos en un espacio político dado son desiguales. (Caldeira and Holston 1996:717).
El que la distribución de la democracia varia según los ejes de diferenciación que acribillan cualquier espacio político —sea el Estado-Nación o una comunidad campesina— hace explotar la noción de que uno puede hablar del “subalterno” o “popular” como un grupo monolítico cuyos intereses fluyen “naturalmente” de su posición marginalizada. Cualquier lógica binaria que pretende construir una dicotomía rígida entre “lo oficial” y “lo popular” oscurece tanto la fluidez dentro de tal dicotomía como la fragmentación que existe por ambos lados, cayendo en la trampa que Spivak denomina “el apartheid feroz de las oposiciones binarias.”

Si bien las oposiciones binarias son feroces, las metanarrativas también ejercen su poder en el establecimiento de las reglas del compromiso. Esta misma lógica binaria se manifiesta en la gran mayoría de los textos sobre represión política, procesos pos-guerra, y memoria. Hay una estructura analítica repetitiva que informa tanto la producción académica como la producción activista respecto a estos temas. Por un lado de la dicotomía está la categoría “memoria oficial.” Esta categoría aparece bajo varios nombres y adjetivos: “Estado,” “grupos dominantes,” “memoria hegemónica”; — en fin, “memoria mala o represiva.” Por el otro lado está “la memoria popular.” Los portadores y adjetivos son “grupos subalternos” o “marginalizados,” “sociedad civil,” “memoria contra-hegemónica” — en suma, la “memoria buena o emancipatoria.” Entonces, la meta implícita es suplantar “la memoria oficial” con “la memoria popular” como un proyecto intrínsicamente democrático.

Sin embargo, ¿es verdad que el poder y la estratificación no operan dentro del subalterno o del popular? Qué pasa con los ejes de diferenciación ya mencionados? El homogenizar “el popular” es borrar el hecho de que puede ser simultáneamente oposicional y hegemónica en un contexto dado. Como afirma Mallon:

La cuestión de complicidad, jerarquía, y vigilancia dentro de comunidades y culturas subalternas es realmente espinosa; es algo que exige un trato considerado y matizado. Por un lado, el hecho de que surja esta pregunta implica claramente que ninguna identidad subalterna puede ser pura y transparente; la mayoría de los subalternos son sujetos tanto dominados como dominantes, dependiendo de las circunstancias o ubicación en las que los encontremos. [Mallon 194:1511]
Entonces, mi meta en este ensayo es descentralizar la producción de las memorias ¾siempre en plural— sin reproducir esta estructura analítica binaria. Busco iluminar tanto el potencial democrático de las narrativas campesinas de la guerra como captar la manera como el poder de la palabra —la autoridad para narrar estos eventos— se queda solidamente en manos de los varones. Entonces, intento preservar la polifonía que interrumpe la metanarrativa, esperando que esta multiplicación de voces históricas pueda contribuir a la construcción de una democracia menos disyuntiva y más inclusiva.

La información que utilizo en este ensayo ha sido obtenida del trabajo de campo llevado a cabo en varias comunidades a lo largo del Ayacucho rural entre 1995-99[3]. Complemento esta información con documentos escritos como los Libros de Actas de varias de las comunidades estudiadas y las historias escritas de las autoridades locales. El estudio comprende las comunidades de la parte alta de Huanta y Tambo, al norte del departamento de Ayacucho, que tuvieron un papel protagónico en la lucha contra SL y donde el repoblamiento desde 1994 ha sido el más intenso del departamento.[4] Adicionalmente, el proceso de retorno y de pacificación logrado en la zona involucra a nuevos actores sociales que van más allá de una presencia militar. Ciertamente, la presencia de las ONGs y entidades estatales contribuye a que las relaciones en estos pueblos sean complejas y juega un papel importante en los nacionalismos campesinos que se están imaginando en el Ayacucho rural.

Militarizando la masculinidad: “La gente comienza a ponerse macho”

En 1991 un joven rondero en Huayllay en la provincia de Huamanga explicó a mi colega Ponciano del Pino la ruptura en las relaciones de poder con Sendero Luminoso y el inicio de la respuesta organizada de los Comités de Defensa Civil –CAC (conocidos como rondas campesinas). Durante los primeros años de la guerra, la relación del campesinado con SL se caracterizó por una convivencia estratégica; es decir, una postura ambigua frente a los beneficios potenciales ofrecidos y una disposición a esperar a ver si el discurso insurgente era algo más que meras palabras. Sin embargo, esta relación se deterioró rápidamente bajo la política autoritaria y violencia letal de los insurgentes, y las presiones correspondientes de las FF AA. En las palabras de este rondero, la respuesta campesina a SL implica un cambio de parte de los campesinos; un cambio que él define como: “la gente comienza a ponerse macho”.[5]

Esta respuesta campesina se extendió rápidamente a lo largo de muchas comunidades norteñas de Ayacucho, donde se institucionalizaron las actividades de defensa bajo la modalidad de rondas campesinas” .[6] Esta organización efectivamente ofreció una respuesta a las amenazas externas aunque trajo consigo implicaciones contradictorias con respecto a las relaciones dentro de las comunidades mismas.

La trayectoria de las rondas variaba de región a región y, con frecuencia, entre una y otra comunidad. Sin embargo, se observa que inicialmente las rondas eran lideradas por las autoridades comunales existentes y dentro del marco organizativo establecido. Adicionalmente, en los Libros de Actas de los pueblos de Balcón y Carhuapampa en Tambo y Carhuahurán en Huanta, se registra la participación tanto de hombres como de mujeres en la defensa comunal. Estos documentos comunales indican que las viudas y madres solteras debían patrullar durante el día; los testimonios de las mujeres corroboran esta participación. es así como  los testimonios de las mujeres de Carhuahurán, y los registros de pago, confirman el rol de las mujeres en la defensa de sus comunidades. En contraste con las imágenes esencialistas de mujeres que se escapan y se esconden, varias mujeres mencionan como “con piedra, cuchillo y huaraca, nos defendimos”. Además de su participación armada, las mujeres rutinariamente seguían a los ronderos durante sus barridas de la zona, proporcionando alimentos y cargando municiones. Un conflicto armado desafía los códigos aceptados de la conducta y los papeles establecidos de género. Sin embargo, la militarización esencializa estos papeles — no en el momento del combate pero sí en la narración subsiguiente.

La presencia de las mujeres en las actividades de defensa se mantuvo durante toda la guerra pero sin que se produjese un reconocimiento oficial de este papel. Esta falta de reconocimiento no se debió a la ausencia de mujeres sino más bien a los valores chauvinistas con los que llegaban los militares a la zona. La construcción de la “hiper-masculinidad” del guerrero no dejaba espacio para el protagonismo de las mujeres rurales en el conflicto armado. De hecho, la presencia castrense trajo consigo nuevos modelos de masculinidad y de feminidad que se impusieron frente a concepciones ya existentes de género y enfatizaron el aspecto jerárquico y rígido de dichas concepciones, en lugar de rescatar los componentes complementarios que también caracterizan las relaciones de género en la zona andina [Arnold 1997; Harris 1978; Isbell 1979; Silverblatt 1987; Reynaga 1996]. De hecho, este ejemplo nos permite criticar una cierta miopía en esta literatura, que construye un modelo de complementariedad utilizando el hogar como la unidad de análisis, oscureciendo tanto las desigualdades dentro de la familia como los conceptos de género que moldean el macro mundo dentro del cual estos hogares se encuentran.

Cuando la alianza conflictiva entre el ejército y la población civil se hizo más estrecha, llegando a la formación de patrullas especiales de autodefensa conformadas por jóvenes ronderos pagados por la comunidad para patrullar de tiempo completo, se agudizaron las distancias sociales y las jerarquías de poder basadas en las categorías de género y generación. Estos jóvenes ronderos asumieron no sólo el discurso militar sino también una constelación de prácticas que constituyeron una nueva manera de ser varón. A través de sus apodos de guerra — Rambo, Bestia, Tigre, Lobo— buscaban construir una identidad que rechazara todos aquellos elementos que pudiesen ser considerados femeninos, léase "débiles". En consecuencia, su identidad se contruyó en contraste rígido con los valores femeninos, llegando a autodefinirse como “los más machos. Esta nueva manera de ser varón utilizó formas globalizadas de una masculinidad armada — elementos de un “soldado universal,” simbolizada en las películas de acción que están omnipresentes en los canales televisivos — para establecer una nueva postura dentro de las comunidades y entre estos varones y el Estado. Ya no eran los campesinos humildes, agachando la cabeza frente a la sociedad mayor que les considera ignorantes — campesinos con poco acceso a recursos como la educación o el manejo del idioma Castellano. Como sugiere Nelson en su trabajo en Guatemala, “The Indian is often coded as female,” precisamente por el poco manejo de tales recursos (Nelson 1999:26). Ser guerrillero se convirtió en una manera de cerrar la brecha entre una identidad feminizada y una masculinidad deseada.

En este proceso de militarización —que involucra no solamente cambios estructurales sino también giros de conciencia— la organización comunal cedió ante la hegemonía de los Comités de Defensa Civil y sus comandos. Por un lado, los Senderistas asesinaron a muchas autoridades comunales como parte de su campaña de “descabezar” a las comunidades campesinas y sujetarlas a sus códigos revolucionarios. Por otro lado, el ejercicio tradicional del poder terminó desplazado por un nuevo núcleo dirigente de liderazgo compuesto por jóvenes ronderos. Este nuevo cuadro trastocó el poder generacional en la medida en que estos hombres jóvenes, prácticamente "jubilaron" a una generación completa de autoridades comunales mayores. Este nuevo liderazgo se legitimó a sí mismo a partir de su protagonismo durante la guerra y de sus relaciones cercanas con las FF. AA.. De tal manera, la guerra terminó en manos de jóvenes guerreros, quienes más tarde, inmortalizarían este periodo en las historia comunal. Naturalmente, las guerras se luchan, pero también se relatan.

El pertenecer a determinadas patrullas — ser parte de "Los Tigres"[7]— significaba para estos jóvenes un cierto reconocimiento dentro de la comunidad y el acceso al prestigio masculino en las presentaciones públicas. Este capital simbólico era con frecuencia canalizado por estos jóvenes hacia la búsqueda romántica de una pareja y para desafiar las jerarquías tradicionales de poder; invirtiendo las relaciones que anteriormente habían servido para otorgar autoridad a hombre mayores y, en menor grado, a mujeres mayores.

Sin embargo, estos jóvenes ronderos encontrarían contradictores al título el título de “el más macho” en el seno de la propia jerarquía. Si bien esta autopercepción había nacido de su lucha contra SL, los soldados no estaban tan dispuestos a cederles este título. Una de las estrategías utilizadas por los soldados para establecer su poderío era la "feminización" de los ronderos. En mis entrevistas con oficiales de las bases militares de Carhuahurán y Qellaqocha, estos insistieron que durante los ataques senderistas, los varones escaparon con sus armas dejando atrás a las mujeres y los niños. En esta versión castrense de los ataques, las rondas no son perfilados en el papel heroico que ellos mismos retratan; más bien, habrían sido los soldados quienes salvaron a estas comunidades, implicando que los varones del lugar no podían cumplir con la defensa de “sus propias mujeres”.

Pero había otros actores sociales en escena: los Senderistas. A lo largo de la guerra, los militantes Senderistas también hacían uso de la feminización a fin de poner en tela de juicio la valentía de sus enemigos. En este caso, los Senderistas llamaban "maricones" a aquellos soldados que se asustaban al punto de no poder ni siquiera salir de sus bases. Así, vemos las múltiples masculinidades que se despliegan en la búsqueda del establecimiento de relaciones de poder y legitimidad dentro de nuevos modelos militarizados de lo que significa "ser varón". La construcción y predominio de esto valores se podría denominar un "patriarcado militarizado", contexto dentro del cual han vivido estas comunidades durante casi veinte años.

Sin embargo, los hombres no eran los únicos que jugaban con estas múltiples masculinidades. Las mujeres también se inscribían en este escenario. Debido a las exigencias de la violencia política y a la ausencia de sus seres amados, viudas y madres solteras se veían forzadas a redefinir sus roles y asumir nuevas responsabilidades en lo que se refería a defensa y, en algunos casos, terminaban siendo las presidentas de sus comunidades y comandas de las rondas. Por ejemplo, la Presidenta Modesta del pueblo de Pampay (en el valle de Huanta) me habló toda una tarde de su propia trayectoria y de cómo llegó a ser la primera comanda de la ronda campesina de su pueblo en 1988 y, posteriormente, presidenta de su comunidad en 1994:

“Nos quedamos muchas viudas acá. Entonces obligatoriamente hemos hecho los cargos. Porque somos viudas y nuestros hijos también fueron a otro sitio a trabajar, y querer o no querer, tenemos que hacer”.

Seguidamente pregunte sobre sus experiencias como comanda de las rondas:

Pregunta: Y ¿cómo es la vigilancia — es con arma?
Sra. Modesta: Sí, es con arma. Así chakchando la coca, así nos cuidamos. Poniendo a la situación de un hombre.
Pregunta: ¿Es bastante el miedo?
Sra. Modesta: Sí, es bastante. Estamos pensando si llega (Sendero) de día o de noche nos puede matar. Pero estamos expertas para todo eso. Cuando ladra el perro ya estamos saltando. Estamos con todo esto experta para cualquier cosa.
La idea de “ponerse a la situación de un hombre” refleja hasta que punto la toma de espacio público está asociado con este patriarcalismo militarizado. De hecho, la comanda actual de Pampay me contó que “Hacemos la vigilancia con armas, qarichaskupanchik (haciéndonos macho)".[8] El proceso de "hacerse macho" no se limita a las mujeres de Pampay. Según la información brindada por las autoridades mismas, en 1994, 22 mujeres de diferentes pueblos a lo largo del valle de Huanta asistían a las reuniones de coordinación con las patrullas de defensa civil en la base militar de Castropampa.

Quiero señalar que esta presencia relativamente tardía de las mujeres en el liderazgo de los Comités de Autodefensa Civiles (CAC) es bastante excepcional y no sólo obedece a la ausencia de sus maridos sino también a una redefinición de la estrategia del ejército. Mientras que los primeros años de la guerra se caracterizaron por la presencia de la Marina —la rama más blanca y elitista de las Fuerzas Armadas peruanas— los esfuerzos contrainsurgentes posteriores se centraron en el desarrollo de alianzas con la sociedad civil resultando en una mayor apertura frente a los habitantes de las localidades y un viraje hacia la integración de los lugareños en sus bases.[9] Sugiero que esta integración no implicó un cambio en las nociones de masculinidad y feminidad sino más bien era reflejo de una posición pragmática que fue asumida institucionalmente. Además, esta estrategia formó parte de la narrativa nacional del Fujimorismo. Esta narrativa triunfalista enfatizó la alianza entre las Fuerzas Armadas y la población civil en vez de los masacres, violaciones y otros abusos que también fueron parte de la historia de la guerra interna.

Sin embargo, subrayo que el papel desempeñado por las mujeres no se limita a este proceso de “qarichaskupanchik”; ellas también desarrollaron identidades múltiples que respondían a los cambios abruptos que acompañaron los años de guerra. Las mujeres seguían siendo las que se encargaban del hogar frente al doble reto de la violencia política y una pobreza exacerbada por la guerra.

Enfatizo que, aunque la lucha por supervivencia puede ser "menos dramática" que la lucha armada, el análisis de la economía doméstica de guerra revela el grado al cual la supervivencia en sí se convierte en una lucha cotidiana. Al vivir en cuevas durante meses, y en algunos casos durante años; desplazarse cotidianamente de un lugar a otro; y cocinar y asumir el cuidad de los niños en condiciones adversas, estas mujeres no limitaron su protagonismo a los modelos épicos masculinos. Como lo relataban las socias del Club de Madres de Purus, “Estábamos tristes porque no podíamos alimentar bien a nuestros niños. Los niños lloraban para comer, y es la mamá quien tiene que hacer algo.” Lo que revelan las entrevistas con estas mujeres es el reconocimiento implícito del rol central de la mujer no sólo en lo que se refiere a producción sino a reproducción social; ambas amenazados durante la guerra, colocando la mera supervivencia en entredicho.

Sin embargo, el papel activo asumido por las mujeres durante la guerra permanece en la sombra en las historias comunales que están siendo elaborados en estas comunidades. Percibo la brecha entre discurso y práctica: es decir, la brecha entre los acontecimientos de la guerra y la memoria social que se elabora en este periodo de transición. Muchas de las historias sobre la violencia política son relatados por los varones y con respecto a los varones en la región. Como sugiere Hayden White [1987], sólo una narrativa imaginaria nos puede proporcionar una historia perfectamente coherente, sin contradicciones, sin lógicas múltiples, es decir, una gran epopeya heroica. Adicionalmente, White sugiere que la forma narrativa no es inerme sino que moldea el contenido. Es cierto que la historia épica es algo que nos es familiar; desde la infancia nos acostumbramos a las epopeyas a través de los cuentos, las tiras cómicas y las películas. Como asevera Cooke, estas historias reflejan el paradigma dominante de guerra “que resucita cliches esencialistas y pasados de moda de la agresividad de los varones y el pacifismo de las mujeres". [Cooke 1996:15].

A continuación exploro las historias que relatan y las implicaciones de éstas en la construcción de identidades locales y nacionales.

Memoria y Narratividad: la política identitaria

Toda comunidad construye un pasado para sí misma, tanto con el fin de dotarse de un sentido colectivo como para proyectar una identidad colectiva coherente frente a los "demás". De hecho, sugiero que la producción consciente de la memoria histórica empieza cuando se requiere la definición de una identidad colectiva, de “nosotros.” Sin embargo, “nosotros” es una categoría escurridiza y puede servir a intereses tanto incluyentes como excluyentes.

No es tanto una cuestión de tener o no un pasado; se trata más bien de qué pasado se debe dotar la colectividad. De tal manera, los historiadores locales corren con la responsabilidad de seleccionar el pasado que debe recordarse y, por contraste, el pasado que debe olvidarse, o enterrarse. Es gracias a estas historias —que hacen énfasis en el heroísmo masculino— que los miembros de estas comunidades han desarrollado la identidad estratégica que les ha permitido colocar sus demandas frente al Estado.

En los testimonios que recopilé en diversas comunidades norteñas —allí donde la población se organizó para opner resitencia a Sendero— es común encontrar historias con una estructura narrativa similar y con el mismo discurso nacionalista. El heroísmo de la resistencia campesina aparece como un componente central en la construcción de las identidades individuales y locales. Esta es una identidad que ofrece a estos hombres reconocimiento y orgullo en una sociedad nítidamente marcada por diferencias sociales y étnicas, y les permite presentarse frente al Estado y la sociedad en general como los legítimos "defensores de la Patria y la democracia". De hecho, durante la celebración en 1998 de las fiestas patrias (Día de la Independencia) el alcalde de la comunidad de Carhuahurán se dirigió a todos los ronderos presentes durante la izada de la bandera. El Señor Rimachi es reconocido como un verdadero héroe de la guerra y un historiador legítimo de los acontecimientos de la violencia. Su cuerpo lleva las huellas de su heroísmo: en lugar de diez dedos, sus nudillos terminan en muñones, resultado de las mutilación causada por una granada Senderista que le estalló al bajar la bandera del grupo insurgente que había sido izada desafiantemente en las punas de su comunidad.

En esta izada de la bandera peruana —práctica que se lleva a cabo los domingos en los pueblos rurales en Ayacucho— el Alcalde Rimachi pronunció las siguientes palabras frente al grupo que se formó en filas y columnas y con sus rifles colgados al hombro:

“Hoy es el aniversario de la patria, por lo que como peruanos debemos festejar con orgullo, con cariño y con respecto. Un día como hoy nos independizábamos de la dominación española, así peleando como nosotros peleamos contra Sendero para defender lo que es ser peruano. Este sentimiento de haber luchado debería estar presente en nosotros para sentirnos orgullosos y recordar que esta lucha aún no ha terminado sino quizás va a empezar nuevamente. Por eso deberíamos estar listos para esta tarea y no seguir perdiendo el fervor de lucha que antes nosotros teníamos”.
Vale señalar que la invocación del "nosotros" no incluye a todos los miembros de la comunidad; en esta ceremonia de izada de bandera —al igual que en todas las demás— sólo los hombres participan mientras las mujeres observan desde lejos en los umbrales de sus casas o en grupos junto con los niños.

Adicionalmente, tomo nota de la gloriosa historia relatada por el Alacalde Rimachi, entretejiendo dos siglos de historia de resistencia en nombre de La Patria. Aquí no sólo se relata la historia, ésta además es puesta al servicio de una causa. Esta reapropriación del pasado se hace aún más notoria en la historia escrita que él elaboró como parte de un concurso patrocinado por una ONG en 1997.

En un documento titulado “El problema de los resistentes: una historia que se repite después de 182 años,” el Sr. Rimachi informa a sus lectores que “Los pobladores de esta region tienen una historia de rebeldía desde el levantamiento de los ‘pocras’ aliados con los ‘chancas’ y ‘wancas’ contra los incas, llegando hasta las puertas del Cuzco. (Además) durante los levantamientos de los Iquichanos, Carhuahurán fue su sede central. Durante las guerras de la independencia, luchamos a favor de los Españoles, y después contra la dictadura de Bolívar en 1827.” Luego procede a hacer una crónica sobre los principales ataques Senderistas vividos por la comunidad de Carhuahurán, el número de muertos causados por dichos ataques, y cómo los “campesinos rebeldes” derrotaron a la guerrilla. Termina la historia afirmando que “Se puede decir que el mejor campesino es el campesino peruano, por su resistencia, capacidad de recuperación y adaptación a las inclemencias, desastres y problemas civiles que ha permanecido por 14 años de guerra subversiva y casi como demostró ante la historia su capacidad y recuperación por malos elementos”.

En esta historia gloriosa de una “gente rebelde,” presenciamos la construcción de una identidad imaginada que abarca dos siglos y que reivindica una población marginada como meros “chutos”(“salvajes”) de la puna. En la toma del espacio público mediante la izada de la bandera, ellos reasignan su propio sentido a este acto nacionalista —no sólo como miembros de la nación sino como héroes de La Patria. Esta reasignación de sentido se vería también posteriormente ese mismo día cuando los ronderos de los pueblos circundantes desfilaron con la bandera peruana inscrita con la figura del rondero, su rifle y sombrero en el lugar que normalmente corresponde al emblema patrio.

Deseo enfatizar el hecho de que este es “un pueblo” que se está volviendo a crear a través de sus narrativas. Lo que se recuerda en esta historia gloriosa se ve complementado por lo que se olvida. En ningún lado de esta larga crónica figura la servidumbre sufrida por la población en las haciendas que existieron por toda la región hasta hace apenas 30 años. Claramente, el olvido puede consistir en recordar otra cosa; en remplazar la historia de un trato racista y humillante a manos de los hacendados por otra historia que borra este estigma étnico.

De hecho, el eje central de este olvido es el proceso de etnogenesis en el altiplano. Entre los profundos giros políticos de las últimas dos décadas figura la transición desde una administración étnica hacia la elaboración de una nueva identidad étnica amorfa, los “altoandinos”. Esta expresión fue utilizada por primera vez por las ONG en 1993 para referirse a la zona geográfica en la que operaban. Sin embargo, cuando los campesinos comenzaron a organizarse para el retorno a sus tierras y la reconstrucción de sus pueblos, ellos mismos comenzaron a utilizar el término como distintivo identitario, insistiendo en que “Ya no somos chutos —somos Altoandinos.” De tal manera, en un corto lapso de siete años, ha sido creada una nueva identidad étnica a partir de las categorías fortuitas desarrolladas por las ONG, quienes con frecuencia pasan por alto la re-elaboración que hacen sus “beneficiarios” de los calificativos tecnocráticos y el consecuente surgimiento de nuevas subjetividades. [Escobar 1995]. Efectivamente, los líderes locales recientemente comenzaron a organizar y solicitar que sus comunidades del altiplano sean reconocidas como la Provincia Altoandina.

Sin embargo, quisiera volver a ese domingo en el que se izaron aquellas banderas re-elaboradas con tanto orgullo. Si bien las mujeres estaban ausentes de la escena pública, esto no significa que ellas no se imaginan asimismo una nación. Es así como, por ejemplo, ese mismo día nos sentamos a conversar con mama Victoria, quien nos pregunto si por casualidad teníamos una bandera para ella colocarla frente a su casa. Según nos decía, “Si no coloco esta bandera me pueden decir que soy terrorista y hacerme pagar multa.” Nos comentó que todos los años izan una bandera frente a su casa para las Fiestas Patrias. Sin embargo, cuando ella estaba joven, jamás izaron una sola bandera. Como nos explicaba la señora Victoria; “Desde que empezó la violencia y llegaron los militares que, recién empezamos a conocer la bandera.”

Este nacionalismo de los campesinos es disyuntivo, contradictorio e imaginado diferencialmente según la posición social del actor y, como lo he sugerido, según el público. No sólo está el hecho de la ONG que patrocina un concurso sobre la mejor historia de guerra, sino que también se presentan otros agentes externos que llegan buscando el significado del pasado y así suscitan la re-elaboración de estos recuerdos. Por ejemplo, estamos nosotros, los antropólogos, que llegamos con preguntas centradas en la rondas de defensa civil y la violencia política. En la primera instancia, escuchamos recuentos épicos y en la segunda, lo que se da es una etnografía de la violencia en lugar de un estudio sobre la vida humana. Es importante tener en cuenta la intersubjetividad de la memoria: tanto el narrador como su auditorio moldean los recuerdos.

Estas estructuras narrativas, a pesar de verse manipuladas por la memoria, afectan directamente las prácticas políticas y el acceso al espacio público. Como vimos, la ideología del heroísmo masculino se ve inscrita en prácticas espaciales que concretizan de manera efectiva la marginalización de las mujeres. La práctica simbólica de izar la bandera con los ronderos impulsada y ordenada por los CAC los domingos —práctica por medio de la cual los hombres indican su sentido de pertenencia al Estado y llevan a cabo el nacionalismo militarizado forjado durante la guerra— es una práctica espacial chauvinista en la cual las mujeres, literalmente, no tienen cabida.

Mi objetivo no es el de negar la importancia de las rondas campesinas en la redefinición del curso de la guerra y en la formación política de los habitantes rurales como actores de la historia y sujetos de derecho. Más bien, advierto que hay una conquista desigual del sentido de pertenencia al Estado, y de la integración nacional. Estas narrativas de guerra chauvinistas no sólo llegan a auditorios externos, ellas son contadas y repetidas dentro de las comunidades mismas. De tal manera, producen sus efectos de verdad y poder.

En conclusión, deseo invertir el enfoque de Anderson [1993] y Hobsbawm y Ranger [1987] para quienes las elites son los autores principales de las comunidades imaginadas de la nación y de la invención de tradiciones. Por el contrario, me parece sugerente la línea investigativa de Joseph and Nugent [1994], Manrique [1981] y Mallon [1994] de explorar los nacionalismos campesinos y las modalidades cotidianas de formación estatal. A continuación enfoco estas preocupaciones.

Ciudadanía y nuevas prácticas políticas

Pregunta: ¿Por qué levantan la bandera cada domingo?
Victor: Para que si hay terrucos en la puna, van a saber que aquí viven peruanos.
Pregunta: ¿Por qué no hay mujeres en el levantimiento de la bandera?
Victor: Las mujeres no participan.
Pregunta: Victor, ¿por qué será?
Victor: Las mujeres son menos peruanas. No son armadas.
Victor, 11 años, Carhuahurán
Si bien es cierto que la guerra ha conformado un temática central en la historia de estos pueblos, la revisión de las Actas Comunales de Balcón, Carhuapampa y Carhuahurán revela un hallazgo sorprendente. En plena guerra — de hecho en los años más difíciles — las actas comunales daban cuenta de las asambleas permanentes en las cuales se discutía “el progreso del pueblo.” En la calma relativa que reinaba entre ataque y ataque, los habitantes seguían haciendo preparativos y trabajando hacia el desarrollo de sus pueblos por medio de solicitudes de apoyo para la construcción de carreteras, centros de salud o, como en el caso de Carhuahurán, pidiendo la distritalización. Estas Actas Comunales no son archivos escritos de la penurias de la guerra sino testigos de una postura desarrollista hacia el futuro.

En este pareja improbable entre guerra y progreso, la lógica se repite: el rol de las mujeres se considera menos protagónico. En su sugestivo trabajo, De la Cadena [1987] analiza los temas de género y etnicidad en el caso cuzqueño y sugiere que, debido a que las mujeres hablan menos español y tienen una menor experiencia, son consideradas “más indias”. Es decir, que los ejes de diferenciación de género, raza y etnicidad funcionan de manera multiplicadora, perjudicando a las mujeres que se encuentran en el cruce de caminos entre estas formas de calificar a los seres humanos y de construir jerarquías con base en estas diferencias.

En el caso ayacuchano, la construcción de las mujeres como “más indias” —o sea menos “desarrolladas”— se manifiesta en lo que Victor expresó como “menos peruanas”. Esta categorización hace un vínculo implícito entre el modelo de ciudadanía que salió de los años de violencia política con la imagen de la mujer subordinada al patriarcalismo militarizado. Este vínculo tiene implicaciones intergeneracionales ya que los niños incorporan estos valores chauvinistas como requisito central de la construcción de la ciudadanía. Sugiero que éste es un ejemplo de la ciudadanía armada y chauvinista que Elshtain llama “virtud cívica armada”; es decir, la fusión entre ideas de ciudadanía y el concepto del buen guerrero [Elshtain 1987].

Este modelo de ciudadanía militarizada no sólo corresponde al deseo de estos ronderos de mantener su poder dentro de la comunidad sino constituye una forma de capital simbólico que les permite negociar una entrada en el “mundo moderno". De hecho, en el transcurso de recolección de testimonios, varios ronderos insistieron en el hecho de que sus recuentos de guerra tenían valor en el mercado. Es significativo el hecho de que sólo pensaron en términos monetarios al narrar su participación en la lucha armada contra SL. Parece que la única forma de capital que poseen en el mercado capitalista global es lo que ellos pueden narrar.

Si bien las mujeres se ven relegadas a la periferia de este “mercado de valor”, esto no significa que nunca traspasen estos márgenes. De hecho, ellas también han hechco un aprendizaje político a partir de sus propias luchas. La señora Modesta, por ejemplo, al referirse a los abusos cometidos durante los primeros años de la guerra por los Sinchis (tropas gubernamentales de contrainsurgencia) me comentaba:

“En esa fecha no teníamos nuestra experiencia. Si hubiera sido como es ahora, hasta donde también hubiéramos ido, a los jueces, a los derechos humanos, a donde sea hubiéramos caminado. Ahora recién tenemos nuestra capacidad. En ese fecha, éramos como unas criaturas, totalmente sin ningún juicio.”
Las mujeres que han llegado a puestos de autoridad no son las únicas que comentan sobre los cambios surtidos en estos años, y esta sensación de haber vivido "tiempos acelerados" es generalizable. La apreciación de esto cambios se trasluce aún más en el discurso de quienes fueron desplazados de sus pueblos hacia las ciudades. Está el ejemplo de Teodora, una mujer de 26 años originaria de Macabamba, una comunidad retornante. Aun siendo joven, habla como si fuera una abuela, contando memorias de una época distante:
“En mi tiempo los padres no les permitían ir a la escuela a las niñas. ‘Si quieres ir, vayas pues con tus animales’, nos decían. Las niñas antes y ahora trabajan más en la familia, lavando ropa, cocinando, cuidando animales, recogiendo leña. Antes era peor porque se pensaba que la vida iba ser igual. Pero no es así. Después nos dimos cuenta y todos se están dando cuenta que la vida de hoy y después va ser para los que tienen ojos. Esta diferencia se dio después de estos accidentes (violencia). Por eso, ahora tanto los niños y niñas estudian por igual, inclusive terminan la primaria casi igual. Ya que tienen a nosotras como ejemplo de la ignorancia y ya no ser así.”
Parece que los cambios abruptos de la guerra han resultado en una apertura en cuanto al lugar de las mujeres dentro de sus comunidades. Por consiguiente que la narrativas reflejen esta apertura en vez de cerrarla.

Parece apropiado concluir pensando en términos de hegemonía, tanto en lo que se refiere a la memoria como al género. La hegemonía siempre es parcializada, enfoque que requiere si desea mantenerse frente a retos contrahegemónicos. Como sugiere Ortner, se debe estar atento a la multiplicidad de contradicciones y lógicas que operan en una sociedad dada. De hecho, ella sugiere que es enriquecedor analizar estas contradicciones en términos de transformación social: “Hay un ordenamiento —una hegemonía en el sentido de la dominación relativa que ejercen algunos significados y prácticas sobre otros. A mi me interesa tanto el ordenamiento como el desordenamiento potencial” [Ortner 1990:46]. La importancia de escuchar las versiones contrahegemónicas de la guerra radica justamente en "desarmar el sujeto" que conforma el modelo de ciudadanía surgido de la violencia política.

Por supuesto, la idea no es remplazar una narrativa monolítica con otra igualmente univocal. Nos recuerda la primera onda feminista. Escribiendo dentro de los marcos teóricos del materialismo histórico de Marx, la sociología Weberiana, y la teoría psicoanalítica Freudiana, esta onda de feminismo académico buscaba remplazar La Gran Teoria (androcéntrica) con una “meta-correctiva” feminista. El problema: La dominación masculina. La solución: Teoria feminista. Ambos en el singular.

Más bien, busco preservar la polifonía de voces históricas —deconstruir “el subalterno” para examinar sus fragmentos múltiples y su totalidad compleja¾ articulando ambos con relaciones de poder al nivel local, regional y nacional. Si estos campesinos logran desarticular los derechos a la ciudadanía del símbolo del rondero armado, es posible que puedan desarrollar una democracia más amplia que permita a todos los miembros de estas comunidades gozar de un sentido de plena pertenencia a la comunidad nacional.[10]

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[*] Syracuse University, Department of Anthropology, 209 Maxwell Hall, Syracuse, New York 13244-1090 - ktheidon@aol.com
[1] Toda narrativa, por más completa que parezca, está construida a base de una serie de eventos que pudiesen haber sido incluidos pero que no lo fueron; esto es tan cierto en lo que se refiere a narrativas imaginarias como a las realistas.

[2] Ver por ejemplo, Degregori, Carlos Ivan et al., 1996.
[3] Esta investigación fue posible gracias a becas del Social Science Research Council (SSRC) y el American Council of Learned Societies, la Wenner Gren Foundation, la Inter-American Foundation, y el Human Rights Center de la University of California at Berkeley. Agradezco también el tiempo para la redacción de este trabajo al Institute on Violence, Culture and Survival at the Virginia Foundation for the Humanities, el Center for International Security and Cooperation at Stanford University, y la Harry Frank Guggenheim Foundation. Estoy supremamente agradecida tanto por el apoyo financiero como por las relaciones de colegaje brindadas por los representantes de todas estas instituciones. Por sus lúcidas conversaciones y apreciaciones sobre este trabajo quiero agradecer a José Coronel, Kathleen Dill, Elizabeth Jelin, y Victoria Sanford. También he sido afortunada de contar con al revisión de un lector anónimo, a quien le doy mis sinceros agradecimientos. .
[4] Agradezco a Ponciano Del Pino por haber compartido conmigo los documentos sobre Tambo.
[5] Citado en Del Pino, 1992.
[6] El norte de Ayacucho incluye las provincias de Huamanga, Huanta y LaMar. No es mi intención examinar las razones que conllevaron a la movilización de la población campesina en contra de SL, sino más bien explorarlas implicaciones de la guerra en términos de relaciones de poder y reglas de género en el Ayacucho rural. Para un análisis mas detallado del proceso de violencia y la historia de la rondas campesinas en Ayacucho, ver Degregori et al., 1996.
[7] “Los tigres” es el nombre dado a los commandos especiales de autodefensa, una organización civil especializada que opera de tiempo completo con un salario mensual pagado por la comunidad. Este comando estaba compuesto por hombres jóvenes entre los 15 y 33 años, aquellos que tenían una mayor experiencia de combate.
[8] Esta entrevista fue llevada a cabo en Pampay en 1995.
[9] Véase Degregori y Rivera 1993; Tapia 1997.
[10]Traducido del inglés por Kimberly Theidon y María Mercedes Moreno.

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