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Cocaína: cuentas y descuentas

Pierre SALAMA[1]

 

La cocaína tiene la particularidad de concentrar en su seno factores de diversa índole: económicos, políticos, sociales y simbólicos. Económicos porque las sumas de dinero en juego son más que considerables; políticos, a raíz de la atracción ejercida por este jugoso maná; sociales, en virtud de las consecuencias que acarrea y el cilentelismo que financia; y finalmente, simbólicos, debido a la exaltación de la violencia que su tráfico engendra.

Prohibida su producción y su consumo, las drogas son objeto de riqueza y de violencia. Riqueza para los traficantes y para quienes ellos corrompen, por tratarse de un producto prohibido y reprimido. Los primeros incurren en gastos suntuarios y distribuyen la ganancia para otorgar estímulos a los segundos, a quienes “obligan” e intentan incorporar a la clientela. Violencia entre los propios traficantes y entre ellos y el propio aparato del Estado; violencia durante su comercialización; violencia durante su transformación en dinero "limpio"; violencia y corrupción, ambas estrechamente ligadas y complementarias.

Este trabajo se limitará a delinear algunos aspectos del mercado de la droga. Luego de hacer referencia, en primer lugar, a las dificultades ligadas a la evaluación de su producción y comercialización, así como de la dificultad en medir el dinero repatriado y blanqueado durante estas actividades ilícitas, centraremos nuestro análisis en dos aspectos. El primero concierne a las modificaciones en las condiciones de la oferta de cocaína y heroína. La influencia de la represión, y los cambios sobresalientes en las relaciones de fuerza entre las organizaciones criminales colombianas y mejicanas en torno a la explotación de las « rutas » hacia los Estados Unidos serán el objeto de la segunda parte. Las rentas[2] microeconómicas, los sobornos concedidos, y la descomposición de la sociedad civil que se produce a medida que las organizaciones criminales devienen más inestables y más fraccionadas al expandirse la represión, conformarán el centro de análisis de la última sección.

I . Algunos problemas planteados por la evaluación

1. Tras comparar los datos oficiales en torno a los beneficios comparados obtenidos durante la producción –comercialización de heroína y cocaína en dos de los principales países productores, a saber, Afganistán y Colombia, nos sorprendemos por las significativas disgresiones que existen: la heroína (más precisamente aquí, el opio) es poco lucrativa para Afganistán (menos de 200 millones de dólares[3] , cuando produce alrededor de dos tercios de la producción mundial[4]), incluso menos lucrativa que para Colombia, que produce menos del 3% de la producción de opio[5] (Consejo Económico y Social, 2000). Ella es, sobre todo, menos lucrativa que la producción-comercialización de cocaína para Colombia (más de dos mil millones de dólares) teniendo en cuenta que se trata de una posición de dominación en el mercado similar a aquella de Afganistán con el opio. El factor de multiplicación existente entre el precio de la materia prima y aquel del producto final es más elevado para la heroína que para la cocaína, pero siendo mayor el número de etapas de fabricación, deducimos que Afganistán se limita a producir la materia prima (adormidera) y que el grueso de la ganacia se hace afuera, mientras que la producción de adormidera en Colombia, aunque todavía marginal (junto a  la de México, la cifra se elevaría al 3% de la producción mundial) redunda en mayores ventajas de lo que lo hace la venta de materia prima para los traficantes afganos. Colombia, antiguamente especializada sólo en la transformación de la pasta base de la cocaína, hoy día produce masivamente la hoja y la transforma,  controlando así la totalidad del ciclo de producción.

La dificultad de evaluar el impacto de estas actividades ilícitas ligadas a la producción y al comercio de drogas duras, es la opacidad de la información en cuanto a las transformaciones (lugares, valor asignado, precio en sus diferentes estados) y más particularmente en aquellas que conciernen a la heroína. Quedamos sorprendidos por la escazés de las informaciones: nada o casi nada obtenemos acerca de la ganancia hecha en cada estadío de la transformación y de la comercialización en los diferentes países. Los pocos trabajos científicos existentes, contrastan con la producción académica sobre la cocaína de los países andinos.

2. La segunda observación se relaciona a la información brindada por las organizaciones encargadas de luchar contra las drogas ilícitas. Esto obedece a consideraciones extra-científicas: en primer lugar, políticas, es decir, ¿qué relaciones mantener con tal o cual gobierno?; en segundo lugar, burocráticas, a raíz  de la defensa que hace del presupuesto las administraciones destinadas a luchar contra actividades ilícitas. Mientras que para la cocaína podemos evaluar el grado de pertinencia de los datos proveídos por la DEA -por tratarse de una información menos opaca, producto de trabajos de científicos independientes de estas organizaciones-, esto resulta difícil para la heroína. Constatamos con frecuencia una sobrevaluación sistemática y un sesgo en los análisis. Si consideramos la producción neta exportable de la cocaína colombiana[6], principal productor,  según los datos brindados por Rocha (2000 y 2001) obtenemos las siguientes cifras:  un promedio de 397,6 toneladas al año entre 1991 y 1995 y alrededor de 331,1 toneladas entre 1996 y 1998.  Estos datos no tienen en cuenta las incautaciones colombianas ni el consumo local. Teniendo en cuenta estos factores, las cifras pasan a ser de 435 y de 370,5 toneladas por año (ver tabla 1)

Tabla 1 : Evaluación de la producción y del comercio de la cocaína en Colombia.

Promedio anual

1981-1985

1986-1990

1991-1995

1996-1998

Area cultivada, neta de eradicaciones (hectáreas)**

9000

32600

42000

76900

Producción bruta de hojas, neta de pérdidas (toneladas)**

6800

27800

57600

125000

Producción neta de decomisos y consumo local (toneladas)**

6400

27000

56800

124100

Pasta base bruta (en toneladas)

12,8

54,1

113,7

248,1

Pasta base neta de decomisos y consumo local (toneladas)**

5

43

87,6

223,3

Pasta base importada (toneladas)

100,6

322,8

369,2

165,8

Producción bruta de cocaína (toneladas)

100,5

348,3

435

370,5

Decomisos colombianos (toneladas)**

5,4

21,1

35,6

37,5

Consumo local

1,5

1,7

1,8

1,9

Producción neta exportable

93,6

325,5

397,6

331,1

Precio por mayor (US$)/kg

35800

12800

10800

10500

Precio por mayor ajustado con venta en Unión Europea

39305

14237

12775

13300

Valor bruto (millones de US$)

3142,5

4556,9

5079

4401,8

Fuente: Rocha

Estas cifras son complementadas por nuevos datos: consumo de ácidos necesarios para operar la transformación química, consumo en países desarrollados, -a los cuales conviene agregar las incautaciones allí operadas-, ganancias repatriables (cantidad y precio por mayor) y repatriadas (evaluación de las diferentes técnicas de repatriación-blanqueamiento).  Podemos considerar que estas cifras poseen un margen de error de entre un 10 y un 20%, lo cual es remarcable teniendo en cuenta la opacidad de la información y de su carácter imperfecto. Tal no es el caso de las organizaciones oficiales americanas. Las cifras son anunciadas sin que tengamos información sobre las técnicas de evaluación, a excepción de las hectáreas cultivadas y destruidas. Según estas fuentes, la producción anual (potencial) colombiana de cocaína sería de 520 toneladas en 1999[7], y de 435 toneladas en 1998 (tabla 2). Como podemos observar, las mismas difieren sustancialmente de los datos arrojados por los investigadores colombianos: 370,5 toneladas en 1998 y de 435 toneladas para la DEA.

Tabla 2 : evaluación de las autoridades americanas de la producción potencial andina

 

1995

1996

1997

1998

1999

2000

Perú

460

435

325

240

175

145

Bolivia

240

215

200

150

70

43

Colombia

230

300

350

435

520 (680)

580 (695)

Total

930

950

875

825

765 (925)

768 (883)

Fuente: Subcommittee on Criminal Justice, Drug Policy and Human Resources, declaración de Mc Caffrey.  Y ODCCP (2001).

Las cifras esbozadas por la ODCCP (2001) son en buena medida las mismas que aquellas manejadas por la  DEA, ya que las autoridades colombianas proveen a las cifras de esta organización, esto es, 435 toneladas en 1998, 520 en 1999 y 580 en el año 2000. Sin embargo, desde hace poco tiempo, el gobierno colombiano provee datos cuya elaboración resulta de la puesta en marcha de un nuevo sistema de control. La producción potencial colombiana se elevaría, entonces, a 680 toneladas en 1999 (en lugar de 520) y a 695 toneladas en el 2000 (en lugar de 580). En total, para el conjunto de las economías andinas, la producción ofertada sería de 825 toneladas en 1998, 925 toneladas en 1999 y 883 toneladas en el 2000. La ligera disminución se explica esencialmente a raíz de las caídas pronunciadas en la oferta boliviana (150 toneladas en 1998, 70 toneladas en 1999 y 43 toneladas en el 2000) y peruana (240 toneladas en 1998, 175 en 1999 y 145 en el 2000).

Nos encontramos lejos de las estimaciones provistas por los científicos colombianos. La fiabilidad de estas cifras depende de su correspondencia con el consumo y con el total de las incautaciones. Estas incautaciones han sido importantes, más que aquellas dadas al comienzo de los años noventa (10% de la producción ofrecida) en las cuales la elaboración continúa siendo un misterio. En 1999, el conjunto de las incautaciones mundiales, comprendiendo aquellas operadas en los lugares de producción y de transporte, serían de 350 toneladas según las estadísticas, y aún más si retomamos los datos de Rocha. Serían, según estos cálculos 625 toneladas. Pero el consumo mundial está lejos de corresponderse con estas cifras. Éste ha aumentado en Europa y en las economías llamadas emergentes, aunque ha declinado en los Estados Unidos (Gráficos 2 y 3) que según los datos americanos de la OCCDP, sería de alrededor de 350 toneladas[8], un poco más de 400 (gráfico 1) cifra muy alejada de las 625 toneladas obtenidas por simple deducción. Incluso si los stocks han podido aumentar, la diferencia es demasiado importante y pone en duda la fiabilidad de estos datos; al tiempo que refuerza la cientificidad de aquellos obtenidos por los observadores andinos.  Hay, por lo tanto una sobrevaluación, que puede explicarse por dos razones, indisociables una de otra.

Gráfico 1 : Mercado Mundial de la Cocaína, Promedios anuales


Gráficos 2 y 3 :Mercado Mundial de la Cocaína de drogas. Promedios anuales en EEUU.


Podemos explicar el origen de esta sobrevaluación apelando, en primer lugar, a los análisis económicos de la burocracia, teniendo presente que toda burocracia defiende su presupuesto para reproducirse. Este presupuesto está definido según las obligaciones que a ella competan; en este caso, la lucha contra la droga. La ampliación de estas obligaciones depende del diagnóstico que se haga acerca de la producción, la comercialización y la distribución de estos productos ilícitos. Es lógico, de este modo, que tienda a sobreestimar las cifras que maneja. Este abordaje, sin embargo, es insuficiente. Debemos completarlo tomando en cuenta elementos geoestratégicos definidos por los gobiernos en sus informes hacia otros estados. Las evaluaciones dependen también de estos relevamientos, ellos introducen desviaciones importantes que permiten "legitimar" políticas represivas a nivel financiero, comercial y militar, en favor de un país dominante y consumidor, y en detrimento de los países dominados. Este es un sesgo político que permite comprender la sobrevaluación de los datos en el caso colombiano y  la subestimación -en cuanto al tráfico y a sus consecuencias en las relaciones entre el gobierno y las organizaciones criminales- de los mismos en Méjico. Es interesante remarcar que el nuevo rol jugado por México en el tráfico de cocaína, ha sido sistemáticamente subestimado durante las sesiones del Senado sin que el gobierno americano haya prestado atención a las consecuencias, mientras que esa no ha sido la política seguida hacia Colombia. Los análisis se limitan generalmente al estudio de las mafias de la droga, ignorando las estrechas relaciones que éstas establecieron sus propias mafias durante la época de Salinas de Gotari, con el objetivo de recuperar una parte de la renta y distribuirla para alimentar el clientelismo del partido en el poder.[9]

Resulta un olvido sorprendente ya que sabemos que a diferencia de lo que ocurrió en Colombia, este movimiento fue hecho desde los políticos hacia las mafias y no desde las mafias hacia los políticos. Pero es un olvido lógico ya que obedece a consideraciones geoestratégicas distintas de aquellas aplicadas en Colombia.

A diferencia de los trabajos de las intituciones internacionales –a excepción, tal vez de los estudios del PNUCID- las investigaciones de los científicos andinos verifican mediante distintos métodos la pertinencia de sus resultados. La estimación de la oferta, tras restar las incautaciones y el consumo local, es confrontada con la estimación de la demanda en los principales mercados. La medición de la renta repatriada es hecha a partir de la evaluación de los beneficios generados por este comercio a nivel de su comercialización en escala y de la evaluación de las diferentes técnicas utilizadas para repatriar y blanquear el dinero sucio. Es por ello que distinguimos entre las ganacias repatriables y las repatriadas (ver cuadro supra). Las cifras no son lanzadas  sin que se conozca su origen, sin que se sepa si los beneficios se obtienen del comercio minorista o mayorista (no son las mismas organizaciones las que controlan cada una de las etapas y las diferencias de precios entre lo que se paga al campesino y al consumidor final en Nueva York son sumamente significativas). A diferencia de los datos manejados por la DEA y por numerosas organizaciones oficiales, su pertinencia está dada por la posibilidad de confrontar los resultados obtenidos con las estimaciones hechas sobre consumo de estas drogas. Si el consumo desprendido de la producción menos las incautaciones es demasiado importante en relación a las estimaciones de la producción, esta última está probablemente sobrevaluada. Es eso lo que podemos deducir de las cifras proveídas por investigaciones no académicas.

II. Los costos económicos

1. La internacionalización de los costos de producción y los efectos de su reducción

El costo de la producción, como ocurre en toda empresa, depende de las condiciones de producción y por lo tanto obedece a sus leyes. El rendimiento por hectárea y la calidad de la hoja constituyen elementos importantes. En caso de que la calidad sea insuficiente, o el rendimiento no sea lo suficientemente elevado,  o tal vez las condiciones de envío del producto (aquí la pasta base) se tornen más riesgosas -a raíz de la represión o de un menor control de las mafias (aquí colombianas) sobre las mafias locales (aquí bolivianas o peruanas) junto con el deseo de estas últimas (bolivianas) de no limitarse a la producción de pasta base (por ser poco lucrativa) y de proceder a la transformación y a la comercialización-, entonces los costos de transacción devienen demasiados elevados y la internalización de las etapas es más ventajosa.  Es esto lo que observamos en Colombia (integración en aumento) y en Bolivia (integración en baja) durante los últimos diez años.

Gráfico 3 : Área de hoja de coca en países andinos.


Fuente : Rocha (2001)

Tratándose de una renta, comprendemos que los beneficios son muy pequeños en relación a los precios de la producción: hacen falta 275 kg de hojas de coca -compradas a un campesino por un costo aproximado de  5,6 dólares el kilo en Bolivia y 2,7 en Perú-, para obtener un kilo de cocaína base cuyo valor asciende a 1850 dólares el kilo en Bolivia, 880 en Colombia y 546 en Perú (ONCCP, 2001).  Ésta es transformada en cocaína pura a un precio mayorista en los Estados Unidos de 23.000 dólares en los años 97/98 y 43.000 dólares en Europa. El precio minorista pasa a ser de 61.000 dólares en los Estados Unidos y 92.000 dólares en Europa en el mismo período. Sabemos, por otra parte, que la cocaína es raramente vendida pura (Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, 2000). Procesada, su precio se eleva considerablemente y la diferencia de precio con respecto a la producción aumenta también.

En razón de la brecha considerable que existe entre los costos de producción y el precio mayorista en los Estados Unidos y a fortiori el precio minorista, podemos pensar que los gastos incurridos en el  pago a los campesinos no tiene ninguna influencia. Sin embargo, la baja en los precios tanto mayoristas como minoristas estos último diez años[10], conducirá a comprimir aún más los costos de producción. Las organizaciones criminales intentarán conseguir, no sólo los costos más convenientes, como toda empresa sometida a la ley del beneficio, sino también, como todo oligoposnio, impondrá márgenes más reducidos a los productores. La relación entre precio de base y precio mayorista desciende vertiginosamente como podemos verlo en el gráfico siguiente. Esto constituye una paradoja que puede explicarse por la competencia encarnizada entre las organizaciones criminales, más pequeñas, más inestables y más efímeras que en el pasado (Bagley, 2001; Rocha, 2000: grafico 4).

Gráfico 4: Fases de la industria del narcotráfico


En un contexto de ilegalidad, con una represión en aumento y una caída en los precios, es de esperar que la violencia se  desarrolle: ella es un recurso para afirmarse dentro de un juego protegido por barreras en su entrada, y al mismo tiempo un medio de superviviencia. La competencia se torna más inestable, las barreras pasan a ser menos importantes a medida que disminuye la escala de las organizaciones, pero la represión es al mismo tiempo más eficáz. Este nuevo reparto debería, por lo tanto, abonar un terreno favorable a un alto grado de violencia. Veremos que este no es necesariamente el caso, al menos estos últimos años en Colombia. Esta violencia es funcional a la corrupción, que sola no es suficiente a menos que la competencia se estabilice. El grado de autoritarismo desarrollado depende del clientelismo y es el pequeño productor -aquel cuyo poder de negociación es el más débil-, quien más lo padece. A estos costos conviene añadir aquellos provenientes de los productos utilizados para transformar la pasta base en producto final en los laboratorios y el total de los costos de transacción ligados a quienes hacen posible esta producción-transformación, comercialización. Es decir, tratándose de un producto ilegal, debe ser tenido en cuenta el costo de corromper militares, policías, burócratas y políticos.

Es interesante el método utilizado por Steiner (op. cit. p. 38) para evaluar los costos: el mismo se basa en una separación entre los costos y los beneficios. Consiste en sustraer de los beneficios brutos los costos de transformación, de corrupción y de transporte, y el beneficio neto resultante estará destinado a pagar a los campesinos, a los trabajadores y a los exportadores colombianos. Los costos de transporte de la pasta base en Bolivia y Perú, regiones productoras, es de X1$ el kilo y aquellos correspondientes al transporte de la cocaína desde Colombia a los Estados Unidos será de X2$ el kilo, de los cuales una parte decreciente será pagada directamente en efectivo. Las mafias mejicanas, que hacen transitar una parte sustancial de la cocaína hacia  los Estados Unidos (alrededor del 50%), reciben una parte importante de lo que es contabilizado como gastos de transporte (es de notar que las mafias mejicanas no cobran en dólares sino en cocaína, y lo hacen a razón del 50 % de la cantidad que transita por sus manos y que luego distribuirán), y es allí donde se comprende su desarrollo durante los años ochenta (esto es lo que explica que la DEA atribuya a Méjico, una producción de 150 a 200 toneladas de cocaína cuando en realidad se trata de la « remuneración » de las organizaciones mejicanas). Consideremos que el costo de transporte hacia Europa será un 30% más elevado. Tras ponderar las destinaciones según la importancia de sus mercados, obtendremos el costo medio de transporte de la cocaína. La transformación de pasta base en cocaína es realizada mediante la utilización de productos químicos cuyos costos pueden ser estimados en X3$ por kilo de cocaína (ciertas estimaciones hacen referencia a sumas más importantes). El dinero sucio debe ser blanqueado. El costo de esta operación se ve fuertemente incrementado entre los años ochenta y hoy, ya que se estima que es de entre un 15 y 20% de las sumas a blanquear. Steiner arroja la cifra de 10% de los beneficios netos hasta 1989 y 20% de allí en adelante. Podemos finalmente añadir al total de los costos, 500 dólares por cada kilo de cocaína para destinar a sobornos y corrupción.

Con un precio por mayor medio aproximativo del kilo de cocaína de X4$ el kilo. Por menor este precio asciende en promedio a X5$ el kilo mientras que el kilo de base (expresada en su equivalente en cocaína) es de Xb1$ en Perú y de Xb2$ en Bolivia, siendo Xb$ en promedio. El total de los costos de transporte (partiendo desde Los Andes hacia los Estados Unidos), de transformación, de corrupción y de blanqueo se elevan un poco menos del 40% de los beneficios brutos por kilo. El 60% restante servirán para financiar el pago a los campesinos, los químicos y al total de los mafiosos colombianos implicados en este tráfico de escala.

Gráfico 5: Precio mayorista/precio al por menor y precio de la base/precio mayorista.


Los precios por mayor bajan (gráfico 6), al igual que los beneficios repatriables (en porcentaje del PBI) tal como podemos observar en el grafico 5 y la tabla 3.



2. El aumento de los costos ligados a las operaciones, al repatriamiento, blanqueo y la persistencia de medios arcaicos.

Aunque generalemente se confunden, la repatriación y el blanqueo son dos conceptos distintos.  Como su nombre lo indica, la repatriación es el acto de ingresar el dinero sucio que proviene del extranjero. Una de las dificultades proviene de la necesidad de convertir una divisa extranjera en moneda local. Numerosos métodos son utilizados, de los cuales los principales (subfacturación, contrabando, transferencias de dinero) unen el arcaísmo con el modernismo. Es esta combinación sorprendente lo que nos interesa. Podríamos esperar que la liberalización de los mercados financieros permita privilegiar su utilización en detrimento de los métodos arcaicos (contrabando, envío directo de dinero líquido) al mismo tiempo que bajaría el costo de esta repatriación. Ahora bien, observamos lo inverso: los mercados financieros son poco o medianamente utilizados, el costo ha aumentado (Steiner 1997, Thoumi 1997, Rocha 1999, Salama 1998, Kopp 2001). El blanquo es una operación distinta,[11] ella consiste en dar un estatuto al dinero sucio. Es más fácil dar una legitimidad al dinero obtenido a través de actividades criminales en los países donde existen empleos informales en gran proporción, donde la aplicación de la ley deja mucho lugar al autoritarismo y donde es posible eludir estas leyes, incluso ofreciendo dinero de quienes esperan en retorno un servicio ligado a su función. Es decir, un país donde el empleo de la corrupción es frecuente y no está limitado exclusivamente a las operaciones más importantes. Corrompidos y sobre todo, corruptores, no alcanzan necesariamente una magnitud comparable a aquella que podemos observar, por ejemplo, en el mercado de armamentos, en los países desarrollados. Las pequeñas organizaciones criminales tienen acceso al mercado de la corrupción, ya que se hace posible usar la ley para fines estrictamente privativos, y dado que el contexto socio-económico lo autoriza, el arcaísmo de los medios utilizados ofrece a la repatriación la posibilidad de blanquear el dinero sucio.

Los flujos financieros son utilizados por las organizaciones más importantes. El alza del costo de repatriación–blanqueo se explica entonces por la acumulación de riesgos afrontados: éstos son, en comparación, más que proporcionales al aumento de los capitales destinados al blanqueo (Kopp, 2001). Más precisamente, existe una fuerte relación entre el grado de sofisticación de las operaciones de repatriación-blanqueo, la dimensión y la estabilidad de la organización criminal y el medio institucional en el cual ella puede obrar. A medida que se sofistican las operaciones, éstas requieren una mayor separación de las principales tareas, y se pasa a afrontar un riesgo cada vez mayor a raíz de la naturaleza ilícita de las operaciones a efectuar. Todo esto redunda en un costo de transacción cada vez más elevado. Los riesgos mencionados están ligados a la posibilidad de sufrir mayor represión y de la dificultad en establecer confianza cuando se utilizan medios sofisticados (riesgo de defección). La acumulación de estos riesgos –represión y defección- hace más costosas las operaciones de blanqueo-repatriación y ello está dado por del aumento en la liberalización de los mercados financieros. Esto resulta paradójico ya que un análisis un tanto simplista habría conducido a la conclusión inversa.  La liberalización de los mercados facilita estas operaciones ilícitas, pero a un costo de transacción más elevado. Comprendemos ahora por qué las técnicas « arcaicas » pueden persistir. Ellas son preferidas sobre otras cuando la magnitud de las organizaciones criminales no es tan importante y los problemas de confianza son fácilmente resueltos con la utilización de dinero líquido.

Aunque en Colombia las sumas transferidas de manera ilícita, se encuentran en disminución con respecto al porcentaje del PBI, (tabla 1) continúan siendo considerables. Son, sin embargo, modestas si las comparamos con las sumas de quienes conquistan beneficios en economías cuya actividad central es la explotación de recursos petroleros. Ellas son asimismo modestas –siempre en términos relativos- en relación a las obtenidas por países como Egipto, gracias a sus rentas petroleras, al tránsito a través del canal de Suez, al turismo, etc. (Cottenet, 2000). Resulta poco pertinente intentar aplicar las tesis de la « enfermedad holandesa », como hemos hecho nosotros mismos en el pasado (Salama, 1994). Durante los años ochenta, el curso de la moneda colombiana se vio claramente apreciado, y el curso paralelo se encontró más elevado que el curso oficial, situación paradójica en América Latina para esta época, a pesar de no ser el caso de las demás economías andinas. Actualmente, los montos repatriados son menos significativos (en porcentaje del PBI) y la moneda colombiana ha sufrido devaluaciones. El razonamiento reposa sobre los efectos perversos derivados de la apreciación de la moneda: baja relativa del peso del sector de bienes intercambiables, desertificación del aparato industrial a raíz del facilitamiento de las importaciones, disminución relativa de las posibilidades de generar progreso técnico y por lo tanto de generar rendimientos crecientes dentro de la version de crecimiento endógeno expuesta por la « Enfermedad holandesa » (Cottenet, 2000). Este razonamiento ocasiona numerosas dificultades: en primer lugar en cuanto a la evolución de las tasas de cambio real, como hemos remarcado, en segundo término en cuanto a la naturaleza de su renta: ella no es comparable a una renta petrolera precisamente porque tiene un carácter ilícito y porque su apropiación es privativa.  Sin duda, las sumas repatriadas se orientan sobre todo hacia la compra de tierras, de inmuebles (1999, 2001), y marginalmente permiten participación en las sociedades industriales, pero podemos considerar que los fundamentos de esta nueva orientación podrían ser principalmente la búsqueda de medios para repatriar más facilmente el dinero ilícito y blanquearlo, y no la búsqueda de rentas industriales. La localización del dinero sucio, una vez repatriado y blanqueado, permite comprender el débil efecto arrastre sobre la actividad económica y sus ligeras capacidades para transformar el aparato industrial en favor de los polos dinámicos. Los efectos económicos directos son levemente negativos, los efectos indirectos son profundamente negativos en la medida que desestructuran la coherencia de una sociedad y mantienen altos niveles de corrupción y violencia.

III. Los costos sociales: la violencia

Cuando hicimos referencia al exiguo tamaño de las organizaciones criminales, a su acentuada competencia y a su efímera duración, indicamos que esta situación debería ser generadora de una violencia más acentuada que cuando esas organizaciones eran más importantes y más estables. Esta relación no está apuntada. La observación de las curvas que miden la tasa de homicidio invalida esta relación en Colombia, mientras que la misma puede ser observada en las grandes ciudades brasileñas. Es sobre todo muy economicista y, por ende, reduccionista.

La observación de la evolución de las tasas de homicidio es instructiva. Durante la fase de cartelización, la tasa de homicidio en las grandes ciudades colombianas es más elevada que durante la fase que le sigue.

La tasa de homicidio por cada 100.000 habitantes muestra un pico al comienzo de los años ’90. Es ciertamente más elevada que en los otros países de América, salvo El Salvador. Esta tasa es aproximadamente siete veces más elevada que en los EEUU y veinte más que en Canadá y Chile. Pero después de 1991 dicha tasa bajó un 20% y ese declive es sobre todo atribuible a la extrema violencia registrada en las grandes ciudades como Bogotá, Cali y Medellín y compatibilizando con ellas tres, el 38% del conjunto de homicidios en Colombia (Levitt S y Rubio M, 2000, p.8): la tasa de homicidios en esas ciudades pasa de 120 sobre 100.000 en 1991 a un poco menos de 80 en 1997. Aún manteniéndose superior al promedio colombiano, esta sensible reducción conduce a una baja de esas tres ciudades en el conjunto de homicidios, dado que pasamos del 38% al 30% en 1997 (idem, 8, también Gaviria y Velez, 2001). La baja de la tasa de homicidio promedio en Colombia es menos marcada que aquella observada en las tres ciudades principales ya que en las numerosas ciudades promedio, la tasa de homicidio aumentó.       

La distribución de la violencia cambia de forma similar: el 20% de la población de los municipios menos violentos son responsables del 5% de los homicidios de 1990 y de casi el 10% de los de 1997. A pesar de que la distribución de la violencia es muy heterogénea, asistimos a una incipiente convergencia, la violencia se manifiesta de manera más homogénea que antes. Ella se extiende al conjunto de ciudades pero disminuye en aquellas que resultan más afectadas, como Medellín y Bogotá.

Esos datos muestran la dificultad de establecer una relación entre la multiplicación de organizaciones criminales más pequeñas que en la fase precedente y el grado de violencia, indicado aquí a través de la tasa de homicidio.

Ciertamente, la tasa es extremadamente elevada, sobre todo en Medellín, donde las organizaciones criminales y el tráfico de drogas parecen ser lo más importante, pero la evolución de esas organizaciones no conduce a un aumento de los  homicidios. Intervienen allí fenómenos como la separación de las familias, el subempleo, el tamaño de las ciudades y el porcentaje de migrantes[12] (Gaviria y Pagés, 1999). Esos factores parecen jugar un rol importante como lo podemos ver en la tabla siguiente:

 

Tabla 4: Factores de riesgo criminal en Colombia según el tamaño de las ciudades

Tamaño de las ciudades

Familias separadas

Ociosidad

Porcentaje de migrantes

Comunidades con problemas de drogas

Inf. à 20

21,3%

30,1%

14,2%

14,9%

20-50

22

33,6

8,5

8,1

50-200

25,3

30,3

11,3

14,2

200-500

25,1

33,7

10,6

22,8

Sup 500

25,4

33,6

6,3

21,2

Fuente: Gaviria y Pagés (op.cit) a partir de los datos de 1997.

 

Pero estos cálculos son azarosos y los márgenes de error son importantes. Es más difícil establecer criterios sobre criminales que sobre las víctimas por una simple razón: en Colombia sólo el 38% de los homicidios conducen a investigación y el 11% a procesos. En Estados Unidos esas cifras son de 100% y 65% respectivamente (Levitt y Rubio, p.24 op.cit.). Por ende, son poco conocidas las razones que conducen a un acto criminal y las estadísticas presentadas representan un muestreo discutible.

Otros trabajos buscan establecer relaciones de causalidad con la distribución de las rentas por un lado, y, por otro, con el salario, el desempleo o con factores de inercia (el hecho de haber cometido un crimen en el pasado presagia una gran potencialidad a cometerlo nuevamente) (Viegas Andrade y De Barros Lisboa, 2000[13]). La relación entre el grado de desigualdad y la tasa de homicidio es poco fiable: Colombia está lejos de ser el país con mayor desigualdad social de América Latina, mientras que Brasil y Chile, característicos por la desigualdad social, tienen tasas de homicidio más bajas[14]. Podríamos pensar que la relación sería más sólida entre el alza de las desigualdades y el aumento de la tasa de homicidio. Pero es necesario constatar a la vez un alza de las desigualdades en los ’90 en Colombia y una baja en la tasa de homicidios, a excepción de las ciudades que se mantienen en el promedio. Es también cierto que este fenómeno podría ser el resultado de la combinación entre una evolución positiva de las desigualdades junto con la baja de otros factores, pero el análisis estadístico no nos permite, en el estado actual de conocimientos, conocer los causales de los crímenes. Encontramos, así, la misma paradoja que evocamos al comienzo de esta sección cuando relacionamos los cambios sobrevenidos en el tamaño de las organizaciones y en la tasa de homicidios: agravación de las desigualdades y disminución de estas últimas tasas.

Los estudios recién esbozados pecan por su economicismo. No son tenidas en cuenta (o han sido mal consideradas) las modificaciones en el entorno familiar y cultural. Sabemos que el rechazo de los valores comúnmente admitidos puede conducir a un criminal a legitimar sus actos delictivos; sabemos también que el divorcio entre el discurso universalista y la vida cotidiana puede constituir un terreno favorable al desarrollo de la violencia individual si las fuerzas contrarias no se le oponen (el peso de la religión, de sus valores y de sus prohibiciones, cohesión de la familia y reticencia a raíz de ciertas tradiciones). La droga, su producción, su transformación y su tráfico constituyen los vehículos poderosos de la licuefacción de una sociedad. El rápido enriquecimiento que habilita el tráfico de drogas es una variable pertinente para explicar la importancia de la criminalidad sin que se la reduzca sólo a sus aspectos económicos. Dicho de otra manera, el desarrollo del tráfico de drogas produce una fractura social, que genera al mismo tiempo enriquecimiento y violencia. Por ende, no es sólo la perspectiva de enriquecimiento lo que conduce a la violencia, sino también los efectos del incremento de las actividades relativas al tráfico de drogas que atacan directamente los valores de la sociedad. En esta dimensión, podemos comprender que la eclosión de organizaciones criminales considerables en organizaciones más reducidas, su tan encarnizada competencia y su esperanza de vida tan débil, encierren un clima de violencia, pero no contribuyan necesariamente a su desarrollo. Las modificaciones del entorno social[15] pueden, por el contrario, reducir la tasa de homicidio.

Cuando se abordan temas como el tráfico de droga nos encontramos con mitos y traspiés. Mitos porque se escribe todo el tiempo cualquier tipo de cosas acerca de este tráfico. La realidad pasa a ser a menudo un fantasma canalizado por los medios y las instituciones oficiales encargadas de luchar contra las organizaciones criminales. Realidad, consideramos, insostenible, que no tiene ninguna necesidad de ser travestida excepto para legitimar políticas de dominación y para defender el presupuesto de esas instituciones. Traspiés al mismo tiempo, porque sus efectos económicos están lejos de ser positivos. Traspiés también, porque las consecuencias sociales y políticas de ese tráfico se traducen en un desmoronamiento de la sociedad civil, amparado en el constante desarrollo de la corrupción y el mantenimiento de un nivel de violencia muy elevado.

Traducción: Luciana Cingolani
Colaboración: Matías Astore

 

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[1] Profesor, CEPN-Cnrs y Greitd ; este texto fue escrito para el coloquio internacional de Guadalajara: « Criminalización de poderes y tráfico de droga », organizado por la Universidad de Guadalajara y Greitd-cluny. E-mail : psalama[at]wandoo.fr

[2] Utilizamos aquí el término renta en su versión más simple: se trata de los beneficios ligados a la explotación de recursos naturales, en este caso las drogas. Estos beneficios no dependen de las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo sino de la disponibilidad de dichos recursos. Es por ello que a menudo usamos esta expresión para designar a los beneficios obtenidos de la explotación de las materias primas y de modo más general, de los productos de la tierra. En el caso particular de los productos ilícitos, los beneficios dependen principalmente del grado de represión. Ellos tienen una muy baja correlación con los costos de producción. En nuestro artículo, se tratará entonces de los beneficios obtenidos a través de estas actividades illícitas. Los sobornos revisten un sentido diferente, tal como lo delinea Ch. Geffray (2000): se trata de una redistribución de una parte de esta renta con el fin de recibir favores de parte de quienes son obligados a cooperar. Ch. Geffray da ejemplos de numerosas operaciones no rentables según los criterios de los economistas, que sin embargo sobreviven: su función no es la de producir plusvalor, sino de : -blanquear el dinero del narcotráfico, -incitar al clientelismo sin que los afectados puedan manifestar una reciprocidad, ya que este clientelismo engendra « una deuda moralmente insoluble » (p.19), -y de corromper (« compran un servicio muy preciso de los funcionarios : su renuncia a ejercer alguna labor contra ellos, buscando que continúen en su cargo, ya que de nada les serviría que dimitan » (p.20).  Hablamos sin duda de dinero ilícito, o más exactamente, del uso de dinero ilícito, pero el soborno se distingue de la renta por los servicios que obliga a proveer para llevar adelante el tráfico.

[3] Afganistán era responsable en 1999 del 79% de la producción mundial de opio, 69% en 2000 – año de fuerte sequía y del establecimiento de la prohibición de continuar con los cultivos de adormidera (con el fin de vender los stocks de excedente según Labrousse (Le Monde 22.10.2001). La producción ha descendido un 28% en 2000. Los precios han bajado (en lugar de elevarse por la reducción de la oferta) teniendo en cuenta la sobreproducción de 1999 y calculando que el valor de la producción – calculada según el precio pagado al productor, que es a su vez base de referencia de la tasa pagada al gobierno talibán – habrían sido 90 millones de dólares contra 180 de 1999 (Consejo Económico y Social de la ONU, 2000 y ODCCP-ONU, 2001) Tras la guerra, es de suponerse que las prohibiciones han aumentado, ya sea de « jure » o de « facto ».

[4] El poder talibán, en Afganistán, ha buscado establecer un impuesto sobre la producción de opio –cercano al 10%- y es este impuesto lo que explica el precio relativamente pobre de la producción. Los traficantes han  repatriado pocos beneficios de esta actividad y las sucesivas transformaciones del opio, fuertemente lucrativas, son realizadas en otros países. El impuesto que recibe el gobierno talibán puede ser considerado como una renta en el sentido clasico del término – pierde su aspecto ilegal – pero su magro carácter excluye la posibilidad de generar efectos macroeconomicos importantes, tanto más siendo que este mismo gobierno ha prohibido (julio 2000) los cultivos de opio.  

[5] Colombia ha producido en el año 2000 aproximadamente 88 toneladas de opio, y Méjico 21 (contra 6O y 43 en 1998 y 1999) según el informe anual de la ODCCP (2001). Esto contrasta con las 3276 toneladas producidas por Afganistásn en el 2000 y sus 4565 en 1999. Es importante remarcar, sin embargo, que casi la totalidad del opio de Colombia es transformado en heroína y exportado. Finalmente, las últimas incautaciones de heroína en Colombia hacen suponer que su producción ha sido subestimada, o tal vez haya aumentado considerablemente en el 2001. Al 30 de junio de 2001 han sido incautados 750 kilos de heroína, un 25% más que durante todo el año 2000, y el triple que el primer trimestre de ese mismo año. (Cambio, 23.7.2001)

[6] Es decir una vez sustraído el cosumo local, en Colombia –aunque sea éste de hojas de coca de producto elaborado-, y las incautaciones.

[7] Otros informes de la DEA presentan estos datos de manera distinta: la producción colombiana sería de 298 toneladas en 1999, y podemos agregar las 135 de Méjico, junto con las incautaciones realizadas en Estados Unidos. Esta presentación difiere ligeramente de la precedente en la forma en que contabiliza la producción mejicana, la remuneración pagada por las organizaciones criminales colombianas a sus colegas mejicanas por su participación en el transporte hacia los Estados Unidos.

[8] Estos datos están calculados a partir de un análisis de la prevalencia y del grado de pureza de la cocaína.

[9] Es interesante remarcar que los informes del Estado con respecto a los traficantes son muy diferentes en Méjico y en Colombia. En Méjico, podemos decir que en cierta medida, el movimiento fue hecho desde el Estado hacia las organizaciones criminales, el primero buscando apropiarse de una parte de las rentas, principalemente bajo la presidencia de Salinas de Gotari  (1988-1994), candidato favorito de los Estados Unidos para dirigir durante la época del Gatt y exiliado hoy día (Rivelois J, 1999). En Colombia, el movimiento es inverso: los traficantes buscan sostén en el Estado (ya sea directamente a través de la corruption, o indirectamente buscando acceder a responsabilidades políticas para facilitar sus actividades).

[10] El precio por mayor fue de 39 mil dólares en 1988-89 en Estados Unidos y de 126 mil dólares en Europa. Los precios minoristas se situaron en alrededor de 86 mil dolares en Estados Unidos y 150 mil dólares en Europa (misma fuente).

[11] Las dos operaciones son generalmente confundidas en los hechos: blanquear el dinero sucio tiene que ver con la repatriación, pero es importante distinguirlos porque sus motivaciones son distintas, es posible blanquear sin repatriar, por ejemplo. El blanqueo obedece a tres factores: grado de sofisticación – organización – medio institucional.

[12] Más exactamente: un padre o más ausente, porcentaje de desempleados por familia, jefes de hogar que emigran dentro de los cinco años, porcentaje de personas que dentro de una comunidad que recibe beneficios de la droga.

[13] Se trata de un estudio muy interesante que no podemos exponer aquí. El mismo consiste en establecer las tasas de homicidio por grupo de edad y contrastar las ciudades más relevantes. La originalidad reside en la puesta en consideración de las tasas de homicidio al interior de un grupo etario, para luego intentar medir su influencia en los grupos siguientes.

[14] Muchos consideran que esta relación no existe. Peralva A. (2001), estudioso de la violencia en Brasil, sostiene: «cualquiera sea la importancia de las desigualdades sociales (…) no es posible ignorar que las tasas de delincuencia crecen allí mismo donde la inequidad decrece» (2001, p. 8). Nosotros podríamos agregar que mientras que el crecimiento se ha reanudado en Brasil y que la hiperinflación ha desaparecido, la criminalidad se ha incrementado fuertemente en las grandes urbes. La tasa de homicidios de alrededor del 40% a fines del año 1992 en la región metropolitana de Río ha pasado a ser del 70% a fines de 1995, es decir, un nivel cercano a ciertas ciudades colombianas. San Pablo ha pasado de 43% a 52% entre los mismos años (Viegas Andrade y de Barros Lisboa, 2000; p.387). Este período, sin embargo, está caracterizado por una mejora del nivel de vida, una baja importante del índice de pobreza y por una ligera disminución de las desigualdades, sobre todo a partir de 1994. Peralva A. remarca que en Brasil los altos índices de IDH regionales se corresponden con tasas fuertes de criminalidad y vicebersa.

[15] político, cultural, represivo, económico y la puesta en consideración de que una parte de la cultura y de la transformación es hecha bajo el control de las guerrillas.


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