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Solución política del conflicto interno armado colombiano: ¿Hay campo para maniobrar?

Bernardo Pérez Salazar[*]

PRESENTACIÓN

Luego del ataque terrorista contra EE.UU. del 11 de septiembre surge una pregunta ineludible: ¿le queda alguna dimensión política al terrorismo o definitivamente en adelante queda reducido a una táctica criminal? Una respuesta coherente a esta pregunta es de especial interés para analizar lo que será el manejo del fenómeno del terrorismo en el ámbito mundial de aquí en adelante. Pero de manera particular también lo será en el análisis de las alternativas que quedan abiertas para conducir la negociación de una solución política democrática al conflicto armado interno colombiano. Es útil por lo tanto disponer de un marco de análisis coherente para comprender el fenómeno del terrorismo, a fin de aclarar cuánto espacio de maniobra queda para el manejo autónomo del proceso de paz colombiano.

TRES DOCTRINAS DEL TERRORISMO

Poco después del ataque terrorista contra EE.UU., la Corporación RAND, conocida por sus vínculos estrechos con la industria aeroespacial norteamericana desde la Segunda Guerra Mundial y cuya misión organizacional explícita es ayudar a mejorar la formulación de políticas y la toma de decisiones por medio de la investigación y análisis, destacó en su sitio Web (www.rand.org) una serie de documentos elaborados en años recientes por sus analistas acerca de temas relacionados con insurgencia y terrorismo. Entre ellos, Networks and Netwars: The Future of Terror, Crime, and Militancy por J. ARQUILLA y D. RONFELDT (editores) 375 pp., Countering the New Terrorism por I. O. LESSER, B. HOFFMAN, J. ARQUILLA, D.F. RONFELDT, M. ZANINI, y B. M. JENKINS (176 pp.); y Trends in Outside Support for Insurgent Movements de D. L. BYMAN, P. CHALK, B. HOFFMAN, W. ROSENAU, David BRANNAN (138 pp.).

En su conjunto estos trabajos − todos preparados con anterioridad al 11 de septiembre − configuran un marco de análisis que reconoce al terrorismo como el arma de los débiles frente a un poder superior, representado casi siempre por el Estado. En la expresión atribuida a Osama BEN LADEN, “ el terrorismo es el arma nuclear de los pobres”.

En el curso de la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX el terrorismo se asoció con actos episódicos − muchos de ellos de naturaleza simbólica − orientados a obtener una decisión de una autoridad política en favor de una determinada causa. El hecho que esa causa fuese distinta al lucro personal, permitió que el terrorismo inspirado por “causas políticas” fuese claramente diferenciable del acto criminal, y fuese asimilado a una “diplomacia coercitiva”.

Pero en los últimos años los móviles tras el terrorismo se han ido transformando. Los alcances de los reiterados ataques padecidos por EE.UU. − el atentado en Yemen contra los albergues de tropas de EE.UU. en transito hacia Somalia en 1992, el intento de dinamitar las Torres Gemelas de Nueva York en 1993, el fallido intento de asesinato del presidente CLINTON durante su visita a Manila en 1994, las bombas contra objetivos militares norteamericanos en Arabia Saudita en 1995-96, la destrucción de las embajadas de ese país en Kenya y Tanzania en 1998, sumados entre otros, a la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York en 2001 − señalan una tendencia a sustituir los actos episódicos terroristas simbólicos de “diplomacia coercitiva” por eventos enmarcados dentro de una doctrina de guerra prolongada, sin clara relación con demandas o reivindicaciones políticas de quienes los perpetran.

La diferencia entre guerra y política es muy discutida, sobre todo desde cuando CLAUSEWITZ definió la guerra como “la continuación de la política por otros medios”. Un texto de John KEEGAN, A History of Warfare, documenta de manera enciclopédica ejemplos con los que demuestra que esa afirmación no siempre es cierta: en muchas oportunidades la guerra conduce al mero aniquilamiento de los conglomerados humanos enfrentados en ella.

Es importante destacar esta peculiaridad de los sistemas humanos, en especial cuando hablamos del terrorismo como táctica de guerra prolongada. En Human security and mutual vulnerability, Jorge NEF observa en la discusión de paradigmas de seguridad en el mundo de la pos-Guerra Fría que a diferencia de los sistemas mecánicos, los sistemas sociales no tienen una propiedad inherente que los conduzca automáticamente a situaciones de equilibrio auto-regulado. En ellos, la auto-regulación es una función del grado de auto-conocimiento, la capacidad de aprendizaje, el marco de percepción y la voluntad de sus integrantes. Disrupciones graves en estos procesos pueden conducir a comportamientos autodestructivos, que en toda sociedad representan una posibilidad latente. No son desconocidas las civilizaciones que han desaparecido por medio de su autodestrucción.

Éste particular atributo de los sistemas sociales es un elemento importante para tener presente, en especial en un mundo cada vez más interconectado, donde las disfunciones en los componentes más débiles del tejido global dan lugar a círculos viciosos que se auto-refuerzan recíprocamente hasta alcanzar dimensiones planetarias. Va ser cada vez más difícil ignorar el hecho que las dificultades, las penurias, las carencias que puedan sentirse en cualquier parte del mundo, se harán presentes en la vida de todos, tal como sucede por ejemplo con el terrorismo que proclama luchar contra la opresión de los palestinos en el Medio Oriente. Éste es un punto importante, sobre todo al considerar el fenómeno del terrorismo dentro de la doctrina de guerra prolongada.

Cuando se analizan desde esta perspectiva, los actos terroristas dejan a un lado el uso calibrado de la violencia para presionar reivindicaciones políticas específicas y puntuales, y se transforma en un acto de violencia incontrolada dirigido a destruir al otro. Así, el terrorismo se convierte en una amenaza terrible no sólo para los norteamericanos sino para existencia de la humanidad en todo el planeta. Estamos en un ámbito donde cabe el propósito de usar armas de destrucción masiva − armas nucleares, armas biológicas y químicas para las cuales se reconoce que operan en el mundo mercados clandestinos abiertos al terrorismo − y puede conducir a la muy real posibilidad de la autodestrucción a escala planetaria.

Existe aún otra doctrina del terrorismo que se asocia con los alcances que le otorgan a sus actos los grupos terroristas fundamentalistas. Se trata del uso del terrorismo como precursor de la instauración de un mundo nuevo, de un orden más “justo” que el presente por medio de cataclismos violentos. El hecho que los terroristas estén en disposición de sacrificar sus vidas por cumplir con sus cometidos, se soporta sobre una base ideológica estratégica integrada por principios, intereses y metas comunes que permiten a sus integrantes operar por medio de tácticas descentralizadas. Con la motivación central de que son instrumentos para apurar la llegada de un orden “más justo”, los integrantes de estos grupos “saben qué es lo que tienen que hacer” para lograrlo.

Ésta motivación no sólo ha sido exhibida recientemente por los grupos islámicos sino también por terroristas japoneses como Aum Shinrikyo, que en años recientes atacó el subterráneo de Tokio con el letal gas sarín, causando lesiones masivas para ocasionar una disrupción caótica que supuestamente conduciría a un “renacimiento”.

La doctrina “precursora de un nuevo mundo” no es lejana al mundo moderno. Como ha sido documentado por Eric HOBSBAWM en Bandidos y Marshall BERMAN en “Brindis a la modernidad”, el “milenarismo” asociado con movimientos de insurrección social del pasado siempre ha rechazado violentamente todo lo representado por la movilidad social y la identidad inestable propios de la modernidad, pues estos atributos son percibidos como el origen de la ruptura del cuerpo social y principal obstáculo para la “reinstauración de un orden más justo”.

TRANSFORMACIONES RECIENTES DEL TERRORISMO

A la luz de las tres vertientes doctrinarias que proponen los analistas de la Corporación RAND, podemos ahora aproximarnos al significado de las transformaciones que evidencia el fenómeno del terrorismo en el pasado reciente.

Ante el desarrollo de una capacidad bélica incontestable de las principales potencias mundiales en el contexto de la guerra convencional, el terrorismo se afianza como la táctica de respuesta asimétrica para hacer frente al uso cada vez más frecuente de la fuerza bélica convencional por estas potencias para controlar el “orden regional”, como sucedió por ejemplo en la Guerra del Golfo Pérsico y luego en Bosnia y Kosovo. A la vez el terrorismo se aleja cada vez más de la doctrina de la “diplomacia coercitiva”, antes asociada con objetivos de Estados que apoyaban causas terroristas, como fue el caso de Libia, Irak, Sudan y ahora Afganistán, entre otros motivos, por su creciente vulnerabilidad a las retaliaciones por medio de dispositivos bélicos convencionales.

En consecuencia el terrorismo que vemos en la actualidad está bajo la orientación de actores no estatales, y como tal tiende a hacer un uso más incontrolado − menos calibrado − de la violencia. Por lo tanto su uso se inscribe cada vez más dentro de los objetivos de la doctrina de “guerra prolongada”. La inicial aprehensión del Presidente BUSH a la retaliación inmediata con el bombardeo indiscriminado de Afganistán, evidencia que el gobierno norteamericano reconoce esta transformación doctrinaria del terrorismo y tiene que definir un marco distinto a su tradicional “diplomacia de cañonera” − gunboat diplomacy, en inglés − que volvió a predominar en el pasado reciente.

Otra faceta novedosa de terrorismo actual es su estructura empresarial plana y descentralizada. Sus actos se ejecutan a través de redes muy competentes para obrar en contextos altamente estructurados por tecnologías de la información, sin cabezas centrales que den órdenes, y además con una gran capacidad de moldear la percepción de la opinión pública por medio del manejo de la comunicación mediática. Uno de los aspectos más letales y perdurables del ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York − en términos de despertar y alimentar permanentemente el sentimiento de terror en la opinión pública − es que el atentado se hubiera concebido y perpetrado como una secuencia dramática, con lo cual se logró capturar la atención de los medios de comunicación para registrar en tiempo real el incendio de la primera torre mientras la segunda aeronave colisionaba contra la otra torre.

La estructura empresarial de redes descentralizadas de las organizaciones terroristas de la actualidad además permite tomar decisiones mucho más ágiles y adecuar su acción rápidamente a cambios en el entorno. Por eso intentar combatir esta modalidad de terrorismo es mucho más difícil de lo que fue en el pasado, cuando era posible identificar detrás del terrorismo a un Estado jerárquico y burocrático, sobre el cual el efecto disuasivo de una amenaza de bombardeo pudiera obrar efectos políticos.

La capacidad de acción empresarial y la organización flexible han contribuido a desarrollar la capacidad del terrorismo para seleccionar y modificar los medios a su disposición para mejorar su desempeño y cumplir con sus objetivos. Ése es el aprendizaje de una vuelta. El aprendizaje de doble vuelta, descrito por Michael KENNEY en su artículo “LA CAPACIDAD DE APRENDIZAJE DE LAS ORGANIZACIONES COLOMBIANAS DE NARCOTRáFICO”, es el aprendizaje de las organizaciones que son capaces de modificar sus objetivos fundamentales con el fin de garantizar su sobrevivencia en un medio adverso.

Un ejemplo de un aprendizaje de doble vuelta es el demostrado recientemente por las organizaciones del narcotráfico en Colombia, al reducir la importancia absoluta que otorgaban a la rentabilidad de sus operaciones. En vez, han colocado en el centro de su lógica y racionalidad de operación la evasión de ser detectados y enjuiciados por la justicia norteamericana. La desaparición de los carteles, la proliferación de muy pequeñas empresas especializadas que trabajan en red, es consecuencia de innovaciones que responden al aprendizaje de doble vuelta. Esa capacidad de aprendizaje también se exhibe de manera clara entre los responsables de perpetrar los ataques terroristas contra EE.UU., al lograr evadir que la seguridad de sus operaciones fuese penetrada por los servicios de inteligencia aun después de ser cometidos.

TERRORISMO Y ANTI-GLOBALIZACIóN

Una de las consecuencias más visibles de la transición del terrorismo hacia la doctrina de la “guerra prolongada”, es que la hegemonía mundial de EE.UU. se consolida como el objetivo principal de los grupos subordinados e insurgentes en todo el mundo, que la identifican como el “origen de sus males”. De nuevo utilizando una expresión asociada al manifiesto de Osama BEN LADEN, el mundo tiene que librarse de Estados Unidos como super-potencia, porque con su presencia global está amenazando la identidad cultural de los demás pueblos del mundo.

Según la agencia privada de inteligencia norteamericana STRATEGIC FORECASTING (www.stratfor.com), la gran estrategia dentro de la cual se enmarca el atentado contra las Torres Gemelas apunta precisamente a “moldear el ambiente” para un levantamiento generalizado del mundo árabe en una guerra no convencional de muchos frentes, en respuesta a una previsible retaliación de EE.UU. contra objetivos localizados en países musulmanas tal como lo ha hecho en el pasado.

Esta es una lógica que pueden compartir muchos grupos subordinados e insurgentes que perduran y se resisten al proyecto modernizador de la globalización, porque lo consideran un atentado contra la seguridad de su identidad y ven a su principal heraldo EE.UU. como su principal enemigo. Esta reflexión es particularmente significativa en el contexto colombiano, porque como recientemente sostuvo el ex Consejero de Paz, Seguridad y ex Ministro de Defensa Nacional Rafael PARDO, cuando se analiza el fondo político de las propuestas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia − FARC −, lo que se encuentra es un discurso ya no situado en el terreno del marxismo tradicional, sino en el de los movimientos anti-globalización[1].

COLOMBIA Y LA GUERRA GLOBAL CONTRA EL TERRORISMO

Es muy probable que en el escenario de la guerra contra el terrorismo que dominará el escenario mundial durante los próximos años, Colombia continúe recibiendo atención de EE.UU.. Pero es conveniente analizar en qué medida lo va a hacer, sobre todo frente a amenazas como de organizaciones terroristas “difusas”, representadas visiblemente en el presente por al-Qa’ida, la organización fundada por Osama BEN LADEN.

De partida, no cabe duda que la mayor fuerza insurgente colombiana, la FARC, junto con las Autodefensas Unidas de Colombia AUC y el Ejercito de Liberación Nacional ELN, − todos tres clasificados por EE.UU. como grupos terroristas − representan una amenaza importante para la seguridad hemisférica. Ya desde mediados de la década de los 90, Colombia figuraba en el primer lugar en el mundo de incidentes dirigidos contra intereses de EE.UU., acumulando 56 en 1995 y 53 en 1996.[2] Al respecto, generalmente se acepta el análisis que hace la misma Corporación RAND de la situación colombiana en un trabajo reciente de A. RABASA y P. CHALK titulado Colombian Labyrinth. Según este, de seguir la tendencia actual los grupos alzados en armas podrían en un futuro crear en Colombia una situación de ingobernabilidad y caos político, y convertirla en el principal santuario terrorista en el hemisferio occidental.

Sin embrago una comparación detenida de la amenaza a la seguridad hemisférica que representa la FARC o los grupos alzados en armas en Colombia en su conjunto, con el reto planteado por organizaciones tipo al-Qa’ida a la seguridad directa de EE.UU. puede se útil para apreciar si existe o no una diferencia cualitativa entre estas amenazas.

Para iniciar hay que reconocer que organizaciones tipo al-Qa’ida cuentan con una “gran estrategia” fundada en un importante apoyo popular entre los pueblos musulmanes, como se evidencia en las manifestaciones masivas en contra de los gobiernos de la región que apoyan el ataque de EE.UU. contra Afganistán. Frente a ese parámetro los grupos alzados en armas colombianos tienen una enorme debilidad. En general parece que han descartado por completo la necesidad de contar con el apoyo popular en su intento por tomarse el poder. Particularmente la FARC ignora por completo las encuestas urbanas que le otorga una imagen negativa entre la opinión pública que fluctúa entre el 85y 95%, por encima incluso de los políticos, y en el presente parece apostarle a la toma del poder soportada fundamentalmente en una victoria militar basada en su gran autonomía financiera y el control coactivo de la población por medio de la intimidación y la violencia[3].

De otra parte, las organizaciones tipo al-Qa’ida tienen un dispositivo militar visiblemente superior. Después de meses de cometido el atentado contra las Torres Gemelas, los organismos de seguridad de EE.UU. aún no logran penetrar la seguridad del operativo, pese a la magnitud de los recursos que se han desplegado para ese fin. Como se señaló más arriba, esto habla de un tipo de dispositivo militar muchísimo más eficaz del que puede tener cualquiera de los grupos alzados en armas en Colombia. No hay duda que en el caso particular de la FARC su dispositivo militar le permite mantener la iniciativa táctica y causar daño significativo a las fuerzas de seguridad colombianas. Pero también es visible su vulnerabilidad a la tecnología de inteligencia que dispone el gobierno, como son los detectores infra-rojos de calor, la intercepción de radiocomunicaciones y los visores nocturnos entre otros. Desde esta perspectiva, el dispositivo de las FARC es mucho menos hermético que el las organizaciones terroristas “difusas”.

Por otro lado, ha quedado demostrado que organizaciones tipo al -Qa’ida tienen posibilidades efectivas de hacer uso de armas de destrucción masiva en el territorio de los Estados Unidos. Si bien en los primeros momentos luego del ataque terrorista del 11 de septiembre las hipótesis contemplaban que podría haber sido responsabilidad de organizaciones del narcotráfico colombiano, eso es algo que por ahora parece estar fuera del abanico de las posibilidades operativas de los grupos alzados en armas en Colombia. Pero no por ello puede despreciarse el daño que en el pasado han causado estos grupos con la captura y el asesinato de nacionales norteamericanos en Colombia, los atentados contra la infraestructura y activos productivos y la extorsión a la cual han sometido a intereses de EE.UU. en Colombia.

Sin desconocer la naturaleza formidable de ambos enemigos, las consideraciones anteriores acerca de las condiciones de uno y otro lleva a reconocer una diferencia cualitativa principal entre ellos. Consiste en que frente a las organizaciones difusas tipo al -Qa’ida, los grupos alzados en armas en Colombia son visiblemente sensibles a la “diplomacia de cañonera”, representada en nuestro medio por la amenaza militar contenida en el Plan Colombia. No puede desconocerse que en particular la FARC desde un principio ha visto en este apoyo militar de EE.UU. al gobierno colombiano una seria amenaza a su proyecto militar[4]. Precisamente por el aparente efecto disuasivo que el modelo “Plan Colombia” ha obrado ante este grupo insurgente, algunos analistas consideran que es probable que en un futuro inmediato EE.UU. continúe utilizándolo de manera más o menos incondicional para sostener un esfuerzo militar para contener a los alzados en armas, aún a pesar de la perplejidad que causa en el Congreso de ese país el desenvolvimiento reciente del proceso de paz colombiano y la ausencia de los resultados esperados producto de los considerable ayuda aprobada para el Plan Colombia en el año 2000.

Por eso en plazo inmediato es improbable que en Colombia se de un escenario en el que el gobierno pierda a manos de los grupos alzados en armas el control territorial del país con excepción de tres o cuatro ciudades, única situación en la que seguramente habría lugar a una intervención militar directa por parte de una alianza internacional de la cual haría parte EE.UU. Entre tanto, como lo ha señalado Juan Gabriel TOKATLIAN, un reconocido analista de la coyuntura internacional, es probable que EE.UU. concentre su atención en desarticular el enclave terrorista en Afganistán, que sin lugar a dudas representa en el presente una amenaza mucho más formidable para ese país[5]. Del éxito que obtenga EE.UU. mediante el ejercicio de la fuerza y de la amplitud del respaldo mundial que reciba para este esfuerzo, dependerá la posibilidad que la doctrina de lucha anti-terrorista que resulte de la guerra contra las organizaciones tipo al-Qa’ida, se aplique en países identificados como terreno fértil para el terrorismo, como es el caso de Colombia.

EL CONFLICTO COLOMBIANO: ¿QUEDA CAMPO PARA SU NEGOCIACIóN POLíTICA?

A pesar de las consideraciones anteriores, no hay duda que el escenario estratégico para Colombia cambió drásticamente después del ataque del 11 de septiembre. En el nuevo contexto mundial y regional de guerra contra el terrorismo, el país perdió autonomía para el manejo político del conflicto colombiano principalmente por su condición de ser el ámbito más propicio para el terrorismo en el hemisferio. Es previsible que cada vez se reciban más presiones para redefinir el conflicto armado en términos ‘criminales’ y por consiguiente el tiempo para solucionarlo por medio de la negociación política cada vez sea más corto.

Sin embargo, aún hay un margen que se deriva del reconocimiento generalizado que el terrorismo, utilizado como táctica dentro de la doctrina de “guerra prolongada”, difícilmente podrá ser aniquilado por completo. Puede llegar a ser parcialmente desarticulado y contenido, pero su organización y dinámica interna hacen improbable que se pueda destruir del todo. La prudencia que ha mostrado el gobierno de EE.UU. al “apoyar la decisión que tome el gobierno colombiano” en los sucesivos episodios de renovación de la zona desmilitarizada concedida a la FARC − aún después de los ataques del 11 de septiembre − puede ser un reflejo de que hay un reconocimiento oficial de esa percepción acerca del fenómeno del terrorismo.

Hay otro factor que también contribuye al mantenimiento de cierto margen para negociación política de una solución del conflicto armado colombiano. Como se señaló arriba, una agenda política integrada por demandas concretas puede operar como elemento para “calibrar” el uso y la intensidad de la violencia en el desenvolvimiento de un conflicto armado. Este es un recurso invaluable para avanzar en la construcción de la identidad sobre la cual eventualmente las partes en conflicto puedan integrar una nueva comunidad política.

La alternativa de restarle toda dimensión política al conflicto interno armado colombiano y reducirlo a la categoría de “terrorismo criminal” puede conducir a un uso desmedido de la violencia con la consecuente degradación del conflicto, cuyas consecuencias más severas serán soportadas por la población civil inerme, sometida a la intimidación y la violencia sobre la cual se sustenta a lógica militar del poder. Además, como lo señala un estudio del país realizado 1999 por el Banco Mundial titulado Violence in Colombia: building sustainable peace and social capital, con el nivel de intensidad de violencia que ya vive el país un tratamiento del conflicto de esta naturaleza puede conducir por el camino de la “criminalización” de toda oposición política. Esto a su vez exacerbaría la polarización política y social del país, intensificaría la privatización de la seguridad y la justicia y contribuiría a alimentar la creciente “desinstitucionalización” del régimen político vigente.

LA SOLUCIóN POLíTICA: ¿ ATORNILLADA AL MODELO DE LA “MESA DE NEGOCIACIóN” DE PRINCIPIO A FIN?

¿Conducen necesariamente las consideraciones anteriores a continuar con el modelo de negociación del conflicto armado “atornillado” incondicionalmente a mesas de negociación con los alzados en armas? Hay que reconocer que valiéndose de ese modelo la administración PASTRANA ha alcanzando varios logros importantes, entre ellos, el fortalecimiento de la capacidad operativa militar del Ejercito Nacional, la motivación del interés internacional por comprender el conflicto interno armado colombiano, y la clarificación ante la opinión pública colombiana e internacional de los alcances y limitaciones de la organización interna de la FARC así como el fondo de las “banderas” que dice enarbolar.

Pero también hay que reconocer que el proceso ha fracasado en el propósito de transformar la percepción de ese grupo alzado en armas sobre las opciones a su alcance para alcanzar sus objetivos políticos. Es evidente que tres años de diálogos han servido a la FARC para afianzar su convencimiento que la vía militar continúa siendo su mejor opción para alcanzar el poder en Colombia. Algunos analistas interpretan la indisposición de la FARC a sostener más diálogos sin zona desmilitarizada como indicio de que están utilizando los diálogos para mejorar sus posición para hacer la guerra.

Es probable que ello sea una consecuencia directa de la estrategia del gobierno para el manejo del modelo de negociación. Ésta se funda sobre una doctrina que el profesor Jesús BEJARANO caracterizó en su texto “EL PAPEL DE LA SOCIEDAD CIVIL EN EL PROCESO DE PAZ” con el término de paz negativa, refiriéndose a un proceso planteado sobre la base de “muestras de buena voluntad” para afianzar entre las partes una relación cimentada sobre valores como la tolerancia y la comprensión, y la convicción que el uso de la violencia es innecesario. Como bien lo señalaba el profesor BEJARANO, puede que esta doctrina resulte eficaz para resolver conflictos puntuales en la medida en que se aplique dentro del clima general propio de las sociedades que están en paz. Pero en una sociedad como la colombiana, inmersa en un conflicto violento cuyo fondo responde no a diferencias sino a diferendos en el ámbito de las convicciones, creencias y visiones del mundo, la doctrina de la paz negativa deja entre nosotros un lamentable “saldo pedagógico”: la demostración de la “voluntad de paz” de los enfrentados no puede ser la condición de partida del proceso, en una sociedad que vive un conflicto violento.

La voluntad de abandonar la el poder coactivo de las armas para alcanzar propósitos políticos tiene que ser el resultado de la construcción de lo que BEJARANO denominaba la paz positiva, es decir, un esfuerzo conjunto, deliberado y consciente de los enfrentados en conflicto violento para clarificar y canalizar unas demandas sociales de cambio altamente relevantes en el presente. En la medida en que la materialización de las reformas correspondientes contribuya a transformar la percepción de las partes acerca del valor de las opciones que tienen a su alcance − aquella basada en el poder de las armas y aquella basada en procesos de negociación política − la negociación podrá desembocar en la disminución de la intensidad y eventual abandono de la coacción armada como medio privilegiado de expresión y ejercicio del poder político.

Por eso, si bien reconoce la importancia de los aspectos de procedimiento, a los cuales se ha dedicado la mayor atención del proceso PASTRANA, la doctrina de la paz positiva de BEJARANO otorga igual importancia a los aspectos sustantivos en torno a los cuales deben ser construidas las opciones de negociación política exitosa para desbrozar el camino del abandono de las armas.

En el caso particular de Colombia un primer tema, que debe abordarse con detenimiento, es la naturaleza de la solución política que se propone negociar. Definitivamente no puede ser una negociación de tipo inclusiva, como la que finalmente se adoptó con el EPL y el M-19, en la cual los alzados en armas entregan sus armas y el gobierno les da a cambio “casa, taxi y beca”. Los problemas asociados con el conflicto interno armado hoy son de otras magnitudes, no sólo porque las FARC tienen 16.000 combatientes, el ELN 5.000 y las AUC 8.000, sino también por el hecho que éste ha conducido al desarraigo y desplazamiento forzoso de cerca de 2’000.000 de personas en el país, una masa que representa cerca del 5% de la población colombiana.

Son dos millones de colombianos desarraigados que han perdido total o parcialmente sus activos económicos y productivos, además de su patrimonio social y cultural, y que seguramente representan una bomba de tiempo para el futuro del país. Por lo tanto la solución política a concebir tendrá que ser de naturaleza integradora, en tanto debe atender no sólo el problema de 30.000 combatientes por fuera de la ley, sino también ocuparse de brindar seguridad e integrar productivamente a la vida social y económica colombiana a la masa de desplazados marginados que ha dejado el conflicto armado. Eso probablemente hará inevitable una transformación de la sociedad colombiana que implicará una reconfiguración del poder político y económico en Colombia.

Una reflexión al respecto podría iniciarse abordando la naturaleza del Estado que se requeriría en el escenario de la referida “reconfiguración” de la sociedad colombiana. Un asunto principal en relación con este tema tiene que ver con la dicotomía entre la seguridad ciudadana y la seguridad del Estado que se desprende de la doctrina de “seguridad nacional” que orienta en Colombia la política de destinar la fuerza militar para combatir al interior de las fronteras del país a “enemigos internos”. A esto atribuyen algunos analistas el socavamiento y debilitamiento de la institución militar, pues la aplicación de métodos y técnicas militares que afectan a la propia población civil del país mina permanentemente el respaldo local a la fuerza pública para garantizar el control territorial del país por el gobierno.

Una causa principal de los desplazamientos forzosos que ha vivido el país en años recientes ha sido precisamente la inseguridad que genera en la población civil la expansión del control territorial por parte de los alzados en armas que hoy dominan las milicias territoriales en Colombia. Esta situación a su vez conduce a que la llegada de la fuerza pública a los teatros de operación militar, convierta estas zonas de inmediato en retaguardia del enemigo que pretende combatir. Así se genera un circulo vicioso que alimenta de manera creciente la oposición política popular al régimen vigente.

Si bien los protagonistas de este dilema son el gobierno y los grupos alzados en armas, sin duda que quien resulta más adversamente afectada es la población civil que observa cómo su seguridad progresivamente pierde su carácter de "bien de interés general", y se reduce a un servicio de interés privado. ¿ Es éste un tema cuya resolución debe dejarse en manos de negociadores del gobierno y alzados en armas “atornillados” a una mesa de negociación, o puede la sociedad civil emprender inicialmente una reflexión autónoma acerca de este problema?

De otra parte, con frecuencia se escucha a los servidores públicos manifestar que la naturaleza democrática de nuestra institucionalidad política no es negociable, pero poco avanzan en corregir la inoperancia de la democracia colombiana para gestionar fines de interés colectivo mediante políticas públicas. Ése es un argumento central de la insurgencia para justificar su desconocimiento de los procedimientos y la institucionalidad democráticos. Hay un problema de diseño y arreglo institucional de fondo que tiene que resolverse en relación con este aspecto. No puede haber reconfiguración si continúa un régimen político donde, como lo afirma el ex presidente SAMPER, las decisiones de interés público se discuten y toman en los clubes sociales más exclusivos de la capital.[6]

Cómo estructurar un arreglo institucional democrático eficaz para gestionar fines colectivos mediante políticas públicas, es un tópico cuyo análisis y desarrollo no tiene que estar condicionado a que haya negociadores oficiales y de los alzados en armas “atornillados” a una mesa de negociación. Hay otros tópicos importantes, entre ellos:


El desarrollo de propuestas operacionales en torno a estos tópicos probablemente será de gran utilidad para alimentar la construcción de una opción de negociación política exitosa en el marco de unas negociaciones del gobierno con los alzados en armas, opción que eventualmente debe resultar tan atractiva como para que “la guerra estorbe las negociaciones” y se creen las condiciones propicias para descartar definitivamente la opción de toma del poder las armas para alcanzar objetivos políticos. Pero el desarrollo de esas propuestas no está condicionado a que simultáneamente haya “negociadores atornillados a mesas”. Incluso hay tópicos como los criterios para localizar las fuerzas de los enfrentados en la eventualidad de un cese al fuego, en torno a las cuales podrían diseñarse alternativas preliminares sin que simultáneamente haya una negociación formal en curso.

No cabe duda que hay asuntos para los cuales es indispensable disponer de una mesa de negociaciones atendida por representantes del gobierno y los alzados en armas, como por ejemplo para acordar el arreglo definitivo de un cese al fuego y de hostilidades, o las condiciones específicas de operación de mecanismos para asegurar las garantías de seguridad de los alzados en armas y los mecanismos de verificación del cumplimiento de los acuerdos de reforma política que eventualmente se pacten. Pero no hay que olvidar que para llegar a negociar estos asuntos de manera significativa, es necesario haber avanzado también significativamente en el diseño operativo de una opción política para solucionar, entre otros, los problemas enumerados con anterioridad.

¿QUIéNES HACEN PARTE DE LA SOLUCIóN?

Aparte de las carencias visibles en la construcción de una o varias opciones de solución política negociada, hay otro obstáculo relacionado con el reconocimiento de los actores que están involucrados dentro del ámbito del conflicto armado. Se trata de la dificultad insuperable que el proceso PASTRANA ha encontrado en la condición fijada por la FARC que para avanzar en las negociaciones, el paramilitarismo debe ser eliminado.

La Comisión de Notables conformada para “proponer soluciones al paramilitarismo y el desescalamiento del conflicto”, recientemente entregó a la mesa de negociación de la FARC con el gobierno PASTRANA, un documento con una propuesta condicionada para pactar una tregua bilateral y convocar una Asamblea Constituyente o referendo popular. Pero al suponer que “si son consecuentes con su reiterada afirmación de que su accionar ilícito es una respuesta a los grupos insurgentes... (si) se logra la tan anhelada paz, por la vía del entendimiento y la negociación política y por los mecanismos como los que estamos recomendando, el fenómeno del paramilitarismo tendrá que necesariamente desaparecer en forma definitiva de nuestra patria” [7], visiblemente evade el problema de analizar y entender el fenómeno paramilitar en el presente.

Sin embargo, un número creciente de dirigentes políticos y analistas señalan que hay indicios para vincular los paramilitares a un proyecto empresarial emergente, dentro cuyas finanzas juegan papel importante cientos si no miles de “nuevos narcotraficantes” que reemplazaron a los carteles de Medellín y Cali hacia mediados de la década de los 90. En su conjunto este nuevo grupo emergente puede manejar recursos y activos productivos de un orden de magnitud comparable a los que llegaron a manejar los carteles en su momento. El paramilitarismo representaría el brazo armado que garantiza el control territorial y la subordinación del gobierno local en zonas donde los “nuevos emergentes” han concentrado la propiedad de la tierra. Con su apoyo en estas zonas estaría consolidándose un proceso de diversificación e integración vertical de la actividad económica bajo su control, siguiendo en el ámbito local y regional la dinámica propia del comportamiento de las “industrias líderes” que se observó durante la década de los 50, cuando los modernos oligopolios regionales familiares lograron la integración de un mercado nacional de bienes de consumo final, tal como lo describe Bert HELMSING en su libro Firms, farms and the state in Colombia. Muchas de estas regiones además coincidirían con la presencia de recursos estratégicos susceptibles de ser desarrollados competitivamente para su incorporación ventajosa a los mercados internacionales, dentro de un proyecto abiertamente coincidente con la tendencia globalizadora.

De ser así, habría que reconocer en el proyecto “empresarial paramilitar emergente” a otro actor dentro de la negociación de una solución política negociada del conflicto armado colombiano. Tendría intereses encontrados no sólo con la FARC − que como se señaló atrás progresivamente se identifica con la ideología del movimiento anti-globalización − sino también con el orden legal colombiano, en tanto tipifica parte importante de su patrimonio como producto de “enriquecimiento ilícito”. Por consiguiente, en la eventualidad de la convocatoria de una Asamblea Constituyente para institucionalizar los acuerdos que se deriven como parte de aquella opción de solución política negociada que conduzca a las partes al abandono del poder de las armas para alcanzar sus objetivos políticos, sería probable que punto central de la agenda fuese la definición de mecanismos jurídicos para legalizar los patrimonios del proyecto “empresarial paramilitar emergente”.

¿ SE RECORTA O SE AMPLIA EL CAMPO DE MANIOBRA?

Para sintetizar, la solución política negociada del conflicto armado interno se enfrenta al doble desafío de, por un lado, llegar a una arreglo político e institucional que permita compatibilizar en el escenario colombiano una praxis en la cual haya campo para la expresión equilibrada de la contraposición de objetivos a favor y en contra de la globalización económica. Por otro lado, hallar una formula para que los proyectos “insurgente militar” y “empresarial paramilitar emergente” confluyan en la negociación del abandono del poder de las armas como medio privilegiado de expresión y ejercicio del poder político.

Ambos son desafíos formidables. Más aún cuando el escenario político internacional limita notablemente a los colombianos la autonomía y la amplitud del abanico de alternativas a considerar para encontrar una solución políticamente viable. Lo anterior no significa que el futuro inmediato deba interpretarse como una coyuntura de recato político, como quizás lo recomienda prudentemente la táctica política en el período pre-electoral de campaña presidencial. Esperar la posesión del próximo mandatario colombiano sin avanzar sustancialmente en el diseño operacional de una o varias opciones de solución política negociada como alternativas al uso del poder de las armas para expresar y ejercer el poder político, puede conducir al recorte del campo de maniobra para la solución política del conflicto armado que aún yace en la mente de congresistas y funcionarios del gobierno de EE.UU., atentos a los resultados del Plan Colombia y los avances del proceso de paz en los primeros meses de 2002.

Remitir a las campañas presidenciales la responsabilidad de liderar audazmente este proceso puede ser poco realista. La amplitud del campo de maniobra que queda a los colombianos para la solución política del conflicto, quizás entonces, depende de que emerja un proceso de construcción de opciones de solución política sustantivas, liderado por alguien más − como lo insinúa el profesor BEJARANO e su artículo “EL PAPEL DE LA SOCIEDAD CIVIL EN EL PROCESO DE PAZ”. Un proceso así requerirá de una dinámica irresistible, que convoque a candidatos presidenciales y diversas facciones de alzados en armas para encontrar formulas que permitan abandonar el poder de las armas como instrumento político privilegiado en Colombia.

REFERENCIAS BIBLIOGRáFICAS

Artículos y Libros

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“La paz lejana” en Lecturas dominicales de El Tiempo Septiembre 2 2001 pg. 2-3 L.G. GIRALDO

“Recomendaciones de la Comisión de Personalidades a la Mesa de Diálogo y Negociación” en La Revista de El Espectador Septiembre 30, 2001 pgs. 53-56


[*] Observatorio del Manejo del Conflicto – Universidad Externado de Colombia obsconflicto@uexternado.edu.co
[1] “ El conflicto en Colombia es político. Es por el poder.” en La Revista de El Espectador, Septiembre. 16, 2001, p 8-11 .

[2] LESSER et al op.cit. p. 106
[3] C.E. JARAMILLO“¿Cuando terminar la guerra?” en Cambio Agosto 13 2001 pg. 42-45
[4] L.G. GIRALDO “La paz lejana” en Lecturas dominicales − El Tiempo Septiembre 2 2001 pg. 2-3
[5] “Afganistán, Plan Colombia y TIAR” en El Tiempo, Septiembre 29 pg 1-19
[6] “El responsable de la crisis del país es la clase dirigente” en La Revista de El Espectador, Septiembre. 30, 2001, p 8-11.

[7] “Recomendaciones de la Comisión de Personalidades a la Mesa de Diálogo y Negociación” en La Revista de El Espectador Septiembre 30, 2001 p. 56

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