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Colombia : cómo se asesina la esperanza de paz
Guerra sucia en Sur Bolívar
 
 

Maurice Lemoine, enviado especial
Articulo publicado en Le Monde Diplomatique en octubre 2001

La buena voluntad del gobierno colombiano en las negociaciones de paz con la guerrilla, de por sí bastante dudosa, se ve en todo caso contrarrestada por el desembozado accionar conjunto de militares y paramilitares, tal como pudo verificar sobre el terreno el autor de este artículo.

 Resulta doloroso verles hundirse allí abajo, angustioso. Pero ¿tienen otra opción? Una chispa de emoción atraviesa los ojos de la mujer. “Les deseamos buena suerte. Y les decimos que tengan cuidado con los explosivos.” Allí abajo es la mina. Y en la mina están sus hombres, maridos y compañeros. Llegados un día a esta serranía de San Lucas, espina dorsal elevada de las montañas del sur de la región de Bolívar, en busca de fortuna, de oro, de “un plante” como dicen aquí. Venidos de tierras ingratas y ciudades poco acogedoras, “en las que los ricos tienen escuelas para educar a los perros y el pobre si desayuna no come a mediodía, y si come a mediodía no tiene nada para cenar”.

La mina. El socavón, ese infame pasaje no más alto que un hombre arrodillado que se hunde, cientos de metros, en las entrañas de la noche. Ni luz ni sistema de ventilación. Sólo el halo de las antorchas eléctricas que llevan fijadas en la frente con un elástico. Ninguna protección. El agua que chorrea, y te impregna, y bulle alrededor de los tobillos, marea negra en la que a veces hay que arrastrarse. El pozo surge del abismo, que cae en vertical, y en cuyo fondo te entierra un robusto minero, después de hacerte descender, colgado de una cuerda, con la sola fuerza de sus brazos.

En el corazón de las tinieblas, con las uñas, extraen la riqueza del país. Un trabajo duro, brutal. “ Los que tienen suerte consiguen 20, 50, 100 gramos de oro. Pero aunque obtengan un millón de pesos (350 dólares), pasarán tres o cuatro meses antes de encontrar otro yacimiento.

”Flotando sobre la bruma, Minavieja se parece a las decenas de aldeas colgadas de los picos de la serranía, conocidas habitualmente con el nombre de Las minas. Callejuelas de lodo, chabolas de lata cubiertas con plásticos, dos o tres tiendas, jaleo en las cantinas, ronroneo del grupo electrógeno, billares nocturnos con el alboroto de las bolas y el destapar de botellas de cerveza. Entre la ropa tendida, ejércitos de “pelados”; ejércitos de niños. La pequeña escuela construida por los habitantes con sus manos, de su bolsillo. Una maestra pagada por el gobierno, a la que los padres dan un complemento de salario para que no se muera de hambre. Otra profesora pagada enteramente por la comunidad. Ninguna carretera. Hasta la iglesia católica se olvida de venir a bautizar a los niños.

Sin embargo... Sin embargo, a uno de los aldeanos le sale un grito del corazón, casi insensato: “Soy feliz aquí. Se vive mejor que donde estaba antes. Que el gobierno nos deje en paz”. Con un gesto discreto, la mujer saluda a un hombre de uniforme con un fusil kalásnikov a la espalda. Es un guerrillero.

Sin ninguna ayuda del Estado, las comunidades se han organizado para construir lo poco que existe. Antes, sus habitantes bajaban a los villorrios, San Pablo, Santa Rosa, Montecristo (las cabeceras municipales) que, a lo largo del río Magdalena, salpican la serranía. Ahora ya no hace falta. Sobre todo si es dirigente, miembro de la Junta de Acción Comunal, sindicalista, militante de lo que sea.

José Cediel, presidente de la Federación Agro-Minera del sur de la región de Bolivar, no ha dado un paso fuera de la zona desde hace 20 meses. Gracias a lo cual todavía está vivo. “Ningún dirigente puede salir. Le asesinan. Somos prisioneros en libertad.” Un hombre con las uñas negras y rotas refunfuña que son, sobre todo, campesinos atrapados entre dos fuegos. Un poco más lejos, dos mineros se cruzan con el “comandante Pablo”, jefe del destacamento del Ejército de Liberación Nacional (ELN), instalado en la proximidad de Minagallo. “¿Cómo te va Pablito?

”Continúan aquí por amor a la tierra, pero es muy complicado. “Todos saben que la guerrilla vive en esas montañas y que viene hasta aquí. Pero nosotros nunca hemos cogido un fusil.” No se dice otra cosa mucho más al norte, en el norte del sur de Bolivar, en Micoahumado. “No se puede negar la presencia de la guerrilla en el pueblo, sería estúpido, todo el mundo lo ve. Pero eso no nos convierte en una aldea de guerrilleros.”

A la salida de todas las cabeceras municipales, se despliegan las barreras de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), los paramilitares. Esos “ paracos ” controlan a los comerciantes. Con el pretexto de privar a la guerrilla (que dispone de sus propios canales de aprovisionamiento), limitan el transporte de mercancías, prohiben el paso de pilas eléctricas, latas, carburante, alimentos y medicamentos, imponiendo un bloqueo que agota a los habitantes civiles de las aldeas. “Nos endeudamos para comprar y ellos confiscan la mercancía. Se corre el riesgo permanente de perder el dinero, cuando no la vida”, suspira un comerciante de Minacaribe, al que los paramilitares casi han arruinado.

Los «paracos», grupos oficialmente fuera de la ley, asesinan a dos pasos del destacamento militar de Morales; en San Pablo, a veinte minutos de los destacamentos de los batallones 47 y Nueva Granada ; en Santa Rosa, a media hora del batallón Guanes; en Monterrey, San Blas, Simití, “donde se les ve abiertamente con los soldados”... Sin hablar de Barrancabermeja, un poco más al sur, puerto fluvial y capital petrolera de Colombia. Una ciudad entregada a la venganza de los asesinos, en la que están estacionados los 5.000 hombres de los batallones 45 y Nueva Granada, las fuerzas especiales y la policía. “No tienen ninguna relación”, recita el gobierno como si fuera un Padrenuestro; “pero viven juntos”, se permiten corregir los habitantes.

En Micoahumado se enumeran las víctimas. La última, Alma Rosa Paramillo, abogada, delegada del programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, detenida en Morales a finales de junio y despedazada viva con una sierra mecánica. Se podría hacer una montaña con los cadáveres de todos los torturados hasta la muerte a lo largo de los años, tanto en el sur de Bolívar como en el conjunto del Magdalena Medio[1]. “Víctimas de la locura asesina de la guerrilla y de las AUC”, se explica en Bogotá, donde la palabra paramilitar (que, sin duda, dice muy bien lo que quiere decir) desaparece poco a poco del vocabulario. Al menos en algunos medios de comunicación.

El guerrillero Ejército de Liberación Nacional (ELN), nacido en 1964 cerca del departamento de Santander, ha hecho del sur de Bolívar uno de sus bastiones[2]. ¿Dónde está el frente? No existe. La guerra son sorpresas, emboscadas, enfrentamientos repentinos. De trochas en cerros, hay que caminar eternamente, hasta caer. Año tras año, la guerrilla implanta la resistencia en esta leonera de junglas y montañas, en esas tierras en que los militares hacen negocios con los potentados.

Riñas, venganzas, emboscadas… A machete o fusil, la gente se mataba. “Se asesinaba en todos los rincones del bosque, por 20 o 30 gramos de oro.” Cuando surgió el ELN en ese purgatorio abandonado por el Estado, estableció una serie de normas de cohabitación entre individuos y comunidades. Incluso terminó con una guerra entre “costeños” y “cachacos” (habitantes del interior). “Hoy ya no se producen grandes ataques”, sonríe el comandante Pablo, sentado delante de un “tinto”, como llaman al café. “Cuando una aldea se ve afectada por un acto reprensible, interviene la organización social de la comunidad. Cuando se trata de algo más delicado, vienen a buscarnos. Nosotros arreglamos los casos de ruptura de contratos implícitos relativos a las minas, los robos de tierras, los incidentes debidos al alcohol”… “Si el delito es grave, un asesinato por ejemplo, ejecutan al culpable”, completa algo más tarde un campesino, no más escandalizado. Sustentado en la gratitud que suscita esa calma, el ELN cobra un impuesto (aunque prefiere la expresión “acuerdo con los productores”) por las actividades mineras. En cambio, se inhibe de percibir dinero de la coca.

Y sin embargo, hay coca ¡ En los años ochenta, Pablo Escobar ofreció a los insurgentes 1.000 preciosos fusiles, a cambio de que le dejaran instalar una pista de aviación. El ELN se negó. “Nunca tuvimos y nunca tendremos relación con el narcotráfico”, dice con firmeza el comandante Nicolás Rodríguez Bautista, “Gabino”, dirigente número uno del ELN, al que entrevistamos en julio pasado en “algún lugar del sur de Bolívar”. Gabino subraya: “Estamos de acuerdo con los que lo consideran una plaga de la humanidad. No estoy hablando del gobierno y su doble moral: todas las instituciones del Estado están gangrenadas por el dinero sucio. Pero nosotros preferimos seguir siendo pobres antes que meternos en eso”.

Esta postura, diametralmente opuesta a la de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que después de muchas dudas se decidieron pragmáticamente a cobrar un impuesto por la coca (lo que no hace de ellas un cartel de la droga), no da aprobacion al poder para reprimir a los campesinos. Aunque desaprueba la presencia de esta planta del diablo e incita a erradicarla (como hacen 200 familias del municipio de Morales), el ELN no prohibe los “cultivos ilícitos”, consciente de la angustia social que supone arrancarlos. “Ya tenemos al ejército y los paramilitares como enemigos, no vamos a añadir a los campesinos”, ríe un guerrillero de la zona de Pueblogato.

La sombra del Plan Colombia también se cierne sobre la zona.  Los aviones tiran productos químicos sobre todo lo que parece vegetación[3]. Han escupido su veneno “por ahí” destruyendo los bananos; “por allá”, acabando con los cultivos de subsistencias; y “por allí también”... “Aquí no. El ELN estaba en la montaña y los aviones fueron recibidos con una lluvia de plomo”, nos explican entre risas en los confines de Canelos y en Pueblogato.

En este avispero colombiano, todo es en apariencia torcido, inextricable, ilógico. Prisioneros de su miserable condición, los campesinos transforman la coca en pasta base (primera etapa de fabricación de la cocaína). Procesiones de mulas bajan las mercancías hasta San Pablo, Santa Rosa, etc., donde los intermediarios la venden a los “paracos”, enemigos jurados y asesinos de sus proveedores. El ELN, que a pesar de sus principios protege a los campesinos, también es atacado por los narco-paramilitares, estrechamente relacionados con la policía y el ejército. Estos, a su vez, con los dólares de Washington, libran una lucha a muerte contra las FARC, con el pretexto de terminar con… el narcotráfico.

¿Cómo saber lo que pasa por las cabezas cuando el silencio es el principio elemental de la supervivencia? Embarazoso lamento de una mujer en Micoahumado: “Las relaciones no son afectivas. Los guerrilleros llegan, nos saludan, nos piden un vaso de agua. Se lo damos; es un gesto humanitario”. Franqueza de un pastor presbiteriano, en la frialdad de las minas: “La Sagrada Escritura nos enseña que hay que respetar todas las leyes. Por eso respetamos las de la guerrilla. Si tuviéramos armas quizá se podría hacer otra cosa, pero las armas las tienen ellos”. Rebelión apenas enmascarada en el calor sofocante de una vereda: “Todo el mundo sabe dónde se encuentra la subversión, lo que hace, a dónde se desplaza. ¿Por qué no la atacan los paramilitares? Que peleen entre ellos y que nos dejen en paz”.

Sin embargo, con el paso del tiempo, evaluar la situación se hace más complicado. Un cincuentón que, ante testigos, lanza un atronador “¡que nos saquen de este conflicto, no tenemos nada que ver con él!”, precisa lo que piensa algunas horas más tarde, en el secreto de una cerveza: “¡Hombre!, lo que pasa es que la guerrilla no es perfecta, pero llega siempre con una mano amiga. No ejerce ninguna violencia contra nosotros”. Un minero, vehemente cuando se sentía entre dos fuegos, ajusta el tiro a la mañana siguiente: “La tranquilidad, la armonía que tenemos, se la debemos a los guerrilleros. Mientras los ‘paracos’ nos masacran, los compañeros nos orientan, comprenden la situación social en que vivimos”. En cuanto al que evocaba a “los grupos al margen de la ley” con asco, dos días más tarde dirá tranquilamente: “En la guerrilla se encuentran soldados pobres, proletarios, que trabajan por el bien común. Ayudan a nuestras aldeas desorientadas a sobrevivir, les debemos mucho”.

Incluso el pastor presbiteriano, tan severo en apariencia, da su explicación: “Cuando no estamos de acuerdo con alguna de sus decisiones, nos reunimos con ellos y se lo decimos: ¡nosotros no haremos eso! Ha ocurrido. Nos explican sus razones, exponemos las nuestras, y a menudo llegamos a un acuerdo. Ellos respetan nuestra opinión”. Por parte del ELN, el comandante Pablo hace un análisis sereno. “Muchos evitan exponernos su postura por miedo. En realidad, sólo lo hacen los que están proximos a nosotros; también los evangelistas, que tienen una gran fuerza interior. Y otros que nos conocen bien, aunque no sean simpatizantes. Su sabiduría, su capacidad de resistencia ayudan a que no nos sintamos en posición hegemónica en estas comunidades. Tienen su propia manera de ver las cosas; nosotros debemos estar a su servicio, siempre lo hemos dicho”.

Se tomen o no estas palabras como el Evangelio, hay un hecho que salta a los ojos cuando se recorre el sur de Bolívar: a menudo hay ternura en el aire cuando pasa la guerrilla. “Si tuviera la impresión de estar alejado del pueblo volvería a mi casa”, asegura, bajo un sol de plomo, el comandante del destacamento de San Juan, encontrado después de interminables jornadas de mula y camioneta al sur de las minas.

Pero Colombia ya no aguanta. En 1998, el ELN hizo público su proyecto para terminar con el conflicto: la organización de una Convención Nacional. Para ser sólida, la paz tiene que ser fruto de un acuerdo con toda la sociedad. Pero desde su ascenso al poder supremo, Andrés Pastrana no lo cree así. Es el Presidente de los colombianos, el jefe del gobierno, el dueño del circo para los cuatro próximos años: la negociación debe pasar por él, no por el pueblo. Prefirió volverse hacia las FARC - una organización consolidada, pragmática - y dialogar con ellas “de Estado a Estado”[4], desdeñando al ELN, del que se dice que está debilitado militarmente.

Los “elenos” reaccionan. A su manera. Organización de cuadros políticos armados más que ejército revolucionario, su fuerza se basa menos en el poder de sus armas que en el arraigo popular. No tienen la capacidad militar de las FARC, que machacaron al ejército en Las Delicias y Mitú. El 12 de abril de 1999, un comando “eleno” desvió un Fokker de Avianca, entre Bucaramanga y Bogotá, y se llevó a sus 41 ocupantes al sur de Bolívar. El 29 de mayo, fueron secuestrados 150 fieles que asistían a una misa en la iglesia de La María de Cali.

Si se trataba de hacerse notar, la operación fue un éxito. Llovieron condenas y excomuniones. Subieron de tono las quejas de la “sociedad civil” respecto a los “terroristas”. Porque, sin duda, asesinando a los asesinos, la guerrilla es culpable de grandes atropellos. De serias desviaciones cuando sabotea las infraestructuras[5]. Sin olvidar que exaspera y genera una angustia indecible con sus secuestros. “Lo sé”, suspira sin cinismo el comandante Gabino.  “Para asumir los enormes costes de la guerra, a veces hemos recurrido a esas ‘retenciones económicas’, que consideramos como una especie de impuesto. Siempre hemos reconocido que no es un método muy… elegante. Hemos dicho al gobierno y a la comunidad internacional: busquemos cómo evitarlo. Estamos dispuestos a discutir. Por ejemplo: el gobierno cobra los impuestos, pero no representa a toda la sociedad colombiana. Representa a los poderosos. Nosotros, también colombianos, también patriotas, somos una fuerza, una especie de gobierno alternativo. Negociemos los impuestos. Que el Estado nos dé una parte y terminarán los secuestros”.

Estas palabras pueden soñar surrealistas, aunque se hayan pronunciado en Locombia[6]¡Un Estado subvencionando a su oposición armada! Naturalmente, el asunto se encuentra en punto muerto. “Una guerra es un monstruo sin romanticismo, que genera brutalidad sin límites. Pero nosotros tenemos un proyecto de transformación social, queremos una redistribución de la riqueza y muchos nos apoyan. La auténtica lógica humanista es parar el conflicto y dedicarse a las causas que lo generaron”, encadena Gabino.

Presiones del ELN, acciones armadas de todo tipo; en este contexto ha terminado por imponerse la idea de una Zona de Encuentro para organizar la Convención Nacional. Se habla del sur de Bolívar. La extrema derecha se sube por las paredes. Y con razón: los paramilitares de Carlos Castaño sacan de ahí 5 toneladas de pasta base al mes. Están también en la conspiración los belicistas de la política y del dinero, poseídos por su egoísmo, encerrados en sus intereses. Y el alto mando militar.

El alto mando ha más o menos asumido su retroceso en el sur, en el Caguán, donde las FARC han conseguido una zona desmilitarizada de 42.000 kilómetros cuadrados. Pero flaquear en el norte, en la parte poblada del país que afirma controlar, sería poner en cuestión toda la doctrina militar. Se recurre entonces a las tropas de choque (que no tienen que respetar los derechos humanos). Abandonando los fríos del Nudo de Paramillo (Córdoba), Carlos Castaño y su estado mayor establecen su campamento en la serranía de San Lucas, en Pozo Azul, entre San Pablo y Santa Rosa. “En un año sacaré a la guerrilla de la serranía. Colgaré mi hamaca en la Teta de San Lucas (el pico más alto, a dos horas de Minavieja), gallea el jefe de los “paracos” ante micrófonos y cámaras complacientes.

El excomandante en jefe del ejército, Harold Bedoya, y el antiguo gobernador de Antioquia, Alvaro Uribe Vélez (candidato de la extrema derecha a las elecciones presidenciales de 2002), junto a Humberto Martínez, ministro del Interior en aquel tiempo, organizan por su parte en los villorrios sometidos a la ley de los paramilitares dos movimientos que se oponen a la Zona de Encuentro: Asocipaz y No al Despeje. Ampliamente cubiertas por los medios de comunicación, numerosas manifestaciones de habitantes que, en su mayoría, desfilan con la pistola en la sien, no cesarán de manifestar su oposición al área de negociaciones. Mientras que en el campo, y sin que nadie se interese, la reclaman mineros y campesinos…

Toda la comarca se llena de fulgores, de humo, de detonaciones. Los paramilitares salen de sus bases situadas a lo largo del río y actúan contra las comunidades. A pesar de todo, el 24 de abril 2000 el gobierno confirma la Zona de Encuentro en los municipios de San Pablo, Cantagallo (sur de Bolivar) y Yondo (Antioquia): 4727 kilómetros cuadrados, con presencia de una comisión de verificación, nacional e internacional. Pero mientras la guerrilla y el gobierno se entrevistan en Ginebra, el 25 de julio siguiente, los representantes del ELN abandonan brutalmente la mesa de negociaciones: acaban de saber que 200 paramilitares han atacado el campamento de Gabino, de quien no habrá noticias durante varias horas. Ese campamento provisional, situado en la serranía, cerca de El Diamante y de Vallecito, había servido algunos días antes para un encuentro entre “elenos” y el Alto Comisario para la paz y la “sociedad civil”, para poner a punto los últimos detalles de la reunión de Ginebra. Sólo el ejército conocía su emplazamiento…

Vallecito y El Paraíso quedaron destruidos; El Diamante, parcialmente. Los habitantes sobreviven (veremos porque). Y dan su testimonio: “Se podían ver las insignias de los batallones Guanes y Héroes de Majagual debajo de los brazaletes de las AUC”. Otra columna emprendió la ofensiva contra Minacaribe y Minagallo. Llegó a una cumbre pelada, en La Guarapera. Enterrado en modestas trincheras, el ELN les hizo frente. El tiroteo duró todo un día. Sacudidos, los paramilitares se replegaron en Minavieja. “Eran 300, pero no más de 40 ‘paracos’”, dice con rabia un minero de manos negras y duras. “Los otros eran militares del batallón Guanes. Reconocimos a muchos. Asesinaron a José Manuel Quiroz en la plaza, delante de los niños. Después, en el cementerio, le desmembraron obligando a la población a mirar, a punta de fusil”. Utilizada por sus secuestradores como escudo humano, para evitar que interviniera la guerrilla, la población aprieta los dientes. “Si te quedas, te matan. Si escapas, también te matan”.

Cada cual escapa como puede, por el bosque, amparado en la noche. Un helicóptero civil proporciona a los asaltantes víveres y municiones. Pero cuando, al cabo de 56 días, la población ha ido abandonando poco a poco el lugar y se han hecho vulnerables, un helicóptero militar les saca del atolladero en La Torreja. Lo mismo que en Simití, San Blas, Monterrey, Pozo Azul, donde se verá a los modernos Black Hawk y a la aviación apoyar a las AUC.

Diciembre de 2000, La Habana (Cuba). Los comandantes, dirigidos por Gabino, ponen a punto el reglamento de la Zona de Encuentro, en compañía de una delegación gubernamental dirigida por el alto comisario para la paz, Camilo Gómez. Esta vez, el poder se compromete a mantener a raya a los paramilitares. El 5 de febrero siguiente, día en que el ex general Bedoya y el jefe de los “paracos” de la zona, “Gustavo”, organizan una enésima manifestación en San Pablo, el ejército pone en marcha la Operación Bolívar: 3.500 hombres “para combatir contra los paramilitares y destruir los laboratorios de producción de cocaina”. Debidamente prevenidos, los interesados abandonan el mayor laboratorio de la zona, situado a quince kilómetros de la base militar de Santa Rosa. Desde allí, cada semana, un helicóptero (tan transparente como indetectable) transportaba la cocaína hasta Caucasia, principal centro de almacenamiento de Carlos Castaño.

Durante los dos meses que dura la operación, el ejército no hace ni un disparo contra los paramilitares y no se incauta de un solo gramo de cocaína. En cambio, el 10 de febrero la aviación ametralla los alrededores de Caño Frío para dispersar una manifestación de un millar de campesinos en apoyo de la Zona de Encuentro. En las semanas siguientes, múltiples enfrentamientos oponen a las tropas, “guiadas por paramilitares conocidos de todos”, con destacamentos de la guerrilla. Hostigamientos, asesinatos (en Machuca), robos y matanzas de ganado, agobian a los habitantes.

El ejército se repliega el 10 de abril. El mismo día, 800 hombres de las AUC se lanzan al asalto en un terreno cuidadosamente preparado. Se producen enfrentamientos en las zonas de San Pablo, Simití, Santa Rosa, Morales, Arenal y Montecristo. El Paraíso, El Diamante, Vallecito, quedan nuevamente reducidos a cenizas. “Si la guerrilla no hubiera estado presente en esos lugares estratégicos, estaríamos todos muertos”, relata una víctima.

Cerca de cada aldea de este inmenso sur de Bolívar se encuentra estacionado un destacamento de una veintena de guerrilleros. Cuando aparece el tornado de varios cientos de paramilitares es imposible resistir. Los “elenos” retrasan a los asaltantes, protegen la huida de cientos de campesinos que corren por la montaña, les asisten, les organizan. Luego la guerrilla se reagrupa, vuelve a juntar a sus unidades de élite y expulsa a los “paracos”, infligiéndoles grandes pérdidas. Los habitantes vuelven a sus veredas.

Pero hay más. En su deseo de conseguir una victoria definitiva a cualquier precio, Carlos Castaño y sus mentores han hecho una apuesta. Convencidos de que pueden acabar fácilmente con cualquier resistencia, sus mercenarios establecen bases de varios cientos de hombres en los bastiones montañosos de los insurgentes. Sin ninguna movilidad, y a pesar de los helicópteros que les avituallan, se exponen a los ataques. Descubren entonces que los elenos no son simplemente rebeldes que llevan a cabo una guerrilla rutinaria: saben combatir, y muy duramente. Y además, puesto que se trata de un asunto serio, reciben refuerzos… “A pesar de algunas divergencias políticas e ideológicas, mis hombres se pusieron al lado de los del ELN”, anuncia el comandante Pastor Alape, jefe de los 1.000 hombres del bloque Magdalena Medio de las FARC. Se trata de un hito: las dos organizaciones guerrilleras no mantienen siempre buenas relaciones. Fuerzas especiales conjuntas a las órdenes de los comandantes Pastor Alape (FARC) y “Gallero” (ELN) derrotan a los “paracos” en San Lorenzo. Otras fuerzas conjuntas destruyen la base de No te Pases-Patio Bonito. El ELP ataca Pozo Azul, Buenavista, Cañabraval, la Punta…

“Después de tres años de combates, la gran víctima de esta locura es la población. Hemos perdido recursos - es normal en la guerra - y cerca de 60 combatientes, lo que también es normal. Pero nuestra fuerza permanece intacta y todos los mandos están vivos”,  nos confía en Vallecito el comandante Marcos, demacrado jefe de una unidad de élite del ELN.

Derrota militar de los “paracos”, que tuvieron grandes pérdidas, en especial muchos cuadros. Atravesando una grave crisis - Carlos Castaño abandonó su puesto de comandante en jefe - recomponen sus fuerzas, agrupados entre San Blas y Monterrey. Pero, paradójicamente, ofrecen a sus mentores una victoria política. ¿Cómo hablar de paz en una región tan conflictiva, donde la población rechaza la zona de encuentro y donde, a mayor abundamiento, las FARC llevaron a cabo destacadas operaciones? “El ELN tiene que olvidar de una vez por todas el sur de Bolívar como zona desmilitarizada para la realización de una Convención nacional”, lanza el general Fernando Tapias, comandante en jefe del ejército. Como un eco dócil, el presidente Pastrana, mientras asistía el 8 de agosto a un desfile militar, anuncia la suspensión de todo contacto con la guerrilla “por la falta de voluntad de esta organización para avanzar en el proceso de paz”.

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[1] La zona llamada del Magdalena Medio agrupa, a lo largo del río, ocho departamentos. Zona de alianza de los narcotraficantes, los grandes propietarios, los militares y los miembros de la clase política, allí nacieron los paramilitares, a principio de los años ‘80.
[2] Segunda guerrilla en importancia, el ELN reúne cerca de 5.000 combatientes. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), entre 16.000 y 18.000.
[3] Maurice Lemoine, “La muerte que viene del cielo”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero 2001.
[4] Maurice Lemoine, “La guerra en Colombia: una Nación, dos Estados”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, junio 2000.
[5] El 18 de octubre de 1998, el sabotaje del oleoducto Caño Limón-Coveñas provocó una explosión que causó un centenar de muertos y decenas de heridos.
[6] Juego de palabras con loco y Colombia.
 


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