Una guerra social de la globalización


Jaime Caycedo Turriago*

El Plan Colombia, aprobado por el Congreso de Estados Unidos en junio de 2000, reúne las características de un proyecto de intervención en el marco de las guerras periféricas, típico del actual momento de la globalización. Como se sabe, la cobertura del plan es la lucha antinarcóticos. Pero si se miran las características de Colombia y de su situación interna, económica y sociopolítica, así como el entorno andino y latinoamericano, se confirma la existencia de un contexto en el que se manifiestan cambios, altos grados de confrontación social y situaciones de crisis con causas muy diversas que no pueden ser reducidas a un problema puntual: el narcotráfico.

Ha surgido, con razón, la pregunta de si este plan está verdaderamente dirigido a la lucha antinarcóticos. En los últimos años –cuando se advierte el intento de Estados Unidos por darle legitimidad y justificación a una nueva modalidad de su hegemonismo global, en lo que el presidente Bush (padre) denominó el “nuevo orden mundial”, y se observan las experiencias prácticas, militares y políticas de lo que tras esa sentencia se esconde–, resulta preocupante el tema de los pretextos con los cuales se encubren las reales intenciones intervencionistas estadounidenses.

Queremos asumir la idea de que son otros los objetivos específicos que encuadran el Plan Colombia. Por lo que a este trabajo se refiere, queremos destacar los argumentos tendientes a demostrar que la lucha antinarcóticos no es el objetivo fundamental y que son más que evidentes los datos que confirman esta aseveración. En lugar de esto, el Plan permea por todos sus poros la idea de imponer un orden, no a partir de un consenso democrático verdadero, sino de la intervención militar en una región estratégica de Suramérica, aquella que hace puente con el Caribe y la Amazonia. El otro aspecto de este asunto es la enorme campaña ideológica y publicitaria de los medios de comunicación, en Colombia y en el mundo, dirigida a mostrar el sentido de la “guerra santa” y la necesidad de las operaciones militares que la enmarcan, que muestran una secuencia de preparación-ablandamiento-persuasión previa a la aprobación de las medidas fundamentales en Estados Unidos y de inexorable ejecución del Plan en Colombia.

 En consecuencia, desde nuestro punto de vista, el Plan Colombia se enmarca en el reordenamiento sociopolítico y geoestratégico para el hemisferio occidental que ha concebido Estados Unidos en la actual fase de la globalización. En el orden nuevo, el imperio reacomoda el mundo al incorporar áreas periféricas a la transnacionalización globalizada mediante una creciente subordinación de las mismas a nuevas formas de acumulación de capital y, también, asume el control de los conflictos, vistos como focos de resistencia a ese nuevo orden. Las formas de regulación nacional y regional deben corresponderse con los delineamientos del centro. El reordenamiento no es sólo económico sino general; esto es, engloba lo sociopolítico, lo ideológico y lo cultural. El tutelaje supraestatal conlleva formas de coacción tecnológico-militares que hacen del intervencionismo una práctica casi inscrita en la cotidianidad.

Conviene, entonces, examinar los argumentos que desmienten y colocan en su sitio la fundamentación política y moral con que ha sido sustentado el Plan Colombia. Destacaremos aquellos relativos al campo económico y político por estar en el centro de una concepción estructural del lugar y el papel del país en el seno del imperialismo, y por haber sido tomados en consideración desde enfoques destinados más bien a justificar el Plan que a criticarlo. En un ángulo social y crítico estos argumentos cobran otra dimensión y develan mejor la intencionalidad que dirige la dinámica del proyecto real. Echemos primero una mirada al tema en referencia.
 

Una mirada sobre el Plan Colombia


Es oportuno detenerse en la historia que conduce a la decisión de establecer la política prevista por el Plan Colombia. Ella no es el resultado de una improvisación. En cierta manera el paso a una incorporación más activa y oficial de Estados Unidos en la acción antinarcóticos, como parte de una acción contrainsurgente en Colombia, había tentado escenarios diversos en el pasado reciente, sin mucho éxito. En la era Reagan, Estados Unidos intentó imponer el concepto de narcoguerrilla para justificar la guerra contrainsurgente, al fusionar en un solo acto dos enormes fantasmas para su seguridad nacional: los narcóticos y el comunismo. Para el gobierno de Clinton, el punto era cómo reducir la impresión de que continuaba una forma de la guerra fría contra “guerrillas marxistas” y, a la vez, utilizar el concepto de “narcodemocracia” aplicado a Colombia durante el gobierno de Ernesto Samper. Este problema de injerencia bajo las condiciones de una gobernabilidad legítima, tema obsesivo en la administración demócrata, lo resolvió para Washington la llegada de Andrés Pastrana a la presidencia y la decisión de éste de dar inicio a una negociación con la fuerza considerada estratégica por Estados Unidos en la insurgencia colombiana, las FARC-EP.
 

Ideas confusas para una estrategia de paz


Las ideas iniciales para hacer frente a la búsqueda de una solución política al conflicto armado interno y, a la vez, adelantar un repliegue social y económico, una reabsorción de la economía agraria vinculada a la producción de narcóticos en grandes proyectos sustitutivos, bajo la cobertura y el apoyo económico del Banco Mundial, aparecen de manera confusa en las primeras intervenciones de Pastrana, al dar comienzo a su mandato, en la segunda mitad de 1998. En ellas se establecía, sin embargo, una importante distinción, ya que, según Pastrana: “Colombia padece dos guerras nítidamente diferenciables: la guerra del narcotráfico contra el país y contra el mundo y la confrontación de la guerrilla contra un modelo económico, social y político que considera injusto, corrupto y auspiciador de privilegios”.1

El gobierno tomaba distancia del concepto de narcoguerrilla al proceder a separar una caracterización política de una puramente delincuencial. Esta aclaración no era circunstancial o episódica; estaba asociada a un enfoque concreto en la lucha antidrogas como parte de una problemática ligada con el conflicto político-militar que en nada se confundía con él. Por ello, a renglón seguido, el presidente afirmaba:
 

Es imprescindible reiterarle a esa comunidad internacional un hecho absolutamente novedoso en la agenda del proceso de paz. Me refiero a la decisión de la insurgencia de desnarcotizar sus áreas de influencia a condición de no presentarla como un cartel terrorista y de viabilizar la alternatividad productiva que no es necesariamente la sustitución de cultivos, sino que además puede y debe ser la erradicación no contaminante ni destructiva. Esa erradicación debe complementarse con una estrategia consensuada entre la insurgencia, la comunidad internacional y el Estado colombiano2.


En resumen, esta manera de ver el problema incluía no sólo una importante diferenciación entre guerrilla y narcotráfico sino, además, una acción antidrogas orientada a una eventual erradicación consensuada, con métodos no contaminantes ni destructivos, en donde, aparte del Estado, intervendrían el movimiento guerrillero y los organismos internacionales. El Fondo de Inversiones para la Paz preveía aportes de ayuda internacional, de los bonos de paz y de crédito, destinados a financiar los planes de desarrollo en las zonas del conflicto3.
 

En busca de la legitimidad para intervenir


El proyecto actualmente en desarrollo es una versión transformada de la idea inicial formulada por el presidente Pastrana. El Plan actual fue trabajado a mediados de 1999 por un equipo del Departamento Nacional de Planeación del gobierno colombiano y varios asesores norteamericanos, entre otros Bryan Sheridan, entonces subsecretario de Estado para los conflictos de baja intensidad. El debate en los medios de comunicación norteamericanos muestra la percepción que la administración Clinton se hacía de la ingenua propuesta de paz de Pastrana, con la noción de que así el Plan no funcionaría pese a las buenas intenciones del presidente y que se requería combinar zanahoria y garrote, en dosis adecuadas.

Un año después, el 13 de julio de 2000, el Plan, como Ley 106-246 de Estados Unidos, fue sancionado por el presidente Clinton. Como se ve, lo que en Colombia es un paquete de estrategias con medidas administrativas sin perfil legal específico, en Estados Unidos es una ley de Estado. La legitimidad de la medida es extraña a la legalidad colombiana. Los argumentos que alegan la existencia del Plan como “un hecho” indiscutible e inalterable pretenden sentar como algo natural la vigencia extraterritorial de las leyes estadounidenses y la fatalidad de su aceptación por terceros países, como lo hacen las administraciones norteamericanas con sus leyes frente a Cuba, Libia, Irak y otros países. Esto no cambia el otro hecho irrebatible: la ausencia de legitimidad del Plan Colombia en Colombia.

Para intentar remediarlo, como en la dialéctica que precedió a la guerra de Kosovo, aquí también se provocó una base de legitimidad local en el llamado Frente común por la paz y contra la violencia, constituido en la Casa de Nariño, en la noche del 22 de noviembre de 2000, como antesala del desencadenamiento de las operaciones del Plan en enero de 2001.

En cuanto al contenido de la versión en inglés distribuida por el presidente Pastrana en el Parlamento europeo4 en la segunda mitad de 1999, la nueva óptica destaca, ante todo, los aspectos militares asociados a reformas económicas dirigidas a corregir el déficit fiscal, otorgar mayores privilegios a la inversión extranjera, reforzar el sentido represivo de la Fiscalía, la extradición de nacionales a Estados Unidos y una idea de la paz como asunto de gobernabilidad. El centro de este enfoque es cortar los vínculos de la subversión con el narcotráfico, en el supuesto de que la guerrilla, como proyecto antisistémico, se inscribe en una dinámica delincuencial y, cada vez menos, revolucionaria, según el sentir de los redactores. A partir de esta presunción, el Plan caracteriza la “amenaza” por enfrentar en cuatro agentes generadores de violencia: las organizaciones de narcotraficantes, los grupos subversivos, los grupos ilegales de “autodefensa”5 y los delincuentes comunes.

Sorprende la ausencia de todo referente social o socioeconómico para intentar caracterizar estos fenómenos, tipificarlos y diferenciarlos, como de alguna manera lo hacía el presidente Pastrana en 1998. La amenaza de la violencia es genérica. El tránsito de lo político a lo delincuencial puede observarse en este argumento singular:
 

Aunque los movimientos guerrilleros tienen sus raíces en las áreas rurales de Colombia, y por lo menos, en parte, en una confrontación ideológica, su lucha por ampliar su control territorial ha sido financiada por las prácticas crecientes de extorsión y otras actividades ilegales. Por lo menos el 30% de sus ingresos hoy provienen de “impuestos” cobrados sobre la hoja y pasta de coca recaudados por los intermediarios en las áreas de cultivo. El narcotráfico constituye un elemento desestabilizador para toda sociedad democrática, generando inmensas sumas de dinero para los grupos armados al margen de la ley6.


Ahora bien, el Estado está al margen; es una víctima más. No existe una violencia del Estado o en la que el Estado esté comprometido por acción u omisión. No existe, tampoco, una corrupción que haya comprometido altos funcionarios, presidentes, autoridades civiles y militares, empresarios y financieros. El narcotráfico es malo, fundamentalmente porque sería el soporte económico de actividades contrarias al orden existente. La función ideológica y económica que antes se atribuía a la amenaza comunista, ahora aparece bifurcada en un ideologismo sólo de “fachada” y una actitud antisistémica, no fundada en presupuestos alternativos con alguna legitimidad política e ideológica, sino en el actuar de una satánica delincuencia de las drogas que atenta contra la salud y la decencia del mundo occidental.
 

Un punto central: la gobernabilidad


Si esa insurgencia apenas goza de la simpatía de un 4% de los ciudadanos y funda su importancia únicamente en la fuerza de las armas, siendo éstas, a su vez, adquiridas con los dineros provenientes de la droga, como lo asegura el Plan, entonces desaparece todo conflicto social real y se configura una asociación de narcotráfico e insurgencia que debe ser desmontada. El concepto de “narcoguerrilla”, introducido en el período reaganiano por el entonces embajador en Colombia, Lewis Tambs, uno de los redactores del Documento Santa Fe I, es retomado como núcleo de la estrategia. Su función cambia para intentar mostrar las transformaciones de la guerrilla, su paso del romanticismo revolucionario del período bipolar al pragmatismo contestatario armado carente de todo proyecto político liberador. La carga ideológica de los usos conceptuales, en las condiciones de un monopolio difícilmente expugnable de los medios de comunicación bajo el control del capital trasnacional y de los grandes grupos económicos, es un arma formidable en la “guerra virtual” destinada a aplastar toda oposición o disidencia, todo esclarecimiento, y a imponer un pensamiento único asentado en el guerrerismo, la conciliación con el fascismo paramilitar y la polarización de la sociedad.

Desde luego, el contenido social del Plan busca complementar el eje de la estrategia: cómo erradicar no sólo y no tanto los cultivos de uso ilícito, sino la masa social vinculada económica y territorialmente a los espacios afectados; es decir, el campesinado y el proletariado flotante, que se supone, obviamente, constituyen la base social de la guerrilla. El proceso de paz es vislumbrado como el cambio en las condiciones materiales y sociales de existencia del movimiento guerrillero actual. Viene a ser como una versión modificada –desde luego más compleja por las características mismas de la actual negociación– de los procesos de reinserción que tuvieron lugar con otros grupos armados en el pasado cercano. Sólo que ahora, además de la reinserción, son las circunstancias socio-territoriales las que se modifican para ser remplazadas por alianzas estratégicas en una modernización capitalista del campo por vía prusiana, es decir, dejando en pie, en lo esencial, las formas de la gran propiedad territorial de tipo latifundista.

De esta manera, los capítulos V y IV del Plan, “Proceso de paz” y “Democratización y desarrollo social” forman un conjunto coherente de ingeniería social dirigida a la definición de la gobernabilidad en tanto desaparición de la guerrilla y reubicación de una base social en función de proyectos que no incluyen, por ejemplo, una reforma agraria. En efecto, sólo se reasentarán quienes salgan de las zonas de producción coquera en tierras que hayan sido confiscadas a narcotraficantes o apropiadas por el Incora, actualmente descapitalizado7. Pequeños programas de microempresas urbanas constituyen otra de las alternativas. En fin, indígenas y grupos locales serían reorientados dentro de proyectos ambientalistas como guardabosques. Si tomamos en cuenta que una de las causas histórico-sociales del conflicto interno colombiano ha sido el problema agrario no resuelto, estas propuestas laterales que le hacen el quite a la realidad no pueden ser más que distractores en el marco del plan militar.

Dos aspectos adicionales muestran las facetas económica e institucional del Plan Colombia. Los capítulos I y III se ocupan de esto. La economía debe hallar una salida de la crisis estructural –consecuencia, en gran parte, de la apertura neoliberal de los años noventa– a través de una inserción en la globalización económica mundial, entregando aspectos esenciales de la soberanía económica en materia de regulación estatal. Es el caso de la renuncia a la expropiación por vía administrativa, contemplada en la Constitución de 1991, modificada bajo el gobierno de Pastrana; la liberalización de las licencias ambientales para fomentar la inversión extranjera; el cambio de las condiciones de contratación petrolera en favor del capital transnacional; y la reducción de las regalías causadas por la extracción de recursos naturales para los entes territoriales (departamentos y municipios) entre otras medidas. Colombia se adapta, bajo ese compromiso, a condiciones excepcionales de indefensión y heteronomía en la perspectiva del Área de Libre Comercio de las Américas, ALCA, cuyo inicio está previsto para el año 2005.

En el mismo sentido apuntan los ajusten institucionales referentes a la reforma del sistema judicial, que debe adaptarse mucho más al sistema norteamericano de justicia acusatoria y hacerse mucho más compatible desde el punto de vista de la legislación judicial. El eje de esta adaptación es el régimen de extradición de nacionales a Estados Unidos, establecida por el gobierno Samper mediante una reforma de la Constitución de 1991 que se pretende hacer evolucionar para que cobije tanto delitos de narcotráfico como delitos políticos, y para que se aplique bajo el concepto de “conspiración” que permite su aplicación aun en aquellos casos en que las infracciones son cometidas por fuera del territorio norteamericano. Si se consideran las regulaciones introducidas bajo presión de Estados Unidos en materia de enriquecimiento ilícito y corrupción, más orientadas a la acumulación de propiedades que al seguimiento de los flujos de capital financiero –que son los verdaderos océanos en los que navega el gran capital del narcotráfico–, o si se miran acuerdos como los que establecieron los sistemas de radares de altura bajo control norteamericano o el Tratado de patrullaje marítimo, aprobado bajo el gobierno Samper, una noción de soberanía nacional está en proceso de desaparecer. En realidad, el Plan sumerge aún más al país en un supercolonialismo que tiende a ser la inserción del Estado, de la economía y la sociedad dentro de las normas del imperio y, lo que es más asombroso, sin modificar las condiciones sociales de exclusión, pobreza creciente y marginalidad que se han venido incrementando en Colombia.

En ausencia de soluciones sociales que cambien las relaciones de injusticia históricas, el Plan formula lo básico del remedio. El capítulo II, sobre estrategia antinarcóticos, no puede ser más claro.
 

Lo militar como enfoque operativo


El Plan se propone seis objetivos estratégicos, en el marco de un propósito central: reducir los cultivos, el procesamiento y la distribución de narcóticos en un 50% en el transcurso de los siguientes seis años8. Para eso, prevé un foco integrado del Plan, que constituye la esencia de su planteamiento estratégico militar: “Desarrollar un cometido integrado de las Fuerzas Armadas y la Policía dirigido a golpear las zonas de cultivos y romper las estructuras financieras, logísticas y armadas del comercio de drogas a través de un continuo y sistemático esfuerzo en 3 fases dirigido a reducir el cultivo y la producción en un 50% en el transcurso de 6 años”.

El desarrollo del foco integrado incluye tres fases de corto, mediano y largo plazo, así: fase 1, Putumayo y el Sur, planeada para 1 año; fase 2, zonas sureste y central del país, planeada para 2-3 años; Fase 3, extensión del esfuerzo integral a todo el país, de 3 a 6 años9.

De esta manera tenemos un proyecto que afecta áreas significativas de la Amazonía, que no sólo no ha sido consultado con sus actuales habitantes, sino que toca con su situación real, su modo de sobrevivencia y sus recursos ambientales, en la medida que incluye “combatir el cultivo ilícito mediante la acción continua y sistemática del Ejército y de la Policía, especialmente en la región del Putumayo y en el sur del país, y fortalecer la capacidad de la Policía en la erradicación de dichos cultivos (...) Establecer el control militar sobre el sur del país con propósitos de erradicación”10.

En el sentido militar, la distribución de las apropiaciones presupuestales acordadas por el Congreso estadounidense es expresiva. US$790 millones están dedicados al potenciamiento en fuego, movilidad aérea, entrenamiento y operaciones de inteligencia del Ejército y de la Policía colombianos. Especialmente el equipo de helicópteros, aviones y pistas para la guerra aérea han creado hondas preocupaciones en los países vecinos por la disparidad en la cooperación militar por parte de Washington. Complementariamente a estas cifras, aquellos países que aportan apoyo logístico al Plan Colombia –especialmente en la creación del corredor aéreo de acceso al espacio concernido por las operaciones militares del mismo, que tiene sus cabezas de puente en Ecuador y en las islas de Aruba y Curaçao, territorio del reino de Holanda, un Estado de la UE–, tendrán una inversión para la adecuación de sus pistas aéreas e instalaciones militares norteamericanas allí por valor de US$117 millones. Por consiguiente, de los US$1,3 millardos destinados al Plan Colombia en su conjunto, US$907 millones lo están a su aspecto puramente militar, centrado sobre el territorio y el espacio aéreo colombianos.

Si agregamos los dineros destinados al acondicionamiento judicial del país en tanto complemento del componente militar y disciplinamiento de la sociedad por US$122 millones, encontramos que US$1,03 millardos, 80% del total de los fondos norteamericanos, apuntalan la reingeniería militar y jurídico-política de Colombia.

US$180 millones del Plan apoyan planes antinarcóticos en Centroamérica, Panamá, Costa Rica, Brasil, Venezuela y Bolivia, lo que completa el panorama general de la destinación del dinero.

Queda por mencionar lo relativo a lo social y económico: US$81 millones, menos de 8%. El juego de las proporciones es un indicativo bastante preciso del significado del proyecto en desenvolvimiento. Veamos algunas otras de sus caras.

¿Lucha antinarcóticos o antiguerrillas?

El negocio de los narcóticos es un importante renglón de la economía mundial, que se mueve en los espacios ambiguos de la ilegalidad y de la hipocresía con que se cobija el mercado capitalista. Los analistas ubican su volumen mundial entre US$500 y US$700 millardos anuales, lo que incluye no sólo los intercambios físicos sino los flujos provenientes del lavado de divisas, función en la que están especializados los paraísos fiscales y no pocas reformas tributarias, del tipo de las que recurrentemente aplican los gobiernos en países como Colombia. Enormes cantidades de dinero, provenientes de exportaciones ilícitas, ingresan por las que en otra época fueron “ventanillas siniestras” y ahora operaciones de mercado abierto, incentivos para la repatriación de capitales, etc. Los flujos de capital dinero, muchas veces en efectivo por razones de su mismo manejo, representan el poder que pone en marcha la producción, el comercio y el tráfico de las drogas; compra gobiernos, conciencias y medios publicitarios; organiza grupos paramilitares y se esfuerza por ganar legitimidad al actuar en defensa del régimen sociopolítico existente. El narcocapitalismo es, sin duda, un pilar importante del modelo actual de desarrollo globalizado bajo la orientación neoliberal que, a la vez que representa un poder económico transnacional esencial en el campo de la especulación financiera, ha encontrado en el prohibicionismo la manera de justificar la represión contra capas juveniles o de inmigrantes en los países consumidores, y, a la vez, la guerra contra campesinos y movimientos insurgentes en los países productores, con el pretexto de combatir el narcotráfico. Como un hecho notable, el prohibicionismo no ataca, realmente, el poderoso capital, verdadero motor del inmenso negocio, asociado también al contrabando de armas y de mercancías producidas en condiciones de sobreexplotación de niños, mujeres y personas sometidas a la semiesclavitud.

Los estudios recientes del Banco Mundial sobre violencia y conflictos en países periféricos, su prevención y las medidas posconflicto de orden preventivo, enfiladas hacia el futuro, parten del enfoque del movimiento guerrillero actual como una forma del “crimen organizado” que debe ser tratado con estrategias económicas y militares de guerra.
 

El desenfoque de la lucha antidrogas del Plan Colombia


Si examinamos los volúmenes económicos de capital que mueve el negocio colombiano de la droga, encontramos razones bastante contundentes que acentúan el sentido desproporcionado del componente militar del Plan en comparación con esa otra realidad material del objeto que dice combatir.

Según diversos estudios, que provienen de fuentes tanto europeas como norteamericanas, el monto anual del comercio de narcóticos ronda los US$50 millardos, correspondientes a una colocación neta de 400 toneladas. Es ésta la cifra que deduce el investigador Ricardo Vargas de las cantidades de cocaína exportada de Colombia, descontando aquella confiscada por la interdicción y que se expende en los dos grandes mercados mundiales, Estados Unidos y Europa occidental, aproximadamente en montos cercanos. Este dato no está muy alejado del que proporciona el estudio de ANIF11, conocido en marzo de 2000, y que señala un valor de US$46 millardos.

En la capacidad de retorno al país difieren las fuentes. Mientras Vargas calcula en alrededor de US$2.500 millones que reingresan, ANIF postula una cifra de US$3.574 millones, que triplica el valor de las exportaciones de café y supera el de las de petróleo. No existen estudios que permitan aclarar hoy el destino de estos dineros, cuando se supone que los antiguos carteles de Medellín y Cali han sido desmantelados.

Según el ex director de la DEA12, general McCaffrey, la guerrilla colombiana estaría recibiendo US$500 millones anualmente. No aclaró nunca el general cuánto derivan los paramilitares que se declaran abiertamente narcotraficantes y que, según datos por verificar, canalizan hoy rutas decisivas para la exportación de alcaloides. La llamada expansión paramilitar, cuyos dirigentes respaldan pública y clamorosamente el Plan Colombia, parecería estar siendo financiada con recursos que provienen, no tanto de los tacaños bolsillos de unos empresarios afectados también por la crisis económica, sino, especialmente, del negocio propio que sostienen al amparo de la impunidad que les da el ser los aliados estratégicos de la guerra contrainsurgente.

Podemos volver sobre el aspecto de las desproporciones al que hemos hecho alusión. Como lo indica Vargas,
 

el 82% de la ayuda militar de Estados Unidos va dirigido a golpear a los cultivadores que participan del 0,67% del precio de venta en las calles de Frankfurt y a una insurgencia que se beneficia del 1% del jugoso volumen aprovechado por las organizaciones del narcotráfico. ¿Qué sucede entonces, preguntamos, con el crimen organizado que se beneficia del 99% del capital exportador de cocaína? [Y agrega]: Desde la perspectiva del Plan Colombia, para este sector no hay estrategia, ni medidas definidas con claridad, ya que no es propiamente con helicópteros, ni aviones de combate, ni lanchas, ni batallones antinarcóticos con lo que se garantizará el combate al crimen organizado13.


La lógica del ataque a la oferta ha resultado históricamente errada. Como negocio capitalista que se mueve en los vericuetos de la ilegalidad, los productos adquieren mayor valor cuanto más dificultades deben vencer por cuenta del prohibicionismo y, en esa misma medida, se hacen más atractivos económicamente, se deslocalizan, establecen nuevos canales y mueven nuevos recursos. Es el temor que manifiestan países vecinos de Colombia, varios de los cuales hospedan fracciones estimulantes de participación, sobre todo en el lavado de divisas.

En cuanto al llamado crimen organizado, sin política que golpee los paraísos fiscales, que haga seguimiento y rastreo de los flujos financieros, que establezca controles veraces sobre las reformas tributarias y fondos de inversión, o los distintos mecanismos que garantizan lavados masivos, incluida la adquisición de bonos de deuda pública y el endeudamiento en dólares como parte del chantaje que el capital financiero impone al presupuesto fiscal deficitario, el Plan se sitúa a un lado del blanco de la lucha antinarcóticos real, aquella que debería golpear las fuentes económicas del negocio y los flujos de acumulación de capital que alimenta el circuito global del mercado de productos ilícitos.

Desde este ángulo, el Plan Colombia está totalmente desenfocado. No es realmente una política antidrogas pero, al tomar como foco principal el campesinado productor y la insurgencia, ahonda una brecha de desestabilización de la sociedad sin aportar ninguna solución que contribuya a modernizar o democratizar el país. El pretexto antidrogas, luego de develado, deja ver el cuerpo antisocial del proyecto real. Se trata de una reestructuración económica y social en función de los macroproyectos previstos, por lo menos desde una década ya, por el Banco Mundial, en los que porciones del territorio de lo que hoy es Colombia –con sus recursos energéticos, bióticos y ambientales– son incorporados a través de los grandes consorcios privados transnacionales al mercado mundial, y unas poblaciones, desplazadas y refugiadas en el interior del país, con la más baja capacitación laboral, fungen como peones en el nuevo encuadramiento de la fuerza de trabajo, otra parte jugosa del botín estructural en juego.

En cuanto al Estado colombiano, con la absorción de la oligarquía tradicional por la globalización, sin beneficio de inventario, estaría destinado a servir de ficha funcional de los intereses geopolíticos de Estados Unidos en la región.
 

El alma de la estrategia militar


La estrategia ofrece elementos que merecen ser examinados con alguna atención. Desde luego, estamos ante una versión del tratamiento a los conflictos llamados de baja intensidad, CBI, que tuvieron singular vigencia en la década de los ochenta. En aquel momento su objetivo era el control y las condiciones de solución en los procesos insurgentes centroamericanos en Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Variantes significativas cumplieron su papel en los casos de Granada, Panamá y luego Haití, en los noventa, en donde se trató, abiertamente, del derrocamiento y cambio de gobernantes.

Ahora se dice respaldar una democracia amenazada frente a unos enemigos que la atacan: la guerrilla y el paramilitarismo, ambos financiados por el narcotráfico, pero enfrentados entre sí. En cuanto al llamado “crimen organizado” del narcotráfico, resulta ser, de hecho, sólo una entelequia sin pies ni cabeza, inasible, como un punto virtual que, a la vez que desaparece como tal, siempre tiende a reducirse y confundirse, en últimas, con los papeles de la llamada subversión terrorista o la delincuencia común sin identidad. En otro sentido, este desvanecimiento ideológico del crimen organizado exime al paramilitarismo de su relación carnal con el narcotráfico del que no sólo ha sido parte constitutiva sino heredero manu militari.

Independientemente de si esa democracia es cómplice, desde sus mismas estructuras institucionales con total impunidad, en la violación de los derechos humanos y del DIH, con miles de excusas de las que no es la menos recurrente el pretexto de la propia situación interna, como una serpiente que se muerde la cola, o de si los organismos internacionales multilaterales han manifestado su desaprobación a las políticas del Estado en materia de derechos humanos y su preocupación por el escalamiento de la violencia que afecta grave y crecientemente a la población civil, la estrategia tiene previstos estos inconvenientes.

La versión modificada y pulida del tratamiento del conflicto de baja intensidad que se ha puesto en práctica en Colombia parte de una doble concepción del “actuar con manos ajenas”, eludiendo por una parte el desgaste provocado por la vinculación directa de Estados Unidos, y por otra, el de las propias fuerzas institucionales del Estado colombiano. La guerra antinarcóticos, como guerra “legítima”, la libran las fuerzas militares y de policía de Colombia, para lo cual el ejército norteamericano y mercenarios “contratistas” les ejercitan en reingeniería, adiestramiento y familiarización con las nuevas tecnologías militares conducentes a su sometimiento funcional como instrumentos de la política estratégica. La guerra “sucia” la practican los paramilitares, cuya existencia y desarrollo se justifican como “respuesta de la sociedad a la guerrilla”, como resultado indeseable pero inevitable de la propia guerra, incluyendo la idea de convertirse paulatinamente en un “actor” más del conflicto, con tanto derecho como la insurgencia de ocupar un sitial en las negociaciones y ser una fuerza política de la ultraderecha en la creación del modelo posconflicto. El esquema es claro; además funciona en las condiciones presentes de la globalización neoliberal y de la política estadounidense, que no condena ni combate el paramilitarismo.

La pieza básica de la nueva estrategia es la inteligencia militar, cuya reforma han facilitado los asesores norteamericanos desde 1991, cuando se introdujo, por primera vez, un ministro de defensa civil en el gabinete ministerial de Julio César Gaviria. Sus dos componentes son, de una parte, el tejido de sistemas electrónicos, desde los radares de altura instalados en el territorio nacional, con manejo estadounidense y monitoreo satelital, hasta los sistemas de rastreo móviles, próximos a las zonas de conflicto o colocados en territorio de los países vecinos. De otra parte, la creación de las redes de inteligencia que han sido cruciales en el desarrollo del paramilitarismo y que han tenido una expresión “legal” bajo la existencia de las llamadas “Convivir”, grupos privados que han tenido como apariencia la de cooperativas de seguridad, creadas bajo el mandato de Ernesto Samper. La expansión del paramilitarismo en Colombia está asociada con el desenvolvimiento paulatino de esta estrategia. Al mismo tiempo, en marzo de 1999, el presidente Clinton levantó las restricciones al suministro de información de inteligencia en tiempo presente sobre movimiento de grupos guerrilleros con destino al Ejército colombiano. Los sistemas electrónicos, controlados por vía satelital y reducidos a la entrega de información antidrogas, al criterio de los generales del Comando Sur, pasaron a hacerlo en función contrainsurgente. Los vuelos de inteligencia aérea, a cargo de aviones RC7, uno de los cuales se accidentó en julio de 1999 en el Alto Putumayo, complementan el barrido de información. A partir de allí, Estados Unidos ha puesto en marcha una fuerza de despliegue rápido del Ejército colombiano que, como es de prever, sólo actúa contra la guerrilla y nunca contra los paramilitares en sus espantosas matanzas cotidianas.

Sin embargo, el conflicto es presentado, mediáticamente, cada vez menos como una confrontación de las guerrillas versus el Estado. Con la introducción de la idea de “guerra de posición”, los estrategas del establecimiento presentan el relato de un choque entre guerrilla y paramilitares por el territorio14. En ella, el Estado adquiere un estatus de víctima y de inocencia, hasta un punto tal que desaparece la guerra de contrainsurgencia real, no obstante ser una política permanente del Estado, con no menos de 40 años de práctica ininterrumpida por el Ejército colombiano. La población civil de los territorios en disputa es presentada como un objeto de la misma; objeto no neutral sino comprometido y, en el caso de las regiones campesinas productoras de coca o amapola, considerada por las autoridades como delincuente15, normalmente aliada de la guerrilla. Los despliegues de terror a través de las masacres de los escuadrones de la muerte intentan forzar una adhesión por el pánico creíble o un desplazamiento de los habitantes que huyen por la misma causa, abandonando enseres, animales, sembradíos y herramientas. Esta metodología típicamente fascista tiene su correlato en los medios obreros, universitarios, de maestros, defensores de los derechos humanos o activistas de la izquierda, con los atentados personales que se ejecutan por medio de operaciones de tipo comando, con previo estudio, inteligencia y logística, sin descuidar detalles, hasta el grado de eliminar a testigos potenciales16.

Otro de los elementos básicos es la identificación, cada vez más precisa, de un enemigo estratégico. En las condiciones del diálogo del gobierno colombiano con los movimientos guerrilleros FARC y ELN, la sola caracterización de guerrillero no basta. Para los propósitos de la estrategia es esencial introducir la combinación de guerrilla y narcotráfico como un rasgo que debe ser interiorizado mediante la propaganda y la definición cada vez más precisa de los objetivos de la guerra. El enemigo debe ser definido y, en esa misma línea, ubicadas las fronteras con cualquier otro objeto semejante. Por eso, en visita a Bogotá, el general Peter Pace, jefe del Comando Sur del Ejército estadounidense, manifestó: “En el caso del narcotráfico es claro para todo el mundo que se encuentran miembros de las FARC en todos los niveles. El punto es que, si se está involucrado con el narcotráfico, se es narcotraficante y contra esto es que está luchando el gobierno de mi país17 (destacado por JCT).

Esta caracterización es absorbente y totalizadora: hay una calidad que implica, por sí misma, una consecuencia, al convertirse en blanco de la acción del gobierno estadounidense. La categoría de involucrado puede ser muy extensa en una situación como la colombiana, en la que los voceros del establecimiento, desde el presidente hacia abajo lo han sido, de lo que es testimonio el gran número de políticos presos justamente por ese delito. Para Pace se trata de algo diferente: es el involucrarse de las FARC, lo significativo. Es el matiz que separa a las FARC, en la percepción de los estrategas del Plan Colombia, de cualquier otro segmento o entidad social comprometido con el narcotráfico. En consecuencia lógica, en cuanto son FARC, son el enemigo estratégico, por ésta mejor que por cualquiera otra razón.

Estados Unidos persuadió a la burguesía colombiana de que sus fuerzas militares no estaban preparadas, luego de casi 40 años de lucha contraguerrillera, para enfrentar con éxito el reto del Plan Colombia. En las conferencias de ejércitos del continente y en las cumbres de ministros de Defensa, Washington ha propugnado por comprometer a los ejércitos de América Latina en la lucha antidrogas. Dentro de esta lógica no es extraño que la acción operativa militar del Plan esté a cargo de tres nuevos batallones antinarcóticos del Ejército, que se agregan a los destacamentos preexistentes de Policía antinarcóticos que han venido recibiendo entrenamiento de Estados Unidos en los últimos diez años. Los batallones antinarcóticos tienen la característica de estar conformados por tropas de elite, con soldados profesionales, entrenados para la guerra contraguerrillera en la selva, y dotados de los avances tecnológicos de punta para infantería. La acción de tierra tiene los soportes de la inteligencia aérea y del encuadramiento de asedio aerotransportado con puntos de apoyo del Comando Sur, externos al territorio colombiano.

En efecto, la creación de la base aérea estadounidense en Manta, Ecuador, debe ser vista en su relación con el reacondicionamiento de las bases alternas de Aruba y Curaçao, islas antillanas frente a la costa de Venezuela que hacen parte del territorio ultramarino de Holanda, país miembro de la Unión Europea. El corredor aéreo de Manta a las Antillas permite sobrevolar en diagonal el territorio colombiano, con cobertura sobre la zona desmilitarizada del Caguán y el centro del país. Simultáneamente, la ampliación realizada por Estados Unidos de la pista aérea de la base militar de Larandia, a 5 minutos de vuelo de la base de Tresesquinas, centro estratégico del despliegue militar del Plan Colombia en su fase inicial, permite el aterrizaje y despegue de todo tipo de aviones de guerra y transportes, incluidos bombarderos estratégicos.

Estas consideraciones son de importancia. Las operaciones militares, de guerra química, de acciones de interdicción de infantería, de eventual guerra biológica, tienen como teatro el departamento colombiano del Putumayo, en el piedemonte y parte de la llanura amazónica, en la frontera con Ecuador y Perú. El desequilibrio estratégico en tecnología, medios aéreos, sistemas de inteligencia electrónicos e infraestructura para operaciones aéreas que los estadounidenses introducen en Suramérica bajo el pretexto del Plan Colombia, provocan una alarma lógica en todos los Estados vecinos. La actitud de Venezuela, que prohibió los sobrevuelos de aviones norteamericanos sobre su territorio, en la franja del corredor Antillas-Manta, que cubre parte de su espacio aéreo, o la preocupación de medios militares brasileños, que ven en el Plan la amenaza creíble de Estados Unidos a su soberanía amazónica, tienen sobrada razón. Una excepción, en la Ley estadounidense sobre el Plan Colombia, deja en manos del presidente de ese país la decisión de colocar cualquier número de tropas, por 90 días prorrogables, en caso de que sus efectivos –que actualmente ascenderían a 500 militares y 300 contratistas (“mercenarios”), aunque todo indica que serían muchos más, alrededor de 2.500–, fuesen atacados o existiera la posibilidad de que pudieran serlo. La Amazonia, compartida en proporciones diversas por todos los Estados suramericanos, con excepción de Chile, con su codiciada biodiversidad y la mayor reserva de agua del planeta, está en la mira de un despliegue estratégico militar, encubierto en razones humanitarias y de lucha antidrogas. Esto puede constituir un argumento de poder muy fuerte en momentos en que Estados Unidos retoma la iniciativa del ALCA. Bajo la idea de una limpieza sociopolítica en la región, en el proceso mismo de integración subordinada, es el intento de tomar la más gruesa tajada en detrimento de un factor decisivo para la integración autónoma de los pueblos del sur del continente.

De aquí la afirmación de que el Plan Colombia es un plan de guerra de contrainsurgencia que enfoca en su mira al movimiento guerrillero y a su expresión de mayor calado en la historia y en la sociedad, el núcleo duro de la resistencia a la globalización neoliberal, el elemento rebelde fuerte y activo que, conjugado con otras organizaciones guerrilleras, políticas y sociales, podría catalizar fuerzas sociales de mucho peso para intervenir en la definición de un modelo alternativo del posconflicto.
 

En busca de una base de legitimidad global


El Grupo de los 8, reunido en Okinawa, Japón, donde se congregaron los cancilleres, se ocupó de Colombia, vista en el marco del manejo de los conflictos regionales que preocupan a dicho estado mayor, con la siguiente apreciación:
 

Aprobamos plenamente los programas y las iniciativas del gobierno colombiano tendientes a establecer las bases de una paz durable y a poner fin al cultivo y al tráfico de productos ilícitos en el país, tomando en cuenta las aspiraciones y las necesidades de las colectividades locales. Invitamos a todas las partes a respetar los principios del derecho internacional humanitario y a negociar para poner término al conflicto. Reafirmamos nuestro compromiso para combatir el lavado de dinero y el comercio ilícito de armas y productos químicos precursores que sirven para la fabricación de drogas ilícitas, con vistas a eliminar las fuentes de financiamiento de los grupos armados clandestinos en el país18.


Es claro que el conflicto colombiano ha sido ubicado en un contexto global de manejo. Pero también es evidente que Colombia entra en órbitas de preocupación y en políticas de dirección global que antes no contaban. Como ha señalado Alain Joxe:
 

Se puede caer en la tentación de alinear a Colombia con Bosnia, Kosovo, Argelia y el África de los lagos, fuera del espacio civilizado o aun “fuera de la historia contemporánea”. Pero, por el contrario, el análisis estratégico impone pensar que la historia y el porvenir se juegan, justamente, en esos lugares situados en las franjas del débil edificio de Estados pacificados y prósperos de Euroamérica; allí donde se acumulan y expresan, por medio de la violencia, todos los conflictos de la pobreza y del subdesarrollo al mismo tiempo que todos los conflictos de la modernidad y del desarrollo “mundializado”19.


La administración de Estados Unidos en el período de formulación del Plan Colombia hizo múltiples esfuerzos por dotar de un apoyo relativo la implantación, desde afuera hacia adentro, de su proyecto estratégico. La entonces secretaria de Estado, Madelein Albright, el director de la DEA, general McCaffrey y otros funcionarios visitaron la Unión Europea concitando el respaldo a dicho Plan, lo que para varios gobiernos fue una verdadera sorpresa por la ausencia de autoridades colombianas en esa función. Los mismos funcionarios visitaron los más importantes países de América Latina con igual propósito. Desde un primer momento se han vislumbrado diferencias notables con algunos de los gobiernos europeos.

A finales de junio de 2000, luego de superado el incidente del “collar-bomba” que paralizó por cuenta del gobierno el diálogo con las FARC, se efectuó en Los Pozos, en el Caguán, la Audiencia internacional sobre cultivos ilícitos y medio ambiente, con asistencia de todos los embajadores de la Unión Europea acreditados en Colombia, a los que se agregaron los de Japón, Canadá, Suiza, Noruega y el Vaticano. Delegados campesinos, convocados mitad por la guerrilla mitad por el gobierno, expresaron sus problemas, inquietudes y aspiraciones. Todos coincidieron en oponerse a las fumigaciones, a los planes de guerra, al desplazamiento forzado y clamaron en favor de una ayuda real para cooperar en función de un cambio en sus condiciones de vida. Esta realidad conmovió el auditorio europeo. Voceros de los gobiernos europeos integrantes del G8 hicieron incluir en la declaración de Okinawa, en su aparte sobre Colombia, la salvedad de tomar en consideración “las aspiraciones y las necesidades de las colectividades locales” pero no tocaron el eje de la intervención estratégica que encuadra el Plan Colombia.

En ese mismo sentido se han ido acentuando las diferencias, ya no sólo de países europeos tomados individualmente, sino de líneas asumidas por organismos colegiados de la UE, con el Plan Colombia. En esencia, la UE se identifica con la búsqueda de la paz mediante “un acuerdo general” que “incluya a la sociedad civil”; especial atención a la defensa de los derechos humanos, el DIH y a las víctimas de la violencia; el apoyo a los defensores de los derechos humanos; medidas cercanas a la reforma agraria integral como base de una política alternativa frente a los cultivos de destinación ilícita; rechazo a las medidas de erradicación que impliquen acción indiscriminada y daño al medio ambiente, en clara alusión a las fumigaciones o a agentes biológicos.

En el ambiente latinoamericano se advierten tendencias semejantes. La totalidad de los países se ha pronunciado por la no intervención, especialmente en consideración al papel de Estados Unidos y su plan de acción en Colombia. La posición del gobierno venezolano es particularmente activa en su denuncia del Plan Colombia. Los propósitos de enfrentar Colombia a Venezuela en sus actuales circunstancias de transformación institucional y liderazgo petrolero es un despropósito mayor. La actitud venezolana de compromiso con la paz en Colombia recoge en gran medida un sentimiento extendido en América Latina, que quizá no es explícito por parte de todos los gobiernos. Es más complejo el fenómeno peruano. Fujimori cuestionó el proceso de paz con las FARC y la zona de distensión en oposición a la postura de Chávez. Fujimori proponía calcar su modelo autoritario de contrainsurgencia, probado en la acción contra Sendero y el MRTA. Después modificó su posición en un reforzamiento militar de su frontera norte y una crítica del Plan Colombia. La presión norteamericana sobre Fujimori y el mando militar peruano precipitó la crisis, movida, en gran parte, por los servicios de inteligencia estadounidenses que removieron al presidente, a su asesor de seguridad y a una parte sustancial de la cúpula militar.

La propuesta norteamericana de impulsar una fuerza colectiva de los vecinos que intervenga en el conflicto colombiano ha perdido empuje. Las declaraciones del entonces canciller de Brasil a El País de Madrid, en agosto de 2000, son enfáticas:
 

Ya hemos dicho claramente que Brasil no participará en esa fuerza internacional; es más, somos contrarios a la existencia de una fuerza foránea militar en Colombia (...) No queremos involucrarnos en ese conflicto. Ni siquiera queremos que se usen las infraestructuras de Brasil, como las pistas aéreas, ni directa ni indirectamente (...) Sin duda existe la preocupación por nuestra parte de que el conflicto pueda extenderse de forma militar, civil o a través del narcotráfico. Y se lo hemos dicho públicamente al gobierno de Estados Unidos”20.
Si el respaldo internacional al Plan Colombia se ha visto debilitado por este conjunto de posturas que expresan temores bastante generalizados entre actores importantes, internamente el gobierno colombiano no ha logrado concitar más allá de los medios empresariales, militares, los grandes medios de comunicación, un sector de la jerarquía católica y los jefes de los grupos políticos del sistema. Significativamente, los paramilitares han puesto de relieve su apoyo sin condiciones a un Plan supuestamente dirigido a combatir el narcotráfico.

Sin embargo, es de resaltar que Pastrana, a pesar de su debilidad interna, haya logrado unir a la cúpula del establecimiento en respaldo al Plan. El Acuerdo nacional por la paz y contra la violencia, suscrito el 22 de noviembre de 2000 por Pastrana, el jefe de la oposición liberal y ex candidato presidencial Horacio Serpa, el vocero de la candidata presidencial Noemí Sanín, el ex dirigente del M-19 Antonio Navarro, entre otros, es un apoyo franco al régimen y un reclamo en aras de una reformulación del proceso de paz con las FARC en el modelo de los múltiples condicionamientos que rodean la apertura del diálogo y la zona de encuentro (despeje en el sur del departamento de Bolívar) con el ELN.

En este caso es notable la vinculación de dirigentes adscritos a las propuestas socialdemócratas, como Serpa y Navarro. En 2000, el Partido Liberal fue oficialmente admitido como miembro de la Internacional Socialista. Horacio Serpa, crítico del Plan Colombia, sucumbió a los nuevos criterios de gobernabilidad que impone Estados Unidos, lo que implica lavar la imagen que lo ligaba al gobierno de Samper, fuertemente cuestionado por Washington al financiar su campaña presidencial con dineros del cartel de Cali21.

Es a este proceso al que hemos dado el nombre de absorción de las clases tradicionales dominantes por la globalización y su unificación relativa bajo los dictados del imperio. Es un fenómeno extraño en el que se pueden perder los hilos del dominio de la situación, puesto que se parte del supuesto de una aceptación pasiva y silenciosa del nuevo statu quo por parte del pueblo y de las fuerzas sociales inconformes, aparentemente desarticuladas y paralizadas por el terror. Desde el período colonial no se conocía una situación semejante, en la que los grandes fenómenos de la vida nacional fueran decididos, previamente a cualquier consulta a los ciudadanos, desde afuera por grandes poderes ajenos.

Sin embargo, el repudio nacional e internacional al Plan Colombia indica que están creciendo las fuerzas de resistencia a la faceta militar de la globalización neoliberal. La simpatía y el apoyo mundial a la búsqueda de una solución política, mediante el diálogo y la negociación, al conflicto interno colombiano, el rechazo del Parlamento europeo al Plan Colombia y la idea de que la anhelada paz debe incorporar justicia social, democracia con libertades y derechos humanos reales, y soberanía de Colombia para autodeterminarse, han encontrado eco en encuentros como el Foro social mundial de Porto Alegre y en movimientos que trabajan alternativas a la actual globalización.
 

Una reflexión conclusiva provisional


En síntesis, hemos querido identificar esta situación como la de una guerra social (no étnica, ni religiosa, ni exclusivamente política) de la globalización neoliberal, en el marco del reacomodo hegemonista de Estados Unidos como potencia político-militar. Una guerra humanitaria, en una “crisis humanitaria compleja”, que no resuelve ni las causas ni remueve a los responsables de la violación de los derechos humanos, sino que intenta pasar por encima de estas circunstancias. Una guerra en defensa de la democracia amenazada, que en realidad es un compromiso con las elites corruptas que son funcionales al proyecto hegemónico y que están prestas a insertarse en los procesos de absorción imperialista a condición de conservar sus privilegios y su poder. Si se pasa en limpio este borrador de ideas, nos encontramos con un Plan Colombia bien diferente de lo que aparenta ser. Es un proyecto que combina lo militar y lo político, lo institucional y jurídico con lo económico, que postula una idea de gobernabilidad sin cambios democráticos y sin reformas sociales.

Es entonces un proyecto integral de limpieza de obstáculos y de adaptación de una sociedad nacional en un plano más amplio, regional. Lo esencial es vencer la resistencia. Es la adecuación de un Estado-nación como semiperiferia instrumental aliada del imperio, el modelo instrumental de la inserción en la globalización neoliberal con desprecio total por los habitantes, por el pueblo, por la idea de un proyecto democrático y nacional propio, independiente, soberano, vinculado a la integración latinoamericana de inspiración bolivarista. El modelo de choque para la sociedad neoliberal del ALCA 2005.

No obstante, la perspectiva de tal proyecto choca con grandes resistencias. Lo más probable es que éstas tiendan a crecer, en el corto y mediano plazo. El actual carril de diálogo, negociación y búsqueda de una solución política, con sus dificultades y estancamientos, es, sin embargo, un logro tanto de las fuerzas democráticas y los movimientos guerrilleros revolucionarios, en coincidencia relativa con las vertientes realistas del establecimiento, como de la presión internacional de distintos orígenes.

Dos elementos, no necesariamente coligados aunque próximos, amenazan este trasiego, complejo e inestable: la intervención de Estados Unidos y la desestabilización desde la ultraderecha. En un desenvolvimiento crítico (intensificación del Plan Colombia, escalamiento del conflicto interno, mayor afectación de la población civil, provocaciones del paramilitarismo), cualquiera de los dos factores podrían desencadenar un cambio dramático, en sentido negativo, de la situación.

Sin embargo, ese curso probable no puede ser considerado como fatal e inevitable. En Colombia y en el Eje Andino no se está jugando poca cosa. Las posibilidades de incidencia de las luchas sociopolíticas sobre el contexto de la globalización, en su proyección regional, no puede ser menospreciado. En el caso colombiano, el fortalecimiento de un movimiento democrático por la paz, en coincidencia con los objetivos de una solución política que implique cambios en las estructuras socioeconómicas e institucionales para avanzar hacia una democracia moderna, de contenido popular, con justicia social en un Estado soberano, incluyente y comprometido con la integración latinoamericana, equilibrada y creadora, es pieza necesaria para consolidar el proyecto alternativo. Los movimientos guerrilleros, las fuerzas democráticas, sociales y populares, regionales y étnicas, en la identidad de sus objetivos programáticos, que tienen una larga trayectoria en la vida nacional, representan el momento dinámico en la constitución de este sujeto transformador. La solución democrática para la paz no intervendrá sin cambios políticos. La conjugación de toda la solidaridad democrática posible, en el plano internacional, ayudará a preservar la independencia, la integridad y la soberanía de Colombia. En el plano de América Latina, es el punto focal para construir otro porvenir diferente y posible.
 

Anexo


(Apartes de la exposición de Tared William Saad, Presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores de la Asamblea Nacional de la República Bolivariana de Venezuela, en el Parlamento Latinoamericano, dentro del Simposio Internacional realizado en Caracas a finales de noviembre de 2000, con participación de una delegación de las FARC, y que motivó una nota de protesta de la Cancillería colombiana).

 
Nos llama la atención que Carlos Castaño, reconocido mundialmente como uno de los sujetos más crueles, autor material e intelectual de las masacres más horrendas que ha conocido Colombia en los últimos tiempos, director de los escuadrones de la muerte conocidos bajo el eufemismo de los paramilitares; que utilizan motosierras para desmembrar los cuerpos de civiles desarmados; quemando casas, violando mujeres, matando animales domésticos, creando el terror en su máxima expresión, buscando –como dice Amnistía Internacional en una de sus partes–, atacar y eliminar las estructuras organizativas y de bases campesinas que existen en Colombia, con una gravedad tremenda, yo diría bajo la impunidad absoluta y ¿por qué no?, la vista gorda de quienes tienen el deber de evitar que este tipo de hechos que son crímenes de guerra, que violentan el derecho internacional humanitario, no (sic) ocurran (...) ¿Y por qué hago énfasis en este recuento? Porque recientemente el jefe de estos escuadrones de la muerte anunció públicamente en una rueda de prensa, su apoyo irrestricto y su aprobación irrestricta al Plan Colombia. Entonces uno se pregunta, ¿cómo se explica esta contradicción tan grande? Quien dirige un escuadrón de la muerte pero al mismo tiempo quien públicamente ha dicho que recibe dineros del narcotráfico, que un 90% de sus arcas viene del dinero del narcotráfico, y se asume como tal de manera abierta, ¿quién explica entonces que el jefe de una banda de narcotraficantes apoye el Plan?, ¿quién lo explica?


*  Profesor de la Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia.
1.  Andrés Pastrana, "El Plan Colombia : una gran alianza con el mundo contra el delito internacional, por los derechos humanos, los derechos sociales y por la ecología", octubre 22 de 1998, en Presidencia de la República, oficina del Alto Comisionado para la Paz, Hechos de Paz V, Del diálogo a la negociación, Imprenta Nacional, Bogotá, mayo de 1999, p.76.
2. Ibid., p. 80.
3. El Plan Nacional de Desarrollo, Bases 1998-2002 “Cambio para construir la paz”, preveía “erradicación sin compensación” de cultivos de gran extensión, y para pequeños campesinos “alternativas productivas para la erradicación”, pp. 234-235. El objetivo proclamado es “no continuar estigmatizando a los pequeños cultivadores de ilícitos”, p. 235, para lo cual “este esquema requiere que los proyectos productivos estén estructurados como organizaciones empresariales con altos niveles de productividad y competitividad. La premisa central que orientará la puesta en marcha de estos proyectos será la de responder a las tendencias del mercado (...). Teniendo en cuenta que la capacidad de negociación de los campesinos es reducida, y que presentan una débil estructura organizativa, la participación del sector privado es de vital importancia para facilitar la construcción de un modelo basado en alianzas estratégicas que faciliten su sostenibilidad a largo plazo”, p. 235. Debe observarse que, con todo y esta directriz de mercado, esta propuesta tendía a priorizar una alternativa no militar y unos procedimientos diferenciados en el tema de erradicación. La ayuda internacional y el Fondo de Inversiones apuntaban a reforzar esos propósitos.
4. A comienzos de 2000 circularon versiones depuradas del documento que incluían cambios destinados a halagar a los interlocutores europeos que ya manifestaban su preocupación por la clara orientación pronorteamericana que expresaba el Plan, sobre todo en el capítulo sobre medidas y acuerdos económicos.
5. El documento adopta la denominación oficial dada por el gobierno colombiano a los grupos paramilitares como “autodefensas”.
6.  Plan Colombia, Plan for Peace, Prosperity, and the Strengthening of the State, p. 14.
7.  Incora, organismo del Estado creado en la década de los sesenta para el impulso de la reforma agraria. La crisis de este organismos, según sus directivos, estrecha los márgenes de maniobra en la adquisición de tierras para vender a los campesinos.
8.  En resumen, esos objetivos pueden sintetizarse así:  1) fortalecer la lucha contra los traficantes y desmantelar las organizaciones del narcotráfico a través de un esfuerzo integrado de Ejército y Policía; 2) fortalecer el sistema judicial, con centro en la Fiscalía y la aplicación de la extradición; 3)  neutralizar el sistema financiero del comercio de drogas y confiscar sus recursos; 4) neutralizar y combatir los agentes de violencia aliados con el narcotráfico; 5) integrar las iniciativas nacionales dentro de los esfuerzos regionales e internacionales; 6) fortalecer y extender los planes para el desarrollo alternativo en las áreas afectadas por el tráfico de drogas.
9. Plan Colombia, p. 15. Es notoria la exclusión de esta parte del texto en la traducción oficial de la Presidencia de la República (N. del A.).
10. Ibid.,  p. 14.
11. ANIF, Asociación Nacional de Instituciones Financieras, centro de estudios que realiza seguimientos y análisis de diversos temas económicos. Un resumen de este informe fue publicado por El Espectador, en “Diario Económico”, marzo 20 de 2000.
12. DEA, central antidrogas de Estados Unidos.
13. Ricardo Vargas, “Políticas antidrogas, Estado y democracia en Colombia”, en IX Foro por  los Derechos Humanos, Bogotá, 2000,  pp. 60-61.
14.  La idea  de una guerra de posiciones proviene de comentaristas informados sobre temas militares. En lo esencial considera que la guerrilla colombiana tiende a expandir su influencia territorial y, a la vez, se concentra en  “zonas de alto potencial económico, político o militar”. Concluyen que la paz estará más cerca si el Estado obliga a la guerrilla, militarmente, a negociar y “reduce progresivamente los espacios que aquélla ha ganado”. Véase al respecto, Alfredo Rangel Suárez, Colombia: Guerra en el fin del siglo, Bogotá,  Tercer Mundo Editores, 1998. En este concepto de copar posiciones por el Estado y sus aliados se funda el creciente despliegue paramilitar de 2000 e inicios de 2001. El copamiento de “posiciones” no es sólo territorial: implica la captura de estructuras políticas locales, municipales y departamentales.
15. Durante las marchas cocaleras de 1996, el general Néstor Ramírez, comandante de la XII Brigada del ejército, se refería a los campesinos manifestantes como delincuentes. En igual sentido se pronunció en octubre de 2000 Gonzalo DeFrancisco, director de Empresa Colombia, encargada de la erradicación de la coca en el departamento del Putumayo y posteriormente en otros departamentos del sur de Colombia. Ante la pregunta de la reportera del diario El Tiempo “Empresa Colombia comienza en el Putumayo: ¿Cuáles son las razones para hacerlo?”, respondió: “Allí es demasiada la gente cultivando coca. El 60% está afectada directamente y el 40% indirectamente. Hay que explicarle a esa gente que el hecho de que sea pobre y esté abandonada por el Estado no le da derecho a ser delincuente”. El Tiempo,  Bogotá, pp. 1-11, octubre 2 de 2000.
16. En el atentado contra el dirigente sindical Wilson Borja, presidente de la Federación Nacional de Trabajadores al Servicio del Estado, del que se salvó por el apoyo de sus escoltas, en diciembre de 2000, los atacantes eliminaron a sangre fría a uno de sus secuaces herido y a una vendedora de café que los había atendido poco antes de la operación.
17.  Declaraciones atribuidas al general Peter Pace, en El Tiempo,  Bogotá,  p. 2A, enero 19 de 2001. El destacado es mío, J. C. T.
18. Conclusiones de la reunión de ministros de Asuntos Extranjeros del G8 en Miyazaki, Japón, 13 de julio de  2000, G8 Research Group at the University of Toronto, Internet.
19.  Alain Joxe, “Colombie: Guerre à Trois Camps, Processus de Paix ‘en panne’ et Intervention Américaine”, en Le Débat Stratégique Euroaméricain, 1998, Cahiers d’ Études Stratégiques No. 26, CIPRÉS, Paris, 1998.
20. Entrevista a Luiz Felipe Lampreia, ministro de Asuntos Exteriores del Brasil, en El País, Madrid, p. 4, agosto 31 de 2000.
21.  Serpa explicó así su cambio de posición después de viajar a Estados Unidos: “Lo real del tema es que el Plan Colombia es un hecho. Lo acogió el gobierno nacional, fue aprobado por Estados Unidos, lo respalda la UE y otros países como Japón y cuenta con la aquiescencia de los organismos internacionales (...) Nos queda esperar que se ejecute en forma que resulte conveniente a nuestros intereses, para lo cual nos corresponderá ser exigentes y vigilantes en lo concerniente al aspecto militar, y esperar que se cumpla ampliamente la cooperación en el terreno social”. Palabras del doctor Horacio Serpa Uribe en la Presentación de la Fundación por la Convivencia Nacional, Bogotá, agosto 1 de 2000.