PROHIBICION O LEGALIZACION- LA ECONOMIA DE LAS DROGAS – UNA NUEVA VISION.

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CORPORACION ESCENARIOS

-Ernesto Samper Pizano *

La economía de las drogas

El tema de las drogas se ha estudiado mucho y desde muy distintos ángulos. La polarización del debate internacional entre “prohibicionistas” y “legalizadores”  ha conseguido paralizar, en la práctica, la búsqueda de alternativas intermedias que podrían fácilmente conciliar la necesidad de regular socialmente el consumo de alucinógenos  y minimizar los  costos derivados de su persecución, que ya comienzan a ser mayores que los beneficios resultantes de la prohibición. Esta “sin-salida” de una guerra que todos ven perdida pero que nadie se atreve a declararlo, se explica por el elevado contenido moral que se le ha querido dar al debate, satanizando unos el consumo de drogas  mientras otros lo defienden con el argumento del derecho absoluto e inalienable del individuo a consumirlas como parte del ejercicio de su libre albedrío. Mucho ha contribuido al proceso de estigmatización del consumo de drogas el solitario empeño de los Estados Unidos por convertir la lucha contra las drogas en una especie de cruzada moral como lo fue, en su momento, la campaña contra el comunismo o, más recientemente, la lucha contra el terrorismo. La diplomacia norteamericana ha conseguido así que  la opinión mundial no piense que las drogas  son buenas o malas según sus características intrínsecas y el daño a la salud que puedan causar, sino porque están o no prohibidas internacionalmente, y ésta “prohibición”, como lo demuestra el desarrollo histórico de las  distintas convenciones e instrumentos normativos relacionados con la fiscalización de estupefacientes, ha tenido mucho más que ver con la política que con la ciencia; son los políticos y no los médicos los que han tomado la decisión final sobre qué drogas están o no están consideradas como ilegales. El tono moral del debate se ha visto reforzado por la posición radical de varios países, particularmente musulmanes, donde el consumo de las drogas, como el del alcohol, se rechaza por razones estrictamente religiosas; tratándose en la mayoría de éstos países de regímenes políticos teocráticos o autocráticos, las razones de la prohibición no tienen que ver tampoco con la nocividad social del consumo sino con razones de Estado.

La tendencia reciente a ubicar el debate dentro de lo que podría llamarse “la economía de las drogas” ofrece una perspectiva más objetiva para plantear el debate sobre la prohibición o la legalización en escenarios menos comprometidos con los prejuicios morales y los intereses políticos. El propósito de este trabajo es explorar esta nueva perspectiva económica del problema ¿Cómo funciona realmente el mercado de las drogas? ¿Qué leyes lo rigen? ¿Cómo responde el consumidor a la interdicción de ellas? ¿Cuáles son los costos y beneficios económicos de la interdicción? ¿Quiénes pierden y quiénes ganan realmente con la persecución de las drogas? En fin, se trata de sacar el debate del hueco en que se encuentra hoy, dividido radicalmente entre el prohibicionismo fundamentalista y la legalización libertaria y encontrar una explicación más lógica, si existe, a la encrucijada en que se encuentra el tema. Por este camino del examen económico del problema  podemos llegar a conclusiones paradójicas y sorprendentes como que, por ejemplo, por cuenta de esta peculiar dinámica económica, intereses aparentemente yuxtapuestos, como los que animan a los narcotraficantes y las agencias prohibicionistas que los persiguen pueden terminar convergiendo en el aprovechamiento del riesgo; los estudios indican que el mercado de las drogas monopolizado por las organizaciones criminales  frente a una mayor represión y en presencia una demanda relativamente inelástica de ellas, aumenta las utilidades del negocio y estimula a que ingresen al mismo nuevos distribuidores ilegales. Desde tiempos inmemoriales la economía de las drogas está sembrada de este tipo de paradojas. En Roma cerraron los setecientos expendios de opio que existían y que generaban un 15% de los ingresos fiscales del imperio cuando se dieron cuenta de que, por cuenta de los altos márgenes de utilidad del negocio, los capitales productivos podrían fugarse desde la capital hacia el Asia  para financiar la expansión de cultivos y el  negocio.

La primera dificultad que se encuentra en la difícil tarea de plantear unos supuestos teóricos de la economía de las drogas es la falta de información asequible, sistemática y confiable sobre ellas. Las agencias encargadas de la fiscalización han terminado por construir sus propios sistemas de información funcionan como unas tautologías autoreferentes, esto es, que se legitiman y  refuerzan a sí mismos para justificar la permanencia de quienes los manejan en el campo de  guerra. En Colombia hemos sido víctimas de este síndrome con las informaciones sobre reducción de cultivos ilícitos; las cifras de unos satélites internacionales muy “obedientes” y a los que pocos tienen acceso, se acomodan según el interés de las agencias norteamericanas o europeas de relevar o desestimar el papel de sus competidores y negociar, así, incrementos en sus propios presupuestos. Por supuesto, esta actitud ha terminado por subdividir la lucha internacional  y abrir el camino de una insana competencia entre las distintas agencias encargadas de ella. No menos importante en esta primera aproximación económica al problema, son las distorsiones que las drogas producen en el  desempeño de las economías que afectan, al crear y alimentar poderosas economías subterráneas, cuya amenaza se deriva no sólo de  su peso específico en el producto interno bruto (Kopp, 2003), sino también en el efecto distorsivo del movimiento clandestino de flujos de capitales sobre los tipos de cambio; el aumento del contrabando; la especulación inmobiliaria; la concentración de tierras rurales o la inflación alimentaria. A través del lavado de sus utilidades, las organizaciones criminales van minando, como lo han hecho en Colombia, el acervo patrimonial productivo, representado por propiedades que cambian su vocación productiva  por propósitos acumulativos. Como resultado de este fenómeno, la propiedad en estos países cada día vale más pero produce menos. No menos importante en este análisis es el “costo ético” de esta penetración, que destruye valores como el del mérito al trabajo, y lo sustituye por otros como el del enriquecimiento fácil que termina alimentando la corrupción pública.

Aunque los amigos de la legalización de las drogas plantean como argumento el derecho absoluto del hombre para decidir sobre su vida, lo cierto es que el entorno dentro del cual ese mismo hombre, libre de ataduras, ejercería su derecho no puede ser ignorado. Aunque el pensamiento neoliberal  (Friedman, 2000) que defiende la alternativa no prohibicionista termina encontrándose  en este punto con los pensadores más radicales de izquierda, difieren, empero y de manera sustantiva, en el papel que asignan al Estado en  caso de desarrollarse una política alternativa; para los  progresistas la presencia del Estado al frente de  estrategia de legalización o descriminalización es tan importante como su  presencia actual al frente de la estrategia represiva. El Estado debe estar presente para gravar las utilidades resultantes del nuevo negocio permitido; para regular y prevenir el consumo; para combatir las organizaciones criminales que sobrevivan, acostumbradas como están, a vivir de la violencia que producen. El dilema de fondo es  cómo puede una sociedad regular una mercancía cuyo valor privado es superior a su valor social  (Kopp, 2003). De la respuesta que se de a este gran interrogante dependerá el futuro de la política actual de fiscalización y control del trafico internacional de estupefacientes. Existen evidencias económicas que llevan a pensar - sin incurrir en fallas éticas ni sesgos políticos - que  los problemas de las drogas están más asociados con su persecución que con su consumo. Y, aun más, que resultaría más económico y eficiente ejercer sobre ellas un control vía regulación del mercado que insistir en la actual política represiva.

Finalmente, lo que se discute en esta nueva perspectiva económica no es si las drogas son o no dañinas o si consumirlas es éticamente correcto; de lo que se trata es de saber si el costo actual de la política represiva, enfrentado al costo social del daño que está causando (inestabilidad institucional, aumento del crimen, destrucción del medioambiente, corrupción), consigue que la política de persecución actual sea una actividad económicamente “eficiente”. Si no lo fuera, la represión, simple y sencillamente, no valdría la pena.

 

El mercado de las drogas: un mercado atípico

El mercado de las drogas no funciona como cualquier mercado; si lo hiciera, resultaría fácil sintonizar las acciones de política criminal con unos objetivos de reducción de la oferta y demanda de las drogas para obtener unos resultados previsibles. Los países consumidores, que diseñan y validan hoy la política prohibicionista, parten del supuesto inaceptable de que el mercado internacional de estupefacientes se alimenta porque éstos se producen, y la existencia de una demanda se explica porque  hay drogas ofrecidas. Contraviniendo la regla clásica de que toda demanda genera su propia oferta, en el caso de las drogas, y por conveniencias asociadas a la política criminal internacional, se ha abierto camino la idea de que la demanda de drogas no existiría si éstas no fueran producidas. Se afirma que una reducción de la oferta de drogas, como resultado de una mayor interdicción, debe llevar a un encarecimiento de sus precios de venta, y este último a una reducción de la demanda. La evidencia demuestra, sin embargo, que las campañas contra la producción y distribución de drogas, en no pocas ocasiones, han terminado por aumentar su consumo a unos precios sostenidos e inclusive más altos; la distorsión se presenta porque en dichos análisis no se incluye el factor “riesgo” como componente del precio final de las drogas; los carteles organizados, enfrentados a un aumento de la represión, responden reemplazando sus canales de mercadeo , bajando la calidad de la droga ofrecida (al mezclarla con otras sustancias sucedáneas) o sacando al mercado inventarios almacenados. Esta capacidad para responder al endurecimiento de la política prohibicionista  se explica porque el mayor riesgo derivado de la represión, se traduce en el mediano plazo en un aumento de las utilidades provenientes de los mayores precios que están dispuestos a seguir pagando los consumidores más leales. A diferencia de las industrias legales, cuyos costos suben cuando cae el consumo,  en el  caso del negocio de las drogas, por la condición inelástica de su demanda que mantiene el consumo, los costos no disminuyen o inclusive caen cuando se intensifica el riesgo por la acción represiva. La política antidrogas, dirigida estrictamente a reducir los niveles de oferta, termina así actuando como una política de “sustentación de precios” que no produce impactos significativos en la reducción del mercado, en la medida en que existen otro tipo de “externalidades” que influyen mucho más en la determinación del precio final, como los niveles de organización de los carteles criminales, los pagos de corrupción a los agentes controladores, las disponibilidades de inventarios y los enlaces con los distribuidores al detal. Aún durante los periodos de mayor intensificación de la represión, la elevación de los precios de las drogas no ha llegado a unos niveles tan altos como para producir una retirada masiva de consumidores del mercado  (Wisotsky, 1994).

La relación entre la oferta y demanda de las drogas es inelástica, esto es,  cambios significativos en las cantidades ofrecidas no se trasladan necesariamente a los precios ni a las cantidades demandadas. En presencia de mercados fragmentados y carteles organizados, existen evidencias que demuestran que  esfuerzos realizados por duplicar la interdicción no se han traducido en ajustes de más del 10% al 15% del precio final al consumidor. Cuando la demanda de un producto es inelástica, esto es, cuando la cantidad demandada no depende del precio ofrecido, como sucede en el caso de las drogas ilícitas, los mayores esfuerzos represivos producen resultados menores a los que se obtendrían si las drogas fueran gravadas con altos impuestos después de ser legalizadas  (Becker & et al, 2005). Dicho de otra manera, en una alternativa de trabajar en escenarios de legalidad o ilegalidad, la decisión de perseguir un bien es mucho menos efectiva, en términos de rentabilidad económica para el Estado, que la imposición de un gravamen acompañada de campañas educativas para reducir su consumo.

El papel que juegan los consumidores, como determinantes de la demanda, es igualmente decisivo en la caracterización de este mercado atípico. No todos los consumidores se comportan igual: existen los consumidores ocasionales, los leales y los adictos. Los consumidores leales se comportan “racionalmente” y contribuyen a la estabilidad del  mercado porque están dispuestos a aceptar  elevaciones del precio (resultantes de una  mayor interdicción) sin modificar de manera significativa sus niveles de consumo; su actitud lleva a que el mayor riesgo se traduzca en más utilidades para las cadenas delictivas.  Siguiendo esta “racionalidad atípica” los consumidores varían sus decisiones de consumo  haciendo la demanda de drogas más o menos elástica según los niveles de precios; si los precios están bajos, ellos están dispuesto a hacer un mayor esfuerzo económico por sostener sus niveles de consumo; si los precios suben a unos niveles que para ellos resultan insostenibles, tratarán de buscar otras alternativas de consumo que les produzcan la misma satisfacción antes de reducirlo  (Blair & Vogel, 1983). En este escenario, los aumentos de la demanda de drogas, independientemente de sus precios, serian el resultados de una “adicción racional” al consumo (Stigler & Becker, 1977). Los consumidores de estratos altos mantienen su lealtad al mercado, mientras que los consumidores de estratos inferiores encuentran, generalmente, otras alternativas para enfrentar las reducciones esporádicas de las cantidades ofrecidas antes de pensar seriamente en limitar el consumo.

Hacia adelante, es imposible predecir cuál será el patrón de respuesta frente a una alternativa distinta a la fiscalización, como podría ser una descriminalización progresiva de la venta y el consumo de las drogas o inclusive su legalización definitiva;  es posible prever que no todos los consumidores responderán de forma igual a un cambio en las reglas de juego resultantes de un sistema alternativo al prohibicionista; habrá un grupo, la mayoría, que seguirá  absteniéndose de consumir ; otro que aumentará sus niveles de demanda, en la medida en que sus ingresos se lo permitan, y un tercero que podría sentirse inclinado a probar las nuevas sustancias permitidas (Kopp, 2003). Es difícil hacer pronósticos al respecto sin tener en cuenta el papel que vaya a jugar el Estado para conseguir que, en una primera etapa, aunque pueda aumentar el consumo, no lo haga al mismo ritmo, el número de consumidores.

El papel que juega el sistema de distribución es igualmente relevante en este análisis. Friedman piensa, simple y sencillamente, que la represión aumenta las utilidades de los narcotraficantes y su deseo de estar en el negocio. Frente a un aumento de la interdicción los agentes comerciales involucrados en el mercado de las drogas responderán de manera distinta: los más organizados aprovecharán la coyuntura para justificar un aumento de utilidades que les resulta fácil hacer efectivo.  En el caso del mercado de heroína en el Reino Unido, se demostró que un incremento de las políticas represivas del 2.5% al 5% aumentaba el precio de la heroína entre 1.4% y 2.5% (Wagstaff & Maynard, 1988). Los agentes menos organizados adoptarán una actitud defensiva y algunos podrán salirse, mientras que otros, involucrados en distintos mercados ilícitos afines a las drogas (como el contrabando) podrían sentirse atraídos a entrar, atraídos por las nuevas utilidades obtenidas por los agentes ya establecidos. Este tema lo desarrollaremos cuando examinemos el tema de la racionalidad económica que mueve a las organizaciones criminales involucradas en la economía de las drogas.

El  resultado final de las campañas de interdicción, medido en términos de las cantidades incautadas, sugiere un impacto apenas “marginal” respecto a los niveles de producción y comercio de las drogas prohibidas. En Perú, por ejemplo, en el año de 1992, considerado un buen año en la lucha contra las drogas, se decomisaron siete toneladas de cocaína que equivalían a uno poco más del 1% del total de la cocaína demandada en los Estados Unidos para ese mismo año. Para estimar el valor del tráfico de cocaína, se consideran que los precios de compra/venta en los puertos de destino en los EE.UU. y en once países de Europa occidental, es igual al valor mínimo de los precios al por mayor en el interior de esos países. Para 1992, fueron 11.000 dólares por Kg. en los EE.UU. y 47.000 dólares por Kg. en Europa. Si estos precios se multiplican por las cifras del volumen total de las importaciones en EE.UU. y Europa, estimadas sobre la base de considerar que se incauta un 39% del tráfico real (correspondiente al año inmediatamente anterior  para el que se tengan datos de incautaciones). Agregando los datos del resto de los países que importan cocaína (una cantidad que ronda las 5 toneladas) se llega al valor mínimo probable del tráfico mundial.

El costo mínimo de las importaciones de cocaína en el año 1992 -un año bastante representativo del tráfico promedio del primer lustro de los '90- habría sido de 7.205 millones de dólares en los EE.UU., 2.250 millones en Europa y 55 millones de dólares en el resto de los países importadores. Lo que da un total de 9.500 millones de dólares para el total de las importaciones mundiales de cocaína. Aun manteniendo como indicador de los precios mínimos mayoristas los valores de compra/venta en los puertos de destino de EE.UU. y Europa -que son con seguridad demasiado bajos, pero aplicando el límite inferior para el índice de interceptación, dado por la Dirección de Lucha contra la Droga de los EE.UU, de 24%, las importaciones mundiales de cocaína para el año 1992, habrían sido de 14.500 millones de dólares  (Druetta).

El comportamiento de los cultivos ilícitos ayuda a entender, puntualmente, la condición atípica del mercado de las drogas; los cultivos ilegales de coca en el sur de Colombia son prácticamente irreemplazables por cultivos alternativos que ofrezcan rentabilidades comparables, salvo algunos productos como la palma africana y el caucho. Existen factores externos como el costo del riesgo, la distancia entre los centros de producción, la disponibilidad de semillas, la asistencia técnica, el crédito para el consumo durante el tiempo de cultivo y el transporte entre el sitio de producción y el de  recogida, que influyen mucho más en la determinación del precio final de la mercancía que los precios de transacción de la misma. En el 1994 el gobierno de Colombia lanzó un propuesta de cultivos alternativos (PLANTE) que pretendía, precisamente, “competir” con los productores cocaleros apoyando a los campesinos con facilidades de crédito, transporte y asistencia técnica que hicieran más rentable la sustitución de sus cultivos; la falta de recursos para expandir masivamente el programa y de interés internacional por apoyarlo, con algunas excepciones, como la del Presidente Francois Chirac de Francia, que propuso la creación de un Fondo Mundial para comprar a precios de mercado las cosechas ilícitas,  frustró sus objetivos. La fumigación aérea de cultivos se ha mantenido como la forma más importante de erradicación de los mismos; los cultivadores han respondido a las aspersiones aéreas  trasladando sus parcelas a sitios más seguros, mimetizados en medio de la selva o inclusive, mejorando las condiciones de productividad de sus plantaciones para conseguir lo mismo con menos matas de cultivo. La presencia solitaria de de cultivos de coca de hace algunos  años ha hecho  hoy  “metástasis”, como respuesta a la interdicción, a veintitrés Departamentos. Las zonas de cultivos ilícitos, mientras tanto, han sufrido los efectos de una especie de “enfermedad holandesa” por el aumento exagerado de salarios y el precio de los bienes y servicios básicos, que distorsionan los patrones de rentabilidad de los cultivos tradicionales en el área (CEPAL 1997). La reducida presencia del Estado colombiano en las aéreas de cultivos ilícitos  (las zonas que tienen el 47% de los cultivos ilícitos apenas reciben el 6% de la inversión nacional), el impacto producido por el recién abolido Plan Colombia, cuyo componente militar para destrucción de cultivos siempre estuvo por encima del componente social necesario para legitimarlo, y las precarias condiciones económicas de las regiones afectadas, indican que en Colombia  el tiempo de la fumigación aérea de cultivos ilícitos ya pasó, y que lo que viene hacia adelante es la necesidad de construir un nuevo espacio para el manejo social de cultivos ilegales y sus desarrollos alternativos.

Entre las características que hacen sui generis el mercado de las drogas está el principio de los vasos comunicantes, según el cual, por la dinámica misma de su mercado, cuando se ejerce una determinada presión sobre un punto del mismo, el fenómeno se traslada a otra parte donde, inclusive, se manifiesta con mayor fuerza. Un claro ejemplo de esta condición, está en el comportamiento de los cultivos ilícitos. Los registros históricos de producción de coca en los Andes muestran, con claridad, cuantas veces se ha intensificado la erradicación de estos sembrados en una parte de la zona andina. Por ejemplo, en el sur de Colombia, la producción se ha desplazado hacia la región del Chapare boliviano o  del Peruano. Lo propio ha sucedido con las rutas del narcotráfico; cuando se concentra la interdicción en una zona marítima o terrestre, el mercado encuentra nuevas rutas alternativas con asombrosa eficiencia. Así sucedió cuando la fuerte interceptación marítima ejercida sobre el Caribe a finales de la década de los 90 desplazó las rutas hacia  México desde donde hoy  se están moviendo hacia Guatemala, Honduras y el Salvador, a medida que avanza la represión en el norte de la península azteca.

Un fenómeno similar sucedió cuando la fuerte represión ejercida sobre los cultivos de marihuana en México en los años 70, desplazó su producción a la Sierra Nevada de Santa Marta, en la costa Caribe colombiana. El principio se cumple también en relación con el consumo, cuando la presión ejercida sobre un determinado grupo de consumidores, definido social o geográficamente, desplaza rápidamente la demanda hacia otros lugares o drogas sucedáneas. Lo que explica el funcionamiento  de los vasos comunicantes son los elevados márgenes de utilidad del negocio, que otorgan a los comerciantes un alto nivel de flexibilidad para introducir cambios rápidos en sus políticas de producción, exportación y mercadeo, consistentes con las amenazas de que son objeto. En algunos casos los narcotraficantes pueden estar jugando a la sicosis de la interdicción para trasladar “algo más” del riesgo del negocio al precio final cuando los  mercados se ven amenazados y los consumidores tienen margen suficiente para mantener sus preferencias  (Becker & et al, 2005).

El daño social de la represión ¿cuánto cuesta?

Si los costos de mantener un bien en un mercado son superiores a las utilidades que produce su venta, la actividad productiva de dicho bien dejará de ser rentable. Este fenómeno, precisamente, es el que comienza a presentarse desde hace varios años con el mercado de las drogas; el costo de su prohibición, medido por el daño que causa la política represiva – aumento de criminalidad, corrupción, congestión judicial y carcelaria, destrucción medioambiental por fumigación de cultivos lícitos- han empezado a ser mayores que los beneficios económicos y sociales conseguidos por la reducción del consumo. Entre estos costos colaterales, particularmente los que afectan a los países productores, se encuentra la violación de los derechos humanos y las garantías sociales. El belicismo surgido a raíz de la guerra contra las drogas se ha convertido en un instrumento para desconocer y violar las libertades civiles en éstos países y justificar expediciones punitivas (CEPAL, 1997). La Corte Suprema de los Estados Unidos en dos oportunidades (1990-1992)  autorizó a fuerzas de seguridad de los EEUU para efectuar allanamientos, en desarrollo de operaciones antinarcóticos, en territorios extranjeros sin mediar órdenes judiciales y omitiendo el respeto de normas contenidas en tratados de extradición bilaterales vigentes. En buena hora, la discusión internacional entre “legalización” o “prohibición” ha comenzado a girar sobre la necesidad de controlar y reducir el daño producido por el prohibicionismo, mientras se abre paso una política alternativa a la represiva. Un ejemplo bastante ilustrativo del fenómeno del daño colateral producido por las drogas, tiene que ver con el uso de jeringas usadas para la aplicación de dosis de heroína que ha disparado, en algunas partes del mundo, los niveles de la contaminación por SIDA ¿Cuál sería el mal menor en este dilema, entre el consumo de una droga o la mayor contaminación por efecto del SIDA? Se trata de escogencia económica para encontrar la política pública que consiga el menor consumo de droga, con el mínimo costo social al combatirla.

El problema del daño colateral  producido por la lucha contra las drogas es en Colombia particularmente sensible. Por cuenta de la lucha contra el narcotráfico que ha vivido el país en los últimos treinta años, que deriva en la entrada tumultuosa de capitales clandestinos, se ha revaluado el peso colombiano al punto tal de que la tasa de cambio negro ha permanecido durante muchos años por debajo de la tasa oficial;  las zonas donde se producen los cultivos ilícitos han quedado, por su parte, devastadas ambiental y socialmente por las fumigaciones aéreas, y se han producido movimientos telúricos de desplazamiento de campesinos e indígenas por todo el territorio nacional; los grupos alzados en armas han fortalecido con dineros obtenidos de actividades relacionadas con el narcotráfico su capacidad subversiva y terrorista; el Estado  ha debido aplazar inversiones sociales para financiar el combate de la producción y exportación de cocaína y heroína; se han pagado muy altos costos institucionales en materia de justicia, transparencia democrática y libertad de opinión por cuenta de esta misma lucha. La pregunta que nos hacemos muchos colombianos, todos los días, es si se justifica en términos económicos, esta inversión de varios puntos del PIB para producir en la cadena final del negocio un efecto apenas marginal en la reducción del consumo.

En los países consumidores el daño social se asocia con mayores niveles de accidentalidad, bajos rendimientos escolares, crímenes relacionados con  la distribución criminal, costos de funcionamiento de la justicia y pérdidas institucionales por la corrupción de autoridades. Una reducción en el costo social de la lucha contra las drogas parecería implicar, no sólo una reducción en los costos derivados de la criminalización, sino también una disminución en los costos de su abuso. En Estados Unidos es evidente que la ilegalidad lleva a la corrupción de los oficiales encargados de la represión legal y monopoliza los esfuerzos de fuerzas honestas de la ley que deben sobrevivir buscando recursos para combatir rebeldes ladrones y asaltos  (Friedman, 2000).

El daño social producido por las campañas punitivas podría manejarse a través de una política alternativa, que regule tributariamente los niveles de venta y consumo mediante la imposición de una “tasa retributiva” que redistribuya en función del consumo de cada país los costos mundiales de la lucha contra las drogas (Universidad Nacional, 1994). Se trataría de trasladar a los países consumidores, sean o no productores, en proporción a sus niveles de consumo, parte de los costos que hoy están pagando principalmente los países  productores  por cuenta de una política desigual, asimétrica y por tanto, injusta. Siguiendo una lógica parecida a las contribuciones reparativas del medio ambiente según las cuales “el que contamina paga”, aquí se trataría de acordar una tasa retributiva cobrada en función de que quien consuma pague para ayudar a financiar los costos de la lucha.

La imperiosa necesidad de minimizar el costo social del daño causado por la represión de las drogas -que es la tesis que se ha venido abriendo campo en los últimos años– es combatida por los prohibicionistas, que saben que por este camino se puede terminar en la legitimación de una política alternativa, cuando los beneficios sociales de la represión sean superados (como comienza a suceder) por los costos de ella misma. Esta política alternativa podría consistir en una salida “negociada” (basándose en Coase), que integre elementos de las dos políticas, o una legalización regulada que compense los costos sociales, reduciendo el consumo a unos niveles manejables en términos de salud pública (Kopp, 2003). Es claro que si, además de la reducción de  los costos de la represión derivados del tránsito de una política punitiva a una preventiva, se obtienen  nuevos ingresos fiscales, que servirían para cubrir costos sociales actuales que hoy no se están cubriendo como el deterioro ambiental por la aspersión aérea de cultivos ilícitos o el consumo en las escuelas, la “salida económica” que aquí se propone fortalecería la decisión política de minimizar el costo social del crimen (Becker & et al, 2005). Algunos autores (Hicks y Kaldor) han desarrollado modelos niveladores de políticas públicas, con los que se puede calcular el efecto neto de enfrentar el costo social de la lucha contra las drogas con el costo social de consumirlas, y  clasificarlas luego en función de su capacidad para acercarse a la eficiencia económica (Kopp, 2003); en Estados Unidos se ha llegado a estimar en 3.8% del PIB el costo social derivado del control del tabaco, el alcohol y las drogas; éstas últimas pesan un 0.4% frente al 2.4% que cuesta el tabaco.

La racionalidad económica de las organizaciones criminales

Las mafias que actúan en el mercado de las drogas se comportan como organizaciones criminales: conforman estructuras monopólicas apoyadas en el uso de la violencia, se mueven según sus propios códigos , tienen sus jurisdicciones territoriales y sus propios árbitros, desarrollan formas punitivas para hacer cumplir sus reglas  y  reaccionan atípicamente a las señales del mercado. Sus estructuras no son jerárquicas  (Kopp, 2003) pues operan  a través de redes que les permiten compartimentalizar la información, impedir que productores y distribuidores se conozcan y contrarrestar la acción de las autoridades para asegurar su permanencia en un mercado, donde el precio de salir es el de la libertad: demasiado alto para no tratar de evitarlo.

Estas organizaciones están preparadas para enfrentar los ciclos económicos resultantes de las campañas represivas y para intervenir con rapidez en el mercado mediante el empleo del poder intimidante de sus armas, o el  disuasivo de sus poderosas chequeras; narcotraficantes menores que operan en el mismo mercado se comportan con menos racionalidad y son, con frecuencia, “sacrificados” por los grandes carteles para mantener su preeminencia; el aumento de la represión “saca” del mercado a los nuevos traficantes y consolida las organizaciones tradicionales, que obtienen así la posibilidad de ganar más puntos de venta y  utilidades  (Friedman, 2000).  El monopolio del crimen en poder de unas pocas organizaciones criminales, genera menos costos económicos que la competencia entre ellas. Con la notable excepción de la marihuana, la droga más vendida y de mayor volumen, cuya producción se encuentra repartida en más de 120 países y concentrada en los Estados Unidos, el mercado de estupefacientes tiene unas dimensiones reducidas que lo hacen bastante manejable: la producción mundial de heroína cabe en 40 camiones y la de cocaína en 90; Afganistán y Myanmar producen entre el 85% y el 90% de la heroína mientras Bolivia, Colombia y Perú concentran el 80% de los cultivos ilícitos de coca.

El mayor valor agregado de las drogas se produce en el momento de su  distribución al por menor; el campesino andino apenas recibe un 1% del precio de venta final de la cocaína, mientras que al exportador le corresponde el 12%. Con márgenes tan altos, las posibilidades de actuar flexiblemente cambiando sitios de cultivo, rutas de exportación y lugares de consumo o  liquidando inventarios para contrarrestar movimientos cíclicos represivos es muy alta. Aunque los carteles y sus intermediarios puedan contrarrestar las campañas de interdicción, ello no significa que puedan actuar libremente. Pueden, jugando con la inelasticidad de la demanda,  trasladar al consumidor  el mayor precio resultante del “nivel de interdicción” sin llegar a desestimularlo. También pueden recurrir a las mezclas de sustancias, alterando la calidad de lo que vendían originalmente, con un mayor riesgo para la salud de los compradores. En estas condiciones no es de extrañar que la política prohibicionista -en términos de rentabilidad de una política pública– no esté dando resultados.

Las organizaciones criminales se comportan dentro de una racionalidad que puede compararse con la de los grandes conglomerados legales. La diferencia es que utilizan instrumentos como el de la violencia y la corrupción para consolidar sus mercados, desarrollar entornos monopólicos y mantener la fidelidad de sus consumidores y redes comerciales. En este caso, la competitividad geográfica de las empresas legales es reemplazada por el concepto de territorialidad y la seguridad institucional por su capacidad intimidatoria o corruptora en medio de una clandestinidad que es su mundo (Kopp, 2003).

Se ha sobredimensionado el papel del lavado institucional de activos a través del sistema bancario en el sostenimiento y reproducción de estas organizaciones criminales, que siguen utilizando formas de acumulación primitiva de activos o divisas en efectivo para esconder las ganancias obtenidas  (Kopp, 2003). En Colombia ha sido frecuente que los carteles recurran, para esconder sus ganancias, a cuantiosas inversiones en bienes muebles e inmuebles como edificios de lujo, latifundios, billetes ganadores de lotería, caballos, obras de arte, equipos de futbol, espectáculos con importantes taquillas o, simplemente, canecas repletas de billetes de dólares. La disponibilidad de dinero en efectivo les permite pagar gastos legales, sobornos y transferencias y adquirir bienes como armas, vehículos, radioteléfonos y refugios que utilizan para proteger su negocio. Aunque algunos estudios  (Yitzhaki & Slemrod, 1987) muestran que las políticas públicas contra el lavado de activos producen resultados superiores a los que se obtendrían luchando contra la evasión  tributaria de una actividad legal, no incluyen los costos institucionales derivados de la formación, por parte de estas organizaciones criminales, de verdaderos “paraestados” que buscan combatir, de manera persuasiva o coercitiva, las autoridades que los reprimen. Al final la lucha de los Estados contra estas poderosas organizaciones – como se demostró en Colombia y se está viendo en México – no tiene que ver con “sacarlos del mercado”, sino con la defensa del Estado de Derecho que no tiene precio ni cabida en ningún modelo econométrico.

 

Prevención o represión. Legalización o prohibición

La política preventiva como alternativa, total o parcial, de la política represiva encuentra su fundamentación en el comportamiento del consumidor como agente económico individual frente a la criminalidad, la eficacia represiva de las autoridades  y su propio entorno familiar. Más allá de la discusión sobre el derecho que tiene el Estado a intervenir en las decisiones económicas de los ciudadanos, inclusive indicándoles qué les conviene y qué no les conviene, el problema se plantea en términos de externalidades: cuánto daño social objetivo puede causar la decisión racional de un individuo de consumir drogas y cuál debe ser la política más eficiente para manejarlo. Si de lo que se trata es de conseguir la mayor eficiencia, la política debe empezar por distinguir entre distintos niveles de aplicabilidad  según el tipo de drogas y diseñar un tratamiento selectivo para cada una de ellas, buscando la minimización del costo de aplicarlas. Es claro, por ejemplo, que el tratamiento que se debe dar a la marihuana, cuyo cultivo y consumo se encuentra social y culturalmente extendido,  es muy distinto al que se debe dar a la cocaína, la heroína o las drogas artificiales.

Los comportamientos delictivos asociados con la criminalidad resultante del tráfico de drogas, son mucho más racionales frente a bienes legales (o legalizados) que frente al control de bienes legales respecto a los cuales operan ciertos controles sociales como las campañas educativas o de abstención del consumo para determinados individuos y lugares  (Becker & et al, 2005). Dado el comportamiento atípico de un consumidor, que no responde al menos de forma inmediata a los aumentos de precios resultantes de la mayor interdicción disminuyendo su consumo, parece más rentable dirigir recursos públicos hacia las campañas preventivas que a las represivas. Las políticas alternativas frente a la interdicción parecen económicamente justificables,  en el caso de la destrucción de los cultivos ilícitos, a la eliminación  de los laboratorios de procesamiento industrial de cocaína; en efecto, la erradicación de una hectárea sembrada de coca disminuye las ganancias de la cadena en US 400 a US 500 mientras que la destrucción de un laboratorio las disminuye en US 700.000. Otras estimaciones  (Kopp, 2003) muestran que una reducción de un 50% de la coca producida en los Andes, afecta el precio final de venta de la cocaína en un 3%. Se pueden conseguir mejores resultados en términos económicos, destinando el presupuesto de la aspersión aérea de cultivos ilícitos a su sustitución social, y a la destrucción de instalaciones industriales como laboratorios y cadenas de precursores químicos. La inversión en prevención es más rentable que en persecución, porque la diferencia entre el costo de la materia prima y el precio de su venta al de tal, diez o doce veces superior al precio que recibe el distribuidor mayorista, justifica  cualquier esfuerzo que se haga en el campo de la prevención del consumo y la sustitución social de los cultivos. Becker concluye que se pueden conseguir mejores resultados fiscales, compensando la posible reducción de precios resultantes de una política de descriminalización, con una mayor imposición y la regulación del consumo tal y como se está haciendo con relativo éxito con el alcohol y el tabaco. Así lo entendieron los cleros de Lima y Cuzco en el Perú, mientras disfrutaron el 10% de las ganancias obtenidas por la venta pública de la coca decretada por la Ordenanza proferida en 1573 por el Virrey Toledo.

La prohibición del consumo de alcohol durante la guerra, aprobada en 1917 por el Congreso de los Estados Unidos,  se volvió permanente luego, con la enmienda No. 18 de 1920; desde entonces se vio que el mercado clandestino del alcohol se comportaba atípicamente, frente a los parámetros a través de los cuales se regulaba el mercado de bienes legales. El consumo no solamente no disminuyó con el aumento de los precios resultantes de la prohibición, sino que se incrementó, especialmente entre los jóvenes que encontraron así la posibilidad de expresar su rebeldía. La historia se repetiría varios años después cuando los Estados Unidos, para paliar los efectos del consumo de marihuana en medio de la guerra de Vietnam, ilegalizaron su uso y abrieron el camino para el florecimiento de una cultura contestaría que tuvo su apogeo en los años 60. Hoy, más de 100 millones de norteamericanos han probado por lo menos una vez la marihuana. Independientemente de las consideraciones políticas y morales que escapan al objetivo de este trabajo, es posible decir que el comportamiento de la economía de las drogas avala la necesidad de pensar en una nueva estrategia, que haga más eficientes las políticas públicas relacionadas con su producción, distribución y  consumo. Está claro que un dólar gastado en el control coercitivo de la producción agrícola de las drogas produce, como ya se señaló, menores resultados que uno invertido en la interdicción de la distribución, y que la inversión de dineros en la restricción del consumo, a través de  controles policiacos, resulta mucho menos eficiente que la que se gasta en su prevención y educación. El costo de reducir en 1% el consumo de cocaína, a través de la educación de los usuarios, es de US 34 por cada uno de ellos contra US 246 que cuesta la punición del tráfico y US 783 que demanda el control de la oferta mediante la destrucción de cultivos ilícitos  (Rydell & Everingham, 1996).

El cambio súbito de una política restrictiva a una permisiva, que implica en la práctica  cambiar policías por médicos y maestros, no es por supuesto una tarea fácil; la historia muestra que las distintas agencias encargadas de la lucha contra las drogas, compiten abiertamente por el presupuesto asignado a ellas, y que en no pocas ocasiones esta competencia ha conseguido el efecto contraproducente de anular o disminuir la efectividad de la política prohibicionista. El que se adopte una política u otra dependerá de la capacidad que tengan los actores del mercado para internalizar los costos del daño social que ellos mismos están creando  (Kopp, 2003). Si los “culpables” del consumo y la distribución pueden asumir los costos infringidos a terceras partes, por ejemplo a los campesinos que viven en regiones de cultivos ilícitos o los jóvenes inducidos al consumo, se mantendrá el statu quo del mercado. Si, por el contrario, las transgresiones de las leyes se hacen más agresivas e insostenibles, el cambio del esquema será inevitable.

Este documento de discusión, presentado por la CORPORACIÓN ESCENARIOS al Foro Biarritz 2011, tiene la pretensión de mostrar un ángulo distinto  del difícil debate abierto en torno a la eventual adopción de una política alternativa, frente al reconocido fracaso de la política prohibicionista que ha orientado el manejo del problema de las drogas desde hace casi un siglo. No se trata aquí de entrar al debate de los argumentos éticos, políticos o médicos, esgrimidos con frecuencia para oponerse a quienes pretenden acabar con la prohibición como respuesta. Se busca simplemente  concluir que, desde el punto de vista estrictamente económico, la actual política antidrogas también está fracasando.

 Economista, Presidente ANIF (1978-1980), Presidente de Colom

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REF. LIBRO DROGAS- ECONOMIA DE LAS DROGAS 

Bibliografía 

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·        Druetta, G. (s.f.). Situación de América Latina y el Caribe en materia de producción y tráfico ilícito de drogas y delitos conexos. Recuperado el 14 de Septiembre de 2011, de http://www.robertexto.com/archivo7/trafico_dro.htm

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·        Kopp, P. (2003). Political Economy of Illegal Drugs. Cambridge: Routledge.

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·        Wagstaff, A., & Maynard, A. (1988). Economis Aspects of the Illicit Drug Market and Drug Enforcement Policies in the UK. HMSO (Home Office Research Study) (95) . Londres.

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