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La guerra antidrogas, peor remedio que el mal

Fecha: diciembre 5, 2005

El fracaso de la guerra contra las drogas se ha vuelto sabiduría convencional en estos días, no sólo en Estados Unidos sino en buena parte del mundo. Que este fracaso no sea sólo pasado y presente, sino también futuro, es ampliamente reconocido. En ninguna parte es tan cierto como en América Latina, donde un disenso cocinado a fuego lento surge en más rincones de los que pueden contenerse.

Las discusiones entre planificadores y expertos sobre políticas relacionadas con las drogas en el continente americano solían concluir con una recitación acartonada en pro de un mutuo acuerdo de cooperación para reducir el abasto procedente del sur, reducir la demanda del norte, respetar la soberanía y garantizar que el asunto se quedara en el quemador trasero, lejos de los asuntos de coyuntura bilaterales o multilaterales. Esas recitaciones persisten, pero cada vez suenan más huecas.

Ahí está la evidencia. Tan sólo Estados Unidos ha gastado cientos de miles de millones de dólares, ha encarcelado a millones de personas, decomisado muchas toneladas de drogas ilícitas y destruido, directa o indirectamente, cientos de miles de hectáreas en América Latina y en su territorio, y eso únicamente en los últimos 10 años. Ansiosos de justificación, los funcionarios estadounidenses resaltan los descensos en el número de personas que admiten usar cocaína o mariguana, ignorando cínicamente la evidencia de que el abuso de drogas serias y otros problemas relacionados -muerte por sobredosis, infecciones por hepatitis y VIH, por no mencionar los daños sociales y a la salud asociados con la guerra a los narcóticos- se incrementan de manera consistente.

De igual manera, hace pocos años los funcionarios estadounidenses alardeaban de dramáticos descensos en la producción de coca en Bolivia y Perú, sin poner en consideración el hecho de que los productores colombianos cubrían instantáneamente la diferencia. Ahora alardean de los descensos en Colombia, mientras la producción en Bolivia y Perú muestra un repunte. Un análisis reciente de la Casa Blanca informa que los precios al menudeo de la cocaína y la heroína en Estados Unidos están siempre a la baja. Nadie sabe qué tanto está embodegado y el mercado es más y más global. Hay quien dice que es como empujar un globo. Es como pisar mercurio, señalan otros. No es sorpresa, indican economistas: ''estamos lidiando con un mercado de bienes de consumo, no con un virus infeccioso''.

Los líderes de América Latina no están ciegos ante las consecuencias de esta miopía política del gobierno estadounidense. Por 20 años Colombia ha sido como Chicago bajo el dominio de Al Capone, pero 50 veces mayor. Lo mismo puede decirse de las favelas brasileñas, donde los zares urbanos de la droga ostentan casi todo el poder. En México, los nombres de los principales traficantes, y de todos aquellos a quienes intimidan, matan y corrompen, cambian todo el tiempo, pero las historias son las mismas. La pobreza y la desesperación crecen en Bolivia y en Perú entre los campesinos, quienes luchan por alimentar a sus familias; a fin de cuentas plantan lo que sea con tal de sobrevivir. Los problemas de Centroamérica, el Caribe y Ecuador son muy parecidos.

Cuál es la solución. Ciertamente no la política del "garrote y la zanahoria", como le llaman los funcionarios estadounidenses, o la sustitución de cultivos, o la erradicación. Eso se ha intentado y fracasó por décadas. Hay historias de logros muy localizadas, que a fin de cuentas resultan efímeras e irrelevantes ante el gran panorama. "No necesitamos un desarrollo alternativo", dice América Latina. "Necesitamos desarrollo económico." Es muy cierto, pero ni siquiera esa es la respuesta al problema de las drogas. Si así fuera, Estados Unidos -una de las naciones más desarrollada del mundo económicamente- no sería uno de los principales productores de mariguana y metanfetamina. Entre tanto, para una nación pobre no hay mejor manera de atraer la asistencia para el desarrollo otorgada por Naciones Unidas, Estados Unidos y otros países que producir mucha coca y opio ilícitos. ¡Vaya incentivo!

Pero más y más, lo innombrable se nombra y no únicamente tras puertas cerradas, sino en fuerte; y no sólo lo hacen los intelectuales, sino los funcionarios electos y otros dirigentes. Todos tenemos problemas de drogas, dicen, pero la mayoría -la violencia y la corrupción, el empoderamiento de los criminales organizados y la distorsión de las economías, aun las violaciones a los derechos humanos y las depredaciones ambientales- son resultado de las costosas y fútiles políticas prohibicionistas impuestas con eficacia a todos nosotros por el poder gringo.

En junio de 1998 redacté una carta pública dirigida al secretario general de la ONU, Kofi Annan, publicada en The New York Times, que le hacía un llamado a que iniciara un diálogo verdaderamente abierto y honesto respecto al futuro de las políticas globales de control de enervantes. "Creemos", decía en la carta, "que la guerra global contra las drogas está ocasionando más daño que el abuso de las drogas en sí mismo." Los cientos de firmantes incluían a algunos antiguos jefes de gobierno y ministros distinguidos, así como premios Nobel de todo el mundo, pero la lista procedente de América Latina era aún más sorprendente. Los firmantes incluían a anteriores presidentes de Bolivia (Lidia Gueiler Tejeda), Costa Rica (Oscar Arias, premio Nobel), Colombia (Belisario Betancourt), Guatemala (Ramiro de León Carpio) y Nicaragua (Violeta Barrios de Chamorro); a ex ministros de asuntos exteriores de Bolivia (Antonio Araníbar Quiroga), Colombia (Augusto Ramírez Ocampo), Perú (Allan Wagner), Venezuela (Simón Alberto Consalvi) y Nicaragua (el sandinista Miguel D'Escoto Brockman); a los autores Isabel Allende y Ariel Dorfman, de Chile, y al premio Nobel argentino Adolfo Pérez Esquivel. Incluía también a Mario Vargas Llosa, escritor peruano y ex candidato a la presidencia; al ex ministro presidencial de Ecuador, Washington Herrera; al entonces candidato presidencial y hoy presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, y a Jesús Silva Herzog, antiguo embajador mexicano en Estados Unidos. También a Diego Arria, antiguo representante venezolano en Naciones Unidas.

Desde entonces, algunos líderes latinoamericanos han ido más allá, y hablan abiertamente del asunto de la legalización aun estando en el cargo. "Por qué no simplemente legalizamos las drogas", dijo el presidente de Uruguay, Jorge Batlle, en 2000. "El día que se legalice en Estados Unidos, perderá valor. Y si pierde valor, no habrá ganancias." "Mi opinión", dijo el presidente mexicano, Vicente Fox, en marzo de 2001, "es que en México no es un crimen tener una pequeña dosis de drogas en el bolsillo... pero el día en que se implante la alternativa de liberar de castigo el consumo, tendrá que hacerse en todo el mundo, porque no vamos a ganar nada si México lo hace, cuando continúa la producción y el tráfico de enervantes a Estados Unidos... Entonces, la humanidad la verá (la legalización) como lo mejor en este sentido". "Al final", dijo el ex secretario de Relaciones Exteriores Jorge Castañeda, en 1999, poco antes de unirse al gobierno de Fox, "la legalización de ciertas sustancias puede ser la única manera de bajar los precios, y hacerlo puede ser el único remedio para algunos de los peores aspectos de la plaga de la droga: violencia, corrupción y el colapso del imperio de la ley". "Desde el punto de vista colombiano", dijo Jaime Ruiz, asesor principal del presidente Pastrana, es "la solución más fácil. Es decir, sólo con legalizarla ya no tendremos problemas. Probablemente en cinco años ya no habrá ni siquiera guerrillas. Tendríamos un gran país sin problemas."

Estas voces articulan un sentimiento que es penetrante, una voz de enojo y perplejidad ante la hipocresía de Estados Unidos: apóstol global del libre comercio en la mayoría de los casos, pero que cuando se trata de ciertas drogas, un propulsor apasionado de esa antieconomía que parecía haberse desacreditado con la caída del comunismo.

En los hechos, puede parecer tan absurda la política de drogas estadounidense que mucha gente en América Latina asume que no tiene que ver con éstas, sino más bien es la cobertura para otros intereses económicos y de seguridad, o simplemente otra manera de subyugar y humillar a las naciones más débiles. Algunas veces, las estrategias de la guerra contra los estupefacientes se eslabonan con otros intereses estadounidenses -como el actual deseo de suprimir a los insurgentes de izquierda y proteger los suministros de petróleo de Colombia-, pero es importante que los latinoamericanos se percaten de que Estados Unidos se pone realmente un poco loco cuando se toca el asunto de las drogas. La misma fe cuasi religiosa en la abstinencia que produjo la prohibición del alcohol en aquel país sigue vibrando hoy, pero el "demonio del ron" de antaño se ha sustituido por la mariguana, la cocaína, la metanfetamina y cualquier otra cosa que tiente a los jóvenes y excite a los medios de comunicación. La guerra estadounidense contra las drogas puede provocar proporcionalmente mayor daño en los países más pequeños, pero la víctima más grande, en términos absolutos, es Estados Unidos.

Los razonamientos referentes a la política de drogas puede provocar los más extraños acercamientos. Qué tienen en común el premio Nobel de Economía Milton Friedman y el ex secretario del Tesoro y de Estado George Shultz, con izquierdistas políticos, como Evo Morales, de Bolivia, o Lula, en Brasil. Que todos ellos piensan que la política estadounidense hacia las drogas está ocasionando más daño que bien. Lo curioso es que Friedman y Shultz sean más radicales en sus propuestas de solución.

Pero no importa qué tanto sentido tenga la legalización en América Latina, hoy es inconcebible y tiene un futuro incierto. Siendo realistas, ningún país -de hecho, ningún grupo de naciones- podría legalizar la cocaína o la heroína unilateralmente. Hacerlo significaría caer en un estatus de parias en la sociedad de naciones, y ser sujetos a posibles sanciones draconianas.

La mayoría de los latinoamericanos que conozco simplemente levantan los brazos con frustración. Recemos, dicen, por que surjan nuevas drogas sintéticas que eliminen la demanda de exportaciones ilícitas de la región. Pero dicho ruego se ha expresado por décadas y no ha tenido respuesta. Aun con la diseminación del éxtasis, la metanfetamina y los opiáceos sintéticos en Estados Unidos y otros países, no hay descanso para América Latina.

Es claro que no hay respuestas fáciles ni soluciones rápidas. Pero eso no significa que la única alternativa sea el desconsuelo. Permítanme sugerir 10 pasos que pueden ser de utilidad.

Primero, ¡abrir el debate! Los funcionarios estadounidenses se empeñan en mantenerlo cerrado, tanto en su país como en el exterior. Los informes de los expertos se suprimen, se cancelan las conferencias, no se invita a los críticos o se les cancela la invitación. Las agencias de Naciones Unidas, OAS y otras organizaciones internacionales no se atreven a involucrarse en los asuntos reales, mientras que el zar antidrogas en Estados Unidos evita cuidadosamente el debate con los críticos informados. Los funcionarios estadounidenses temen que permitir la crítica a las políticas del país sería tanto como legitimarla, y los más listos saben que tales políticas son indefendibles. Pero los latinoamericanos no tienen por qué plegarse a esta campaña de censura. Son mejores las políticas que surgen de un debate vigoroso, abierto e informado.

Segundo, hay que recordar que suena bien que exista mejor cooperación entre los mecanismos para hacer cumplir la ley y otras agencias, pero a fin de cuentas resulta irrelevante para responder a los problemas más fundamentales. De hecho, poner constantemente el foco en "mejorar la cooperación" puede resultar contraproducente, en tanto que distrae a los planificadores y los hace enfocar el proceso en vez de la sustancia de una política de drogas. La policía, los procuradores y otros implicados en el cumplimiento de las leyes relativas a los enervantes son muchas veces los últimos en pensar críticamente acerca de estas leyes. Muchos las respaldan instintivamente, y es común que favorezcan cualquier legislación nueva que mejore su capacidad de hacer cumplir las disposiciones viejas, sin preguntarse, para empezar, cómo o por qué fueron aprobadas; si siguen teniendo pertinencia o si en realidad hacen más daño que bien. Ese no es su trabajo, a fin de cuentas.

Otros pasos útiles en la guerra antidrogas serían los siguientes: Tercero, hay que conocer la historia de por qué y cómo es que las naciones latinoamericanas asumieron la prohibición de las drogas. Aquellos que indaguen se encontrarán con que muchas leyes relativas fueron aprobadas en respuesta a presiones del gobierno de Estados Unidos y no por los problemas locales en el abuso de drogas. Encontrarán que no se encargaron estudios que determinaran cuál sería el impacto de prohibir drogas que casi nadie consumía en ese tiempo. Y encontrarán que los alegatos supuestamente científicos en torno a la coca y la mariguana que se invocaron al criminalizarlas en las leyes locales -e incluirlas en los convenios globales antidrogas de hace décadas-, no se basaban en ciencia real, sino en una seudo ciencia, en el racismo y el prejuicio.

Cuarto, hay que cambiar la retórica. La guerra contra las drogas no es una política que busque controlar los mercados de la droga o el uso de la misma. Es una política de prohibición, de la misma manera en que la Prohibición del alcohol lo fue en Estados Unidos. No representa la forma máxima de la regulación, sino la abdicación de ésta, ya que pone eso que no puede suprimirse en las manos y en los bolsillos de aquellos que quieren sacar provecho del mercado negro. La Prohibición terminó en 1933 porque la mayoría de los estadounidenses estableció una clara distinción entre los malos usos del alcohol -aquellos que se confiaba que la Prohibición resolvería- y los problemas generados por la Prohibición misma. Se llegó al entendimiento de que la Prohibición no había podido resolver los problemas del alcohol y sí había generado otra serie de problemas: violencia, crimen organizado, corrupción, la proliferación de los mercados negros, el escalamiento en el desprecio por la ley y un alcohol clandestino aún más dañino.

Es necesario que la gente haga las mismas distinciones hoy. A los funcionarios estadounidenses les gusta hablar de un "gran problema de drogas" para oscurecer el hecho de que muchos de los problemas relativos de hoy, especialmente en América Latina, son resultado no de las drogas per se, sino de su prohibición. Los gobiernos latinoamericanos no tienen más alternativa que colaborar con esta fallida política, pero al menos podrían comenzar a cambiar la retórica de su colaboración. Estamos comprometidos, podrían decir, en ayudar a Estados Unidos en el cumplimiento de sus políticas de "prohibición de drogas". Cuando los principales medios de comunicación comiencen a referirse a la política de drogas como una "prohibición de las drogas", y comiencen a distinguir entre los daños que éstas ocasionan, de los daños de la prohibición, no sólo en sus editoriales, sino en su cobertura periodística, eso podrá marcar el principio del fin de la guerra a las drogas.

Quinto, pongan atención a Canadá, donde el debate sobre la política relativa a las drogas evoluciona rápidamente en los últimos años. Una comisión del Senado canadiense hizo un llamado a legalizar la cannabis e impulsar otras importantes reformas en su política de drogas; subsecuentemente, una comisión parlamentaria ofreció algunas recomendaciones, un tanto más cautelosas, en torno a estas reformas. Incluso el primer ministro afirmó que era momento de hacer un cambio. Las ciudades canadienses están debatiendo y adoptando medidas de reducción de daños, mismas que Europa occidental comenzó en los noventa. Si Canadá logra hacer algo por el estilo, también podrían hacerlo México, Brasil y otros. No debería ser tan difícil insistir en que las políticas de drogas se basen en un sentido común anclado en la ciencia, la salud y la economía, y no en el prejuicio, el miedo y la ideología de la abstinencia.

Sexto, reconocer y emprender la alianza potencial -política y conceptual- no sólo con Canadá, sino con crecientes segmentos de Europa, así como con Australia, Nueva Zelanda y otros. Estos lugares del mundo adoptaron muy pronto las políticas de "reducción de daños" en los ochenta y a principios de los noventa, con el fin de reducir la diseminación de VIH/sida entre los usuarios de drogas inyectadas. Las políticas incluían contar con mayor disponibilidad de jeringas estériles para reducir la costumbre de compartir agujas entre los adictos, expandir los tratamientos con metadona y otros, establecer programas de investigación que le proporcionen heroína farmacéutica a aquellos imposibilitados de abandonarla, y trabajar directamente con los usuarios de drogas para reducir las sobredosis y la conducta antisocial. Panorámicamente podemos decir que aquellos países que han emprendido políticas de reducción de daños tuvieron más logros en reducir el VIH/sida, la hepatitis y otras enfermedades infecciosas reduciendo también la criminalidad y las disfunciones relacionadas con las drogas, que aquellos países que no cuentan con estas políticas. Hoy uno encuentra más respaldo a la idea de la reducción de daños en Brasil, Argentina y otros países latinoamericanos como respuesta a sus propios y crecientes problemas relacionados con el uso ilícito de drogas.

La noción de una reducción de daños se originó como aproximación de salud pública encaminada a reducir los daños del uso de drogas entre la gente imposibilitada para abandonarlas. Pero hoy, la reducción de drogas se define más ampliamente como un intento estratégico por reducir las consecuencias negativas del uso de drogas y de su prohibición, reconociendo que ni la prohibición ni el uso desaparecerán en el futuro inmediato. Queda implícito en este enfoque el reconocimiento de que tratar el problema de las drogas como un problema ante todo criminal genera más daño que bien. Subyace también la comunalidad de perspectivas entre aquellos países donde el aspecto más mortífero de la política de drogas es la expansión del VIH/sida y aquellos donde el crimen organizado, la corrupción y la violencia representan los daños principales. En 1985, el gobierno conservador de Margaret Thatcher concluyó que "la diseminación de VIH es un mayor peligro a la salud individual y pública que el mal uso de las drogas. En concordancia con lo anterior, los servicios que intenten minimizar conductas propendientes a reducir los riesgos del VIH deben tomar preminencia, por todos los medios a nuestro alcance, en los programas de desarrollo". El tiempo para que los líderes latinoamericanos alcanzaran una conclusión semejante ya pasó: que los daños de la prohibición de las drogas son un riesgo mayor en las sociedades latinoamericanas que el mal uso de las drogas, y que todos los esfuerzos encaminados a reducir tales daños deben tener preminencia en las políticas gubernamentales.

Son muchas las implicaciones para América Latina, pero tal vez la principal es la oportunidad de pensar de nuevo cómo lidiar con la coca y la cocaína. ¿Habrá un punto intermedio entre la prohibición abierta, que ha provocado tantos estragos, y la franca legalización que no parece posible políticamente en el futuro próximo? Consideren el sistema de "cafés" holandeses, que emergió como un modelo de facto para regular la venta al menudeo de la cannabis, a pesar de la prohibición de jure; o los recientes avances en Suiza que buscan otorgar licencias a la producción y distribución de la cannabis, o la proliferación de los ensayos de mantenimiento de heroína en Europa y ahora en Canadá -que tratan de reducir los daños de la adicción a la heroína ilícita. Ninguno de estos casos proporciona respuestas específicas para lidiar con la coca y la cocaína en el contexto sudamericano, pero pueden servir de inspiración y estímulo para diseñar modelos de regulación de facto.

Séptimo, acelerar los esfuerzos por relegitimar o legalizar la producción, venta y consumo de productos derivados de la coca, es decir, productos con pequeñas cantidades de cocaína. Millones de personas en Bolivia y Perú mascan hojas de coca diario, un proceso que suelta pequeñas dosis de cocaína en el cuerpo. La Organización Mundial de la Salud ha concluido que mascar hojas de coca no es dañino y que tal vez sea benéfico para la salud. Muchos millones más consumen infusiones de coca o tónicos y otros productos derivados de la coca. Hay muchas razones para pensar que estos productos, incluidas tabletas y gomas de mascar, podrían venderse bien internacionalmente, y que no serían más adictivos y tal vez serían menos dañinos que los productos cafeinados con los cuales competirían. Es tiempo de emprender una campaña para hacer que "le devuelvan la coca a la Coca-Cola".

La prohibición al comercio internacional de los productos derivados de la coca no tiene una base científica. Estudios recientes sobre el uso y la criminalización de la coca y la cocaína a lo largo de un siglo en Estados Unidos dejan claro que ni la retórica antidrogas de entonces ni las leyes penales que surgieron distinguían entre las formas más potentes de la cocaína, que tienen gran potencial para mal usarse, y los productos derivados de la coca y de cocaína de baja potencia, esencialmente benignos que no presentan problemas, o muy pocos. La actual prohibición estadounidense a la importación de infusiones de coca y otros productos derivados, sin importar qué tan benignos sean, al igual que la prohibición estadounidense al cultivo del cáñamo (que es legal en docenas de países) o la venta de productos alimenticios derivados del cáñamo, revela la naturaleza casi religiosa de la prohibición de las drogas en Estados Unidos y en el régimen global de prohibición de drogas.

Octavo, hay que entender que la reforma a los convenios internacionales antidrogas no representa obstáculos insalvables. Los gobiernos europeos se vuelven más creativos y audaces en la interpretación de esos acuerdos para acomodarlos en sus propias innovaciones y reformas relativas a las drogas. Pero existe también un reconocimiento creciente de que los elementos prohibicionistas en los convenios antidrogas representan parte del problema, no de la solución. Estos convenios deben, a fin de cuentas, ser revisados o abandonados, pero tal proceso sólo podrá comenzar a partir de interpretaciones creativas de los acuerdos actuales y de hacer excepciones a sus previsiones más problemáticas.

Noveno, no hay que desesperar en cuanto a las perspectivas de reforma en Estados Unidos, pese al ciego entusiasmo del Congreso por aventar dinero a este lavadero en particular. Más y más conservadores piensan que la política de drogas del gobierno de Bush implica un impensable desperdicio de dinero, y algunos la consideran estúpida, cruel y contraproducente. Un movimiento en pro de reformas a las políticas de drogas en Estados Unidos está logrando más cambios en las leyes locales y estatales de drogas, y ha logrado frenar las nuevas iniciativas de combate a las drogas en el Congreso. Las crisis presupuestarias en muchos estados generan presiones para que se recorten lujos tontos tales como la guerra contra las drogas. Esta guerra cuesta unos 40 mil millones de dólares anuales -un montón de dinero, aun para Estados Unidos. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, dice que el problema de las drogas es principalmente un problema de cómo reducir la demanda, no el suministro. El Pentágono, la FBI y la CIA están haciendo recortes en su combate a las drogas y dan un giro hacia combatir el terrorismo. El cambio está en puerta.

Décimo, en América Latina hay que comenzar a actuar y a pensar estratégicamente. Sospecho que si alguien organizara una reunión de todos los presidentes, primeros ministros y secretarios de relaciones exteriores latinoamericanos -actuales y previos- que hayan pensado, hablado en voz baja o proclamado que la guerra a las drogas es una impostura destructiva (y que tal vez la legalización u otras fundamentales alternativas podrían tener más sentido), el cuarto necesario será pequeño. Pero si se invita a otros miembros de los gabinetes de gobierno y a líderes del Caribe, tal vez sea necesario un auditorio.

Una reunión así demostraría tal vez que este punto de vista no representa la perspectiva de una minoría desviada, sino de hecho un sentimiento mayoritario entre los líderes de la región. En los números halla uno con frecuencia poder, y más aún, valor. No es lo mismo que el gobierno de Estados Unidos ataque a líderes que en lo individual dicen que la guerra a las drogas es como los ropajes nuevos del emperador, a que este sentimiento se exprese colectivamente.

No pienso que haya muchos cambios en América Latina a menos que ocurra una reunión así, pero cuando ocurra podría ser un buen catalizador. El régimen de prohibición a las drogas que evolucionó durante el siglo pasado está podrido hasta la médula. Tuvo que ocurrir la pandemia del sida para provocar las más modestas reformas, pero ahora florece por todo el mundo un respaldo a las medidas de salud pública que tienen su base en los principios de la reducción de daños. No es sólo Europa, también China, Vietnam e Irán. Nadie sabe, entre tanto, qué hacer con Afganistán, cuya economía de drogas ilícitas rivaliza con la de cualquier país del continente americano o tal vez la rebasa. Pero es América Latina la que posee la estatura moral y la masa crítica de liderazgo político necesario para forzar a un replanteamiento de la política global en torno a las drogas en el siglo XXI.



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