
Augusto Pérez Gómez, Ph.D.
Director Corporación 
Nuevos Rumbos
Teniendo en cuenta 
lo que parece ser un consenso global en este foro en lo que se refiere a 
calificar el consumo de sustancias psicoactivas de ‘enfermedad adictiva’, me 
temo que me encuentro completamente en contravía con la mayoría. Porque la 
realidad es que, aun cuando en los pocos minutos que tengo no es posible 
demostrar nada, sí puedo comenzar diciendo que el concepto de enfermedad 
aplicado a la problemática de las drogas y el alcohol no se apoya en ninguna 
clase de desarrollo científico; es, más bien, el producto de los éxitos de la 
medicina a finales del siglo XIX, que llevaron a pensar que todo lo negativo y 
‘desagradable’ en los humanos era producto de una ‘enfermedad’, y que por lo 
tanto tenía cura. Históricamente es probable que el más célebre de los debates 
que puedan ilustrar mi punto sea el que tuvo lugar hacia 1890 entre el célebre 
neurólogo francés Jean-Martin Charcot (quien fuera profesor de Freud) y su 
colega de Nancy Hyppolyte Bernheim a propósito de la explicación de la histeria 
y de la hipnosis: Charcot aseguraba que ambas eran el resultado de lesiones en 
el cerebro, mientras que Bernheim decía que tanto la histeria como la hipnosis 
eran el resultado de procesos de sugestión, y que él 
podría hacer aparecer y desaparecer los síntomas de histeria a través de la 
inducción de hipnosis, lo que procedió a hacer en varias sesiones publicas. 
Luego de su fracaso en encontrar lesiones en los cerebros de personas 
susceptibles a la hipnosis o afectadas de histeria, Charcot reconoció que era 
Bernheim el que tenía la razón; esto no impidió, de todas formas, que durante 
los siguientes 80 años la histeria siguiera siendo considerada como una 
enfermedad.
           
El hecho concreto es que no existen explicaciones 
neurológicas, fisiológicas o genéticas para decir que los comportamientos 
agrupados bajo el concepto de ‘adicciones’ 
sean realmente una enfermedad: tales criterios, que 
incluyen una etiología conocida, un curso o evolución definidos y un eventual 
tratamiento, son muy variados de una persona a otra. Es más, si el consumo de 
sustancias fuera una ‘enfermedad’, sería la única cuyo tratamiento es 
fundamentalmente psicológico. En otras palabras, el asignarle a estos problemas 
el rótulo de enfermedad es solamente el resultado de especulaciones, que pueden 
tener cierto efecto positivo, como ocurrió en el caso del alcoholismo, que pasó 
de ser una ‘perversión moral’ 
a una ‘enfermedad’ en los años treintas del siglo 
pasado.
           
Personalmente, creo que la definición de un 
trastorno como enfermedad o no enfermedad con frecuencia está asociado a 
circunstancias sociales, políticas y económicas de ciertos personajes en 
posición de poder; si tal fue el caso de Charcot, el más prestigioso neurólogo 
de su época, igual podría decirse de Nohra Volkov, directora del National 
Institute on Drug Abuse (NIDA) de los Estados Unidos, quien viene prometiendo 
desde hace algunos años la vacuna que resolverá definitivamente el problema para 
los consumidores de cocaína, y quien es una de las más decididas defensoras de 
la idea de que el consumo de drogas es una enfermedad.
           
El concepto de enfermedad es una construcción 
cultural de múltiples significados; algunas de las escuelas más notables son la 
ontológica y la funcionalista; la primera afirmaría que las enfermedades son 
entidades claramente identificables, como ocurre en el caso de las infecciones, 
mientras que la segunda diría que se trata de desórdenes de un sistema. Ambos 
enfoques tienen dificultades para explicar satisfactoriamente la globalidad de 
lo que se conoce como enfermedad, pero el caso concreto es que las llamadas 
adicciones serían unas enfermedades para las que la medicina no solamente no 
ofrece tratamiento, sino que tampoco puede explicar adecuadamente una etiología 
ni un pronóstico.
           
Mi punto de vista personal coincide con el de John 
Booth Davies, quien en un célebre libro titulado “The Myth of Addiction” (1997), 
plantea una hipótesis muy simple que trata de demostrar a lo largo de todo el 
libro: las personas que consumen drogas lo hacen porque quieren, y no dejan de 
hacerlo porque no encuentran suficientes razones para ello. A pesar de su 
aparente simplicidad, esta hipótesis podría ser una de las poseedoras de un 
mayor capital explicativo, y coherente con el principio epistemológico de la 
parsimonia. En el caso que nos interesa lo que se tiende a hacer es a crear una 
identidad de situaciones con base en un rasgo común: los comportamientos 
compulsivos; por ello se habla entonces de adicción a las drogas, adicción al 
sexo, adicción al Internet… ad infinitum. Pero se olvida que hay una explicación 
mucho más convincente: los rasgos humanos se distribuyen fundamentalmente en una 
curva de Gauss, es decir, en un extremo se encuentran personas que poseen una 
habilidad, una predisposición, una sensibilidad o un interés, en un grado muy 
bajo, mientras que en el otro extremo se ubican personas que tienen esos mismos 
rasgos en un grado muy elevado. Esto se puede aplicar a la sensibilidad musical, 
el interés por el sexo, el olfato, el interés por las matemáticas o la habilidad 
para pintar. Simplemente tendemos a decir que se trata de “enfermedades” cuando 
la expresión de ese rasgo no nos gusta y aparece particularmente exagerada. Todo 
esto apoya, además, el mito de las “enfermedades incurables” puesto que en 
general estos rasgos son difíciles de modificar.
           
A todo lo anterior se añade la aparición de nuevos 
mitos, como el de la ‘comorbilidad’, al cual se le ha dado una enorme 
importancia en los últimos años, olvidando que en la gran mayoría de los casos 
los trastornos que aparecen asociados con el consumo de drogas son el resultado 
y no la causa de ese consumo, de manera que tienden a desaparecer una vez que se 
suspende el consumo. Algunos ejemplos son la depresión asociada al consumo de 
alcohol, la desmotivación profunda asociada al consumo crónico de marihuana, o 
los trastornos psicóticos asociados al consumo de anfetaminas o de cocaína.
           
Estas afirmaciones no significan que se niegue la 
posibilidad de que una persona que consume drogas se enferme: de hecho 
prácticamente cualquier comportamiento abusivo puede provocar enfermedades: 
desde tomar agua hasta trotar, o jugar a la ruleta rusa. Lo que me parece 
difícil de aceptar es que la explicación de la aparición de un comportamiento 
exagerado tenga que ser la pre existencia de una enfermedad.
El cuadro relativamente escéptico que he presentado se completa con la constatación de que en los últimos diez años ha habido muy pocos avances en el tratamiento de las personas afectadas por el consumo de sustancias psicoactivas. Y en particular se observa que ninguno de esos avances va en la dirección de una confirmación de que el consumo de drogas pueda tener alguna relación con una “enfermedad”.