Drogas ilícitas, crimen transnacional y gobernabilidad local en el mundo globalizado

 


 

 Bernardo PÉREZ SALAZAR* 

El régimen prohibicionista de las drogas

            Hace pocos años, la Convención Única sobre Drogas Narcóticas de 1961 cumplió 4 décadas de vigencia. En su momento fue presentada como un consenso internacional para reemplazar los numerosos tratados vigentes hasta entonces, con un sistema universal de control del cultivo, manufactura, exportación, importación, distribución, comercio y posesión de sustancias psicoactivas, entre ellas, los derivados del opio, la coca y el cañamo índico (marihuana y hachish). Es poco frecuente que en relación con el tema del “narcotráfico”, se mencione que todas estas sustancias tienen en común el hecho de provenir de plantas útiles de uso cultural, medicinal y religioso extendido y socialmente controlado en muchas sociedades no-occidentales desde tiempos remotos. Tampoco lo es el hecho de que el origen del comercio en torno a estas plantas útiles y sus derivados, proviene de su apropiación como fuente de renta fiscal para financiar las administraciones coloniales implantadas en estas sociedades por las potencias europeas durante la segunda mitad del milenio pasado. Los derivados opiáceos provenien de la amapola (Papaver rhoeas), extensamente cultivada en la India e Indonesia bajo las administraciones coloniales de Inglaterra y Francia, la cocaína proveniente del arbusto de la coca (Erythroxylum coca) cultivada ancestralmente en los países andinos de América del Sur desde tiempos precolombinos, cuya hoja fue frecuentemente utilizada durante la Colonia en muchos lugares como medio de pago de mano de obra, y el hachísh y la mariguana proveniente del cáñamo índico (Canabis sativa) que los españoles y británicos intentaron introducir sin mucho éxito en la Nueva Granada, Nueva España y Jamaica, y cuyo consumo tradicional en Marruecos y Tunicia fue regulado y explotado fiscalmente por las autoridades coloniales francesas[1].

            Llama la atención que aun cuando la Convención de 1961 contempla más de 100 sustancias provenientes de plantas útiles distribuidas en cuatro listas, cada una bajo un régimen de control distinto, sustancias comparables de uso extendido en Occidente como el alcohol, el tabaco y los fármacos psicotrópicos producidas por empresas del “primer mundo” lograron evadir dichas listas. Diez años más tarde, en 1971, la Convención sobre Sustancias Psicotrópicas propuso controlar el “uso licito” de sustancias sintéticas como las anfetaminas, LSD, «ecstasy», valium, entre otras, mas no su manufactura, exportación, importación, distribución, comercio o posesión. Dada la sobrecogedora presencia de los intereses de las farmacéuticas norteamericanas y europeas en las negociaciones la Convención de 1971, los controles establecidos resultaron mucho más laxos que los contemplados en la Convención de 1961 y su alcance quedó restringido a algunas medidas destinadas a prevenir su “desvío hacia canales ilícitos”, garantizando la disponibilidad de estas sustancias para uso médico y científico.

            Varios efectos de la Convención de 1961 han sido duraderos. Entre ellos cabe destacar el acuñamiento impreciso y difundido del término “narcótico” para referir una variedad disímil de sustancias que actúan de modo diverso sobre la función psíquica. Los narcóticos propiamente son aquellas sustancias que producen sopor, relajación muscular y embotamiento de la sensibilidad, como es el caso del cloroformo, el opio y la belladona, entre otros. La cocaína,  el hachís y la mariguana pertenecen a otro género de sustancias excitantes que producen euforia y alucinaciones sensoriales. Este protuberante equívoco de léxico consignado en el título mismo de la Convención de 1961 es emblemático de la precaria comprensión científica y técnica que desde entonces ha permeado las deliberaciones en torno al control de estas sustancias y sus efectos sobre la salud y el bienestar humanos.

            Otra consecuencia de la Convención de 1961 que ha perdurado desde que entró en vigencia es su enfoque prohibicionista, también emblemático de la atmósfera de “doble moral” que predominó durante los años 50 y 60, cuando tuvo lugar el grueso del proceso de descolonización del mundo por parte de las potencias europeas. Por una parte, durante este período se dio la prohibición legal de bienes culturales tradicionales asociados con grupos étnicos subordinados –en el caso colombiano, la chicha de grano fermentado– para ser sustituidos por bienes de origen industrial más “higiénicos” como el licor destilado, cuyo monopolio se constituía en una renta Departamental de la mayor importancia.

De otra parte, si bien para entonces la noción de “racismo” había adquirido una connotación negativa en el escenario mundial a raíz de la reciente experiencia catastrófica con el nazismo, el prohibicionismo como estrategia para controlar aquellas sustancias psicoactivas provenientes del mundo colonizado deja entrever una asociación prejuiciada entre su uso y “características pre-modernas de los pueblos no occidentales”, que ciertos círculos de poder occidentalizados calificaron como “obstáculos morales para su desarrollo”.

Jeremías Repizo Cabrera, un joven médico de la Universidad Nacional de Colombia, refiere el problema de los mascadores de coca en el Huila en una publicación del Ministerio de Higiene de 1947, en los siguientes términos:

“…Por lo común, los hijos de los viejos masticadores son idiotas y degenerados. Son una pesada carga para el Estado. Fácilmente sugestionables, se les induce sin dificultad a la comisión de crímenes espantosos. Su moral es la fuerza del instinto. Si no tienen coca, ni dinero para conseguirla, hurtan, roban, hacen cosas increíbles para conseguirla… Y por sobre todas las cosas, [el indígena] es mentiroso. Torpemente, estúpidamente mentiroso. La idiotez es su patrimonio común”[2]

            Pero quizás el efecto más visible y duradero desde la vigencia de la Convención de 1961 ha sido el crecimiento continuado del tráfico internacional de sustancias prohibidas. Desde entonces, la Convención quedó amarrada al compromiso de eliminar la demanda de derivados opiáceos en un plazo de 15 años y la demanda de cocaína en un plazo de 25 años. Sin embargo en 1999, casi 40 años después, el Informe Mundial de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas estimaba que el tráfico mundial del drogas ilícitas anualmente era del orden de US$ 400 millardos, una magnitud semejante al tamaño de la economía española y equiparable a cerca del 8% del valor del comercio mundial registrado anualmente.

            El crecimiento del tráfico internacional de drogas ilícitas tampoco se alteró con la suscripción de la Convención sobre Tráfico Ilícito de Drogas Narcóticas y Sustancias Psicotrópicas en 1988, cuyo propósito fue integrar medidas más comprehensivas para combatir el tráfico de drogas, entre ellas, controlar el lavado de dinero y la desviación de precursores químicos utilizados para manufacturar drogas ilícitas. Además, la nueva convención contempló acuerdos de asistencia legal mutua e incrementó el nivel de exigencia de las obligaciones contraídas por los países en la aplicación de sanciones penales para combatir todos los aspectos de la producción, posesión y tráfico de drogas[3].

Pero aún con la Convención de 1988, y a pesar de que a lo largo de los años 90 EE.UU. incrementó constantemente el gasto destinado a la “guerra contra las drogas” hasta llegar a su nivel presente del orden entre los US$ 35–40 millardos por año, el gramo al detal de cocaína en los EE.UU a precios corrientes entre 1990 y 2000 bajó en promedio de US$ 152 a US$ 112[4].

            Por su parte, un informe reciente de la Oficina de las Naciones Unidas sobre Drogas y Crimen acerca de las tendencias globales del las drogas en el mundo, señala que si bien hay un estancamiento en el consumo de cocaína y heroína en EE.UU. y Europa, es visible el incremento en el consumo de heroína en Asia Central y Rusia, al igual que de cocaína en América Latina. El informe señala preocupación por un constante incremento en el consumo de mariguana y hachísh en todo el mundo, pero la mayor consternación la constituye un renovado crecimiento en el consumo de drogas sintéticas como las anfetaminas y «ecstasy»[5]. El consumo de estas sustancias tuvo un incremento espectacular durante los años 90 en Europa y EE.UU., país donde entre 1992 y 1997 el número de admisiones a centros de tratamiento por esta causa saltó de 20.000 a 70.000 al año. Después de un período entre 1998 y 1999 en el que se registró una disminución en la incautación de drogas de este género, a partir de 2002 las cantidades volvieron a incrementarse en Europa y particularmente en el sureste asiático, pero sobre todo, en el Extremo Oriente. Según estima la agencia anti-droga de EE.UU., redes de traficantes con base en Birmania­ producen anualmente cerca de 800 millones de dosis de anfetaminas, de las cuales apenas se logró incautar 27 millones en 2000 y 31 millones en 2001[6].

Las organizaciones de crimen transnacional

            La otra cara del fenómeno de crecimiento incontrolado del tráfico ilegal de drogas bajo el régimen internacional prohibicionista implantado por las convenciones sobre tráfico de drogas ilegales, es el florecimiento y robustecimiento de organizaciones criminales cada vez más poderosas. Aun desde antes de la entrada en vigencia de la Convención de 1961, los mercados de drogas ilícitas ya eran utilizados para financiar fondos secretos destinados a sostener un sinnúmero de enfrentamientos abiertos entre los aliados regionales de las grandes potencias durante las Guerra Fría, y dieron origen a muchas de las organizaciones criminales de índole transnacional del presente. Los contrainsurgentes de Tíbet, entrenados por la Agencia Central de Inteligencia de los EE.UU. –CIA– en los años 50, llegaron a ser los jefes de los imperios de la heroína en el Triangulo de Oro en el sureste asiático, desde donde hoy se maneja el mercado mundial de anfetaminas. En EE.UU., en Miami y el área de New York/New Jersey por ejemplo, el contrabando de cocaína financió actividades de grupos de cubanos anti-castristas desde principios de los años 60. En Vietnam y Camboya, la CIA trabajó en muchas oportunidades en contubernio con traficantes de opio. En los años 80, la guerra civil en Líbano al igual que la guerra contrainsurgente en Nicaragua, fueron financiadas en gran parte a través de rendimientos provenientes del tráfico de drogas ilícitas. La alianza afgano-pakistaní orquestada por la CIA en la guerra contra la Unión Soviética, también estuvo permeada por traficantes de drogas ilícitas. Aún después del final de la Guerra Fría, el Ejército de Liberación de Kosovo ostentaba nexos cercanos con traficantes de heroína[7].

            Por eso es significativo que hoy día la misma CIA señale que las organizaciones y redes criminales que controlan la mayor parte de los mercados e ingresos ilegales en el mundo están asentadas en América del Norte, Europa Occidental, China, Colombia, Israel, Japón, México, Nigeria y Rusia, ­y  estime que su actividad continuará en expansión en el mundo durante las primeras décadas del siglo XXI[8].  Se trata de redes criminales transnacionales estructuradas como organizaciones descentralizadas y altamente flexibles, que manejan extensos contactos entre los cuales se incluyen tanto empresas legales y autoridades de gobierno, como redes o anillos criminales locales en numerosas lugares del mundo.

            Las más sofisticadas entre estas organizaciones transnacionales del crimen exhiben una gran capacidad de gestión empresarial con un nivel superior de especialización a su disposición, por medio de redes de contactos en capacidad de responder con flexibilidad a las oportunidades concretas y las condiciones específicas de cada “negocio”. Así, tienen acceso privilegiado a fuentes de apoyo financiero con disponibilidad inmediata, al igual que una capacidad de respuesta inmediata a nuevas oportunidades que les brindan tasas de retorno muy superiores al promedio, explotando con agilidad diferenciales de precios en ámbitos internacionales, demandas insatisfechas o ventajas de costos derivadas del robo de propiedad física –automóviles, obras de arte, objetos culturales, órganos humanos y material radioactivo enriquecido, entre otros– e intelectual. Circunstancia que permite a estas organizaciones transnacionales establecer relaciones fácilmente con agentes de  la economía legal, y a la vez, hacer uso sistemático de la violencia, el terror  y la corrupción.

            En 1995 la Organización de las Naciones Unidas identificó 18 categorías de “delitos transnacionales”, es decir, en cuya concepción y perpetración al igual que en sus efectos directos e indirectos pueden involucrar a más de un país. Estos delitos son:1) lavado de dinero; 2) actividades terroristas; 3) robo de arte u objetos culturales, 4) robo de propiedad intelectual; 5) tráfico ilícito de armas; 6) secuestro de aeronaves; 7) piratería marítima; 8) fraude a aseguradoras; 9) crímenes por medio de computadoras; 10) crímenes ambientales; 11) trata de personas; 12) tráfico en órganos humanos; 13) narcotráfico; 14) bancarrota fraudulenta; 15) infiltración de negocios legales; 16) corrupción; 17) soborno de funcionarios públicos; y 18) soborno de dignatarios de partidos políticos.

            Algunos expertos, entre ellos Alain Labrousse[9] sugieren que esta diversificación en la naturaleza y tipo de actividades por parte de las organizaciones criminales transnacionales a lo largo de los años 90, es la respuesta de ajuste a los violentos embates dirigidos contra los grandes carteles y organizaciones criminales por parte de los cuerpos de represión internacionales y nacionales durante esa década, que llevaron al desmantelamiento, auto-disolución o reorganización de un gran número de este tipo de organizaciones. 

            En consecuencia, el tráfico de drogas se desplazó a una infinidad de pequeños grupos de mediana importancia, mientras que las organizaciones criminales de “más alto vuelo” se han dedicado a otros “delitos transnacionales”. Los estimativos del monto de dinero lavado en los circuitos financieros internacionales son del orden de entre US$ 800 millardos y US$ 2 billones al año, lo que podría representar entre 2 y 5% del producto bruto anual de la economía mundial. La corrupción administrativa, cuyo costo anual para la economía mundial es del orden de los US$ 500 millardos, sería casi del mismo orden de magnitud que el del tráfico de drogas ilícitas. Rubros “menores” entre los delitos transnacionales incluyen: 1) la disposición ilegal de materiales tóxicos y riesgosos (US$ 10-12 millardos al año); 2) piratería de propiedad intelectual (US$ 10 millardos); 3) otro tanto en robo de automóviles en EE.UU. y Europa; 4) trata  y tráfico transnacional de personas (US$ 7 millardos),  y; 5) tráfico ilegal de armas (US$ 1 millardo), entre otros[10].

            En resumen, el surgimiento de estas jugosas oportunidades de lucro ha llevado a sus “operadores” a delegar las actividades criminales más riesgosas a aquellos grupos dispuestos a correr con esos riesgos. En muchos casos, estos grupos son ejércitos privados o insurgentes, que han desarrollado exitosamente estrategias de “guerra asimétrica” para combatir las fuerzas militares convencionales del Estado y controlar territorios estratégicos por fuera del control de gobiernos sujetos a obligaciones convencionales de tipo internacional.

Por consiguiente, estos territorios son manejados como santuarios para la producción y transporte de drogas, personas tratadas, residuos tóxicos, mercancías robadas, para la comisión de otros ilícitos como el secuestro, la extorsión, la  apropiación de transferencias de públicas a gobiernos locales, y, para la protección de toda suerte de prófugos expuestos a la judicialización en tribunales de terceros países. Por medio del control de estos santuarios, en la práctica estos grupos logran una menor exposición a los riesgos típicamente asociados con la actividad criminal, lo cual los convierte en socios estratégicos para las organizaciones de crimen transnacional.

La gobernabilidad  local en el mundo globalizado

            Como se desprende de la anterior combinación de circunstancias –cuyo origen en buena medida se puede rastrear al régimen de drogas prohibicionista como se ha intentado mostrar hasta aquí–, hay un  renacimiento de un fenómeno que había desaparecido hace más de tres siglos: la guerra como negocio lucrativo para empresarios de la violencia. El continuo encarecimiento del aparato militar que tuvo lugar en los albores de la era moderna, con el desarrollo de la artillería, la transformación de la infantería en un cuerpo disciplinado y el incremento en el número de tropas necesarias para articular adecuadamente el uso combinado de infantería, caballería y artillería, determinó que quien no estuviera en capacidad de mantener el paso con estos desarrollos, tuviera que marginarse de la guerra conducida de acuerdo con los principios de “simetría” de las fuerzas en contienda. Por eso a partir de los siglos XVI y XVII el Estado terminó siendo el único actor capaz de correr con los gastos de hacer la guerra[11].

            Sin embargo en el mundo globalizado de la pos-Guerra Fría, las condiciones han variado radicalmente. De acuerdo con las Naciones Unidas, de 550 millones de armas pequeñas y ligeras en circulación hoy en el mundo, sólo el 3%, es decir apenas 18 millones, están en manos de gobiernos y fuerzas militares y de policía regulares. Esta abundancia incontrolada de armas pequeñas y ligeras aunada a la ágil intermediación de organizaciones criminales transnacionales, permite que en el presente los mercados ilegales de armas abastezcan con costos decrecientes ­–en 1986 un AK 47 en Kolova, en África oriental, costaba 15 cabezas de ganado, mientras que hoy cuesta apenas 4­– a más de una treintena de conflictos armados dispersos a todo lo ancho del mundo: en América Latina (Colombia, Perú, México), Asia (Afganistán, Tadjikistán, Uzbekistán, India , Irak, Azerbaiján, Armenia, Chechenia, Georgia, Turquía, Birmania, Filipinas), Europa (ex–Yugoslavia, Irlanda, España), y África (Algeria, Sudán, Egipto, Senegal, Guinea-Bissau, Liberia, Sierra Leone, Congo, Congo-Brazzaville, Chad, Uganda, Angola, Somalia, entre otros)[12]. Se estima que a diario en su conjunto estos conflictos dejan además de otros múltiples daños,  cerca de 1.000 muertos directos, en su gran mayoría mujeres y niños civiles.

            Así, el mundo globalizado de hoy es testigo del sometimiento de una creciente porción de la humanidad a un modelo de gobernabilidad local análogo al que se extendió durante el medioevo, luego del colapso de las estructuras de poder central del Imperio Romano: un modelo en el cual el control territorial reside en cabeza de caudillos dueños de ejércitos privados y se gobierna por medio del miedo y la desconfianza.

La respuesta de los gobiernos centrales de muchos países al surgimiento de este fenómeno es aún más preocupante: con frecuencia recurren a tácticas cuyo uso fue refinado por el regimen nazi durante la primera mitad del siglo XX, emitiendo  alertas constantes sobre amenazas imprecisas con las que siembran incertidumbre incluso en relación con el vecino de al lado, quien se convierte en una potencial “célula durmiente” implantada por un enemigo omnipresente y malevo para administrar terror y causar la muerte y destrucción a su alrededor.

 Así, mediante la magnificación de una escalada de miedo y desconfianza, los gobiernos centrales corroen el tejido social sobre el cual operan las instituciones políticas públicas democráticas. A medida que crece la sensación de “pérdida de seguridad”,  el ciudadano se inclina por asociar cada vez con mayor nitidez los controles democráticos que fundamentan las instituciones públicas, con la “ausencia de autoridad y la inseguridad”.

            Moises Naím sugiere varias consecuencias preocupantes derivadas a partir de la dinámica por la que atraviesan los modelos de gobernabilidad en el mundo globalizado del presente. Una de ellas es que la expansión de regimenes de gobierno democrático en ámbitos locales descentralizados favorece francamente a las alianzas de organizaciones criminales transnacionales y empresarios de la violencia. Estas alianzas por lo general se encuentran en posición incontestable para manipular la débil institucionalidad de gobierno local en muchos contextos, por medio de la corrupción de autoridades de policía y políticos ávidos de efectivo para financiar sus campañas electorales[13].

            Otro efecto de este fenómeno que poco se advierte y cuyas consecuencias son devastadoras, son los reducidos presupuestos con los cuales deben operar órganos de policía internacional como la INTERPOL para combatir las organizaciones de crimen transnacional. Se trata de una circunstancia que refleja la desconfianza entre las autoridades de gobierno y de policía de algunos países a la hora de compartir información con gobiernos y cuerpos de policía de otros países. Temen que las redes criminales que están combatiendo ya hayan logrado infiltrar tanto cuerpos de policía como gobiernos en esos países, como es el caso reseñado a título de ejemplo por Labrousse en relación con el gobierno mexicano bajo las administraciones de De la Madrid, Salinas de Gotari y Zedillo [14].

            Estas consideraciones llevan a preguntar si en el mundo globalizado de hoy, dominado en muchos lugares por empresarios de la violencia en alianza con organizaciones de crimen transnacional, las instituciones políticas de gobierno democrático en sustancia han cesado de ser una alternativa viable para la gobernabilidad, tanto en ámbitos locales como regionales y nacionales. En vista de la fragilidad de estas instituciones para resistir su captura por este tipo de alianzas, y a la vez, para  garantizar seguridad y estabilidad en el ámbito local, ¿estarán estas instituciones contribuyendo a crear condiciones para que en el futuro, desde el nivel regional y nacional las autoridades de gobierno justifiquen librarse de los mecanismos de control democrático, con el argumento que estos imposibilitan garantizar la seguridad ante la violencia  y el terror?

El paramilitarismo en Colombia: ¿Un anticipo del modelo dominante de gobernabilidad local en el futuro?

 

Recientemente el International Crisis Group[15] –ICG– formuló reparos acerca de las negociaciones del gobierno colombiano con los paramilitares de las Autodefensas Unidas Campesinas -AUC-, por considerar que la expectativa de esta agrupación es obtener el control de vastas regiones del país, lo que a ojos del ICG constituye una propuesta que les permitiría conservar las tierras y otras propiedades ilegalmente adquiridas por medio de la violencia y el terror. De prosperar la negociación sobre estos términos, quizás su resultado represente un “anticipo” del modelo de gobernabilidad local sobre el cual se garantizará la “estabilidad y seguridad” locales en territorios con potencial económico, pero no bien integrados a los circuitos políticos, económicos y sociales en países con Estados débiles, como lo es el colombiano. ¿Cuál será el modelo de gobernabilidad regional y nacional que emergerá de esta negociación, si la pax paramilitar queda en la base del acuerdo definitivo? ¿Qué proporción de los mecanismos de control democrático que formalmente queden enunciados en esos acuerdos, será sustantiva y efectiva?

            Los líderes de las AUC reclaman que el modelo de gobernabilidad local que han forjado en sus regiones de influencia es exitoso y destacan el aporte fundamental de su organización a la estabilidad y seguridad locales. Por lo tanto, manifiestan que no existe justificación para dejarse convertir en “chivos expiatorios” sometidos a una “justicia de vencedores”. Pero el gobierno de EE.UU. reclama otra cosa, al presionar para que los paramilitares sean enjuiciados por su responsabilidad directa en actividades de narcotráfico y la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad.

            No obstante, Washington no puede desconocer que rasgos centrales de la política norteamericana –entre ellos, la política prohibicionista contra las drogas, la oposición al control de producción y tráfico de armas pequeñas y ligeras en el mundo y la instauración por la fuerza de “instituciones democráticas de gobierno” como intentan hacerlo en el presente Afganistán e Irak– tienden a crear condiciones donde el modelo de gobernabilidad de los paramilitares colombianos parece ser la opción más viable para garantizar la estabilidad en ámbitos locales en muchas partes del mundo.

            Parece que es tiempo para que las autoridades norteamericanas repiensen a fondo las opciones de modelos de gobernabilidad local que tienen en consideración para el mundo del futuro, y ajusten sus políticas como corresponda. De continuar con el marco de política vigente, es probable que veamos proliferar el modelo paramilitar colombiano, primero en otros lugares de América Latina y luego en África, Asia Central…

 

 

Bogotá, Agosto de 2004.


 

Bernardo Pérez Salazar (Bogotá, 1958) es comunicador social de la Universidad del Valle con M.A. en planificación del desarrollo regional del Institute of Social Studies (La Haya, Reino de los Países Bajos).  Durante 15 años trabajó en el suroccidente colombiano (Cauca, Nariño Putumayo) en educación no formal de adultos con micro-empresarios, formas asociativas de economía solidaria y organizaciones de base para la gestión ambiental. Entre 1996 y 2000 se desempeñó como subdirector de manejo ambiental y de planificación de la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Sur de la Amazonia ­–CORPOAMAZONIA–, con sede en Mocoa, Putumayo. En el presente se desempeña como investigador docente de la Universidad Externado de Colombia en Bogotá.

 


 

* Universidad Externado de Colombia

[1] Fournier, G. 2002 “Drugs Policiy Under Colonial Time: lessons from tha past”, Global Drug Policy. A Historical Perspective. Senlis: The Senlis Council, en www.senliscouncil.net.; Jelsma, M. and Metaal, P. 2004. “Cracks in the Vienna Consensus: The UN Drug Control Debate” Wola Drug War Monitor, January.

[2] Repizo, J. 1947. “Los mascadores de coca en el Huila”,en Bonilla, G. (recopilador) El problema del cultivo y masticación de coca en Colombia, Bogotá: Ministerio de Higiene de la República de Colombia, citado por López, 2000 “Colombia: de la prohibición a la guerra contra las drogas”, El malpensante, 25, pp.83 -105.

[3] Sinha, J. 2001.“The History and Development of the Leading International Drug Control Conventions,” prepared for the Canadian Senate Special Committee on Illegal Drugs, February .

[4] Naím, M. 2003. “The five wars of globalization”, Foreign Policiy, January/February.

[5] UNODC. 2003. Global Ilicit Drugs Trends 2003, New York: United Nations

[6] Labrousse, A. 2003. “La géopolitque des drogues en 2003”, Futuribles, 289, septembre, pp.3-21.

 

[7] Goff, S. 2000. “Contrainsurgencia estadounidense: Un militar habla”, desde abajo,  suplemento especial, 2, Marzo, pp.17-19.; Labrousse, op. cit.

[8] NIC. 2000. Global Trends 2015. A Dialogue About the Future With Nongovenment Experts. Washington: National Intelligence Council.

[9] Op. cit.

[10] NIC, op. cit.

[11] Münkler, H. 2004. “Las guerras del siglo XXI”, Análisis político, 51, Mayo-Agosto, pp. 3-11.

[12] Naím, op.cit.; Labrousse, op. cit.

[13] Naím, op. cit

[14] Ibid; Labrousse, op.cit.,15. 

[15] ICG. 2004. “Desmovilizar a los paramilitares en Colombia: ¿Una meta viable?”, Informe sobre América Latina, 8, Agosto 5.

 


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