SEMINARIO “Impacto del Glifosato en Colombia”. Caso Zona Cafetera

Ponencia de Unidad Cafetera. Aurelio Suárez Montoya

Manizales, mayo 21 de 2003

“POR UNA SOLUCIÓN DEMOCRÁTICA Y SOBERANA PARA EL CULTIVO DE ILÍCITOS EN LA ZONA CAFETERA”


 

 

 

  1. ¿Quién lo iba a pensar?

 

Parece una pesadilla. ¿Quién iba a pensar que Manizales, cien años después de uno de los periplos más fecundos de la industria del café, cuya expansión tuvo epicentro en estas tierras, iba a ser la sede de un evento académico y social en torno a las fumigaciones tóxicas por vía aérea sobre cultivos de coca sembrados por caficultores empobrecidos?

 

Quien ignore la historia del café no entenderá nada sobre lo trascendente del hecho que hoy aquí nos congrega. Pero quienes la hemos vivido de manera palpitante en los últimos 30 años, con sus renovaciones tecnológicas, sus bonanzas y las decenas de millones de dólares aportados al progreso de la nación, con sus características propias de cultivo colonial y producto básico, frente a políticas públicas siempre ingratas, con un cultivo sometido a las manipulaciones ejercidas por los consorcios multinacionales y financieros que controlan el mercado global, con los pactos de cuotas, con las crisis, con las “heladas”, con la broca y la roya, con la “Guerra Fría”, con el neoliberalismo impuesto en la última década, y, finalmente, con la ruina de centenares de miles de familias, podemos afirmar que sólo muy pocos llegaron a imaginar que “se iba a llegar tan abajo” en el devenir del primer producto agrícola nacional y emblema de la patria. 

 

Tan insólito como lo anterior resulta que entre los protagonistas caldenses de ayer y de ahora existan concurrencias. Tan loables las unas como execrables las otras. Loables aquellas que nos permiten plantear abiertamente la necesidad de un frente amplio en defensa de la soberanía económica y de la producción nacional. Execrables aquellas otras, alineadas hoy detrás del ministro del Interior e infausto pregonero de la “lluvia de glifosato”, inusitadamente vástago de quien otrora, en compañía de Fabio Trujillo Agudelo, se consagró como el más aguerrido defensor de los productores de café de Colombia, de todos ellos sin distingo, el Doctor Fernando Londoño y Londoño. ¿Qué sentirá en la tumba este Cid Campeador cafetero oyendo las destempladas amenazas filiales? Y qué dirá en la tumba el Doctor Fernando Londoño y Londoño del hoy ministro del Interior, pretendido heredero de las virtudes cafeteras y quien, durante un foro en Pereira, hace diecisiete años, exhortara a Colombia a producir quince millones de sacos, y que es el mismo que oficia ahora como ángel exterminador vociferando que el veneno letal caiga del cielo sobre los cafeteros. Aquí sí, ¡Vivir para creer! Como en la gran novela de Robert Luis Stevenson, quien fuera el Dr. Jekyll en los brillantes días de bonanza se ha vuelto Mr. Hyde en las oscuras noches de la quiebra, las plagas, el envilecimiento, la miseria, el neoliberalismo y la recolonización.

 

Oscuras noches para la nación y para sus hijos. Para los productores ricos, para los medianos y para los pobres. Pero mucho más sombrías para los más de quinientos cincuenta mil hogares cafeteros abocados a la ruina inminente. Actualizando un registro que hemos llevado rigurosa y cronológicamente desde 1989, se observa que quien, por ejemplo, el pasado fin de semana transó una carga de café por $305.000, ha visto reducido su poder de compra a menos de una tercera parte en términos de kilos de fertilizante, a la mitad en términos de kilos de carne, a un tercio en términos de galones de ACPM y a la mitad con relación al salario mínimo. Ha sido una línea de ingresos constantemente descendente y que ha llegado para muchos de los minifundistas cafeteros, que son el 98% del total de los productores, a límites insoportables.

 

No sobra recordar que este vía crucis para el gremio agricultor más numeroso de Colombia, que representa el 35% del empleo rural, el 8% del nacional y que se halla en casi 600 municipios del territorio patrio, comenzó cuando Estados Unidos, junto con otros países consumidores, obedeciendo a los intereses del oligopolio dominante y aprovechando la nueva coyuntura política con la caída del Muro de Berlín, decidió en 1989 dar por terminado el Acuerdo Internacional de precios y de cuotas que regulaba el mercado desde 1962. Los beneficios están a la vista: Las compras totales norteamericanas, verbigracia, que fueron en 1997 de cerca de 20 millones de sacos, valieron 5.039 millones de dólares; en 2002 un volumen casi igual apenas alcanzó a 2.435 millones, menos de la mitad. Así, las compañías compradoras se ganaron en diez años en la simple compra de la materia prima más de 25.000 millones de dólares, utilidades que eran de las 25 millones de familias cosechadoras. 

 

Esa decisión, sustentada en el marco del neoliberalismo económico, se agregó a las políticas económicas aplicadas internamente, cambiarias, monetarias, comerciales y fiscales, propias del modelo, produciendo una combinación siniestra que dio al traste hasta con las que eran unas fuertes instituciones cafeteras, hasta hace poco principal surtidor de recursos públicos para el desarrollo nacional y el sostén del Estado. 

 

Pero éstas no fueron las únicas perturbaciones. Tal como lo sostuvo en enero pasado un funcionario de la UNTACD, durante la reunión de la Alianza Global por la Defensa del Café, en Suiza: “Vietnam, con el apoyo financiero de los Estados Unidos, inundó el mercado”. Es decir, además de romper el Pacto, Washington tomó la decisión de sobreofrecer el mercado todavía más de lo que naturalmente, por la condición de producto básico, tiende a estarlo. Operaciones similares se impulsaron en India, Guatemala, México y Laos.

 

La globalización norteamericana y el modelo neoliberal han traído la ruina al sector agropecuario. Un millón de hectáreas menos de superficie cultivada, doscientos cincuenta mil desempleados y más de siete millones de toneladas importadas, acompañadas de una disminución de los precios de muchos géneros, hicieron parte de la avalancha de males que en casi menos de diez años han tenido que sufrir los cultivadores de Colombia y, entre ellos, con secuelas particularmente perjudiciales, los cafeteros.

 

Los responsables no son los cafeteros, a quienes las monsergas neoliberales de moda les echan la culpa de una presunta falta de competitividad e ineficiencia. Su economía en mayor parte campesina redujo al máximo el uso de las culturas agrícolas y la aplicación de insumos, y, al mismo tiempo, el consumo de bienes de primera necesidad.

 

En medio de un cuadro tan patético, al que se suma el conflicto interno, encontrar un grupo de cafeteros, aún minoritario, que cosecha cultivos ilícitos en medio de los cafetales es algo tan desgraciado como explicable. Explicación que ha de esgrimirse en primera instancia y prioritariamente para hallar la solución adecuada porque, de lo contrario, no tendría sentido ni este Seminario ni ningún diagnóstico ni foro alguno.

 

  1. La política “antidrogas” de Estados Unidos: ¿Solución a lo Irak?

 

Al leer el Informe anual sobre Estrategia Internacional de Control de Narcóticos (INCSR 2003), emitido por la sección de Desarrollo de Políticas y Programas del el Departamento de Estado de Estados Unidos en marzo de 2003, se pueden extraer algunos elementos estructurales de dicha política que no dejan de generar dudas acerca de si es, de verdad, la solución al problema que a los asistentes a este Seminario nos interesa resolver. [1]

Veamos. En primer lugar, el Informe reconoce, escúchese bien, que en este momento “Colombia es el único país que permite el rociado aéreo de coca y adormidera”, y pese a que se admite que la erradicación se da en el “contexto de la situación única para cada país”, aquí no se ve tal flexibilidad. Así mismo, la misión de esa política es “reducir y eliminar el movimiento de drogas ilegales hacia Estados Unidos”, con lo que se entiende que entre los intereses de tal política no se encuentran los de los demás países, ni mucho menos los de los campesinos o los de  las clases sociales más pobres.

Es esto tan cierto que aunque identifica cinco fases en la cadena del narcotráfico, a saber: producción, elaboración, tránsito, venta mayorista y minorista, decide con cinismo que, como “lo más fácil es combatir el narcotráfico antes que entre en el sistema de transporte”, las acciones internacionales tienen como objetivos los tres primeros pasos de la cadena, o sea, aquellos que se dan en las colonias, mas no los que se presentan dentro de las fronteras del Imperio. No deja de reconocer entre líneas, después de todo, que una tonelada de cocaína en el comercio de las calles gringas puede llegar a valer cien millones de dólares.

La desfachatez del documento imperial, que se pretende convertir en política oficial del gobierno colombiano, llega a extremos tales como aceptar que un mundo sin drogas es casi “utópico”; que en Afganistán, pese a la presencia de miles de marines –o quizá a causa de ella—, el cultivo de adormidera ha crecido después de la eliminación del régimen talibán; que en Perú y Bolivia se han incrementado las siembras de coca y que la estrategia de erradicación masiva, hasta 2002, no ha logrado en Colombia siquiera superar el ritmo al cual se va replantando, pero sí ha presionado el alza de los precios en otros países. No obstante, el gobierno de Estados Unidos consiente en que su principal problema de demanda lo tiene con la marihuana, de la cual ellos mismos son principalísimos productores con 10.000 toneladas para 20 millones de adictos norteamericanos. Del mismo modo se identifica como primera amenaza el avance en el consumo de estupefacientes sintéticos tales como metanfetaminas (ATS) y derivados como el éxtasis.

Después de este relato, vale preguntar: ¿Puede acogerse un colombiano, con una mínima dosis de patriotismo, pensando en el beneficio nacional y en la salida  a los graves problemas que hoy padece Colombia, a una tal política “antidrogas”? ¿Hay en ella algún asomo que consulte el interés y las necesidades del país? ¿Cabe pensar que la lluvia de glifosato y las demás acciones punitivas que quieren imponer el Presidente Uribe y su ministro Londoño Hoyos den solución, siquiera mínima, a la inmensa tragedia de los caficultores, hoy entrampados y sin salida a la vista que no sea la Resistencia Civil?

Es obvio que las respuestas a tantos interrogantes son negativas. Por lo mismo, las intimidaciones de la Casa de Nariño en pleno, hechas el sábado pasado en esta ciudad en uno de esos espectáculos circenses denominados “Consejos Comunitarios “, no son sino una pieza más de la sumisa liturgia de acatamiento al amo que los dirigentes de esta República han vuelto norma de gobierno. No en vano el mismo gobierno de Bush, en el Informe de marras, alaba el liderazgo de Colombia en dos puntales de la “estrategia antidrogas”: la fumigación con glifosato por vía aérea y la extradición de nacionales. Triste honor para el presidente Uribe. Un infame campeonato que no ha significado más que mayores estragos contra la estabilidad de la nación y su progreso.

3. Efectos económicos, sociales y ambientales previsibles de las fumigaciones con glifosato por vía aérea en la zona cafetera de Colombia

Los pronunciamientos de Unidad Cafetera, previos a este Seminario, han hecho hincapié en las secuelas de diverso orden que la “lluvia de glifosato” acarreará a los cafeteros. Desde el punto de vista de una organización gremial, el énfasis, sin prescindir de los otros aspectos, debe hacerse  en los asuntos económicos. Y vale la pena empezar el respectivo recuento recordando que en el mercado del café, entre las cuatro calidades básicas, es el suave colombiano el que históricamente ha disfrutado de una prima de calidad o, si se quiere, de un sobreprecio con relación a los demás orígenes. Esa prima se ha reconocido por el aroma gracias a un esforzado sistema de beneficio del grano que, en muchas ocasiones, corre por cuenta de toda la familia campesina. Dicha prima es uno de los pocos patrimonios que hoy guarda la industria del café y entre 1990 y 2000 fue en promedio anual de 10 centavos de dólar por libra.

 

Unidad Cafetera, desde que se anunció el diluvio tóxico, ha preguntado sin encontrar respuesta: ¿Han estimado el gobierno y las autoridades cafeteras los efectos en la percepción de los consumidores el que ahora este componente de la taza de café universal ha sido asperjado con glifosato o, al menos, mezclado con granos que sí lo fueron? ¿Es tan imprescindible abrazarse a la política estadounidense “antidrogas” que amerite perder los esfuerzos que un buen número de grupos está haciendo para elaborar calidades especiales, orgánicas o de origen al ser estigmatizados con el inri del glifosato? ¿Se están midiendo los resultados que se van a dar cuando organizaciones ambientales de gran credibilidad denuncien que en el grano colombiano hay trazas de glifosato? ¿Desconocen acaso los  ejecutores de las órdenes imperiales que grupos como  Greenpeace, Worldwide Fund for Nature y la firma Dow Agrosciences (que produce el tebuthiuron) se han opuesto al uso de este herbicida? ¿Se ha evaluado cómo utilizarán este suceso los competidores, que son muchos y agresivos? Si nada de esto se ha tenido en cuenta sino sólo obedecer, obedecer y obedecer a Estados Unidos, debemos prepararnos a partir del primero de julio a perder hasta cien millones de dólares más por año en nuestras exportaciones cafeteras, pero ya no por las desgracias del neoliberalismo por las buenas, sino por las imposiciones del neoliberalismo por las malas y por la subordinación al atenderlo.

 

Pero los males económicos derivados son mayores. Cuando se conoce que tanto la firma que suministra el veneno, MONSANTO, como uno de los principales clientes del café colombiano, la KRAFT GENERAL FOODS, giran en torno al mismo grupo financiero, CitiGroup, no deja de producir sospechas que a costa del medio millón de familias caficultoras se está montando un negocio de doble ingreso: el que por un lado vende glifosato a razón de 450 dólares por hectárea fumigada y el que por el otro le ahorra, al envilecerse los atributos naturales del suave colombiano, el sobreprecio que debía pagar, una clásica operación de por punta y punta.

 

Ambientalmente, opiniones muy reconocidas de sectores académicos, disintiendo de la publicitada inocuidad que recientemente le ha hecho al herbicida la embajadora norteamericana, como la Asociación para la Ciencia y la Salud Ambiental y profesionales de la Universidad de Michigan han brindado evidencia sobre los efectos nocivos del químico en la población, así lo publicó el diario El Tiempo  el día 2 de octubre de 2002 y dichos testimonios también se refieren a los daños gastrointestinales y en el sistema nervioso central y de destrucción de glóbulos rojos que puede ocasionar ayudado por el surfactante POEA. No es verosímil que la embajadora desconozca que los métodos de aspersión y los niveles de concentración del tóxico se tornan definitivos en las repercusiones que puedan tener las distintas formas de uso. No es lo mismo la aplicación foliar en una planta que un agricultor hace del veneno en su forma genérica o en la fórmula comercial en una concentración de un litro por hectárea con boquillas de baja descarga y con cortinas para impedir que la deriva lo lleve a otras plantas, incluso a  los arvenses, aguas o a las personas que la aspersión del tóxico por vía aérea con concentraciones de diez litros por hectárea. Así mismo, la Defensoría del Pueblo y múltiples organizaciones ambientales han sido testigos de esos males en casos de conocimiento público mundial como el del Putumayo. También un estudio realizado en 1993 por la propia Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos sobre el glifosato reveló que, en California, ese herbicida figura en tercer lugar entre las 25 causas de intoxicaciones por plaguicidas.

 

Socialmente la región cafetera enfrentará procesos que, a pesar de todo, hasta ahora desconoce. Los desplazamientos masivos en las zonas donde se practica la fumigación por vía aérea, como los de 33.000 familias que lo padecieron en el Putumayo entre 1997 y 2002, se volverán el pan de cada día y la violencia se elevará a niveles no presentados hasta ahora en estas regiones. Un análisis beneficio-costo integral no admite duda sobre el verdadero balance.

Un trabajo de Gabriel Tokatlián para el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de California-Berkeley concluye: “No obstante, es evidente que más fumigación química en el país sólo crea condiciones propicias adicionales para nuevos y mayores problemas internos [...] Ahora bien, el peligro que corre Colombia con la aplicación obsesiva y obsecuente de la fumigación es enorme. La insistencia en esta táctica inconveniente e improductiva esta llevando al país más cerca de una catástrofe humana, ecológica y política que a la superación efectiva del fenómeno de las drogas [...] ha producido más desprotección y mayor vulnerabilidad entre los sectores más débiles de la sociedad (campesinos, indígenas, pobres rurales) y ha estigmatizado aún más negativamente a Colombia a pesar de que no ha existido ningún otro país en el mundo que haya rociado sus plantaciones ilícitas con más herbicidas. En resumen, no obstante la intensa guerra en su contra, el problema de las drogas continúa prosperando; difícil que fuera de otra forma si estamos hablando de un negocio de tanta rentabilidad. En efecto, la pasta de coca deja Perú a US$ 400, llega a Colombia, donde se procesa en cocaína, con un valor de US$ 1.200, arriba a Miami a US$ 20.000 el kilo, se transporta hasta Chicago donde alcanza un precio al por mayor de US $ 30.000 y se vende allí a un precio al por menor de US$ 140.000 [...] Ante esta realidad se podrá seguir fumigando Colombia de sur a norte, en el Amazonas y en los Andes, con químicos u hongos, y el resultado previsible será el mismo: la consolidación del fenómeno de las drogas.” [2]

4. ¿Qué hacer?

Por lo hasta aquí expresado, la primera gran propuesta es que cualquier solución debe pasar por la construcción de una salida propia que consulte los beneficios de la nación y de los compatriotas involucrados. No es posible alcanzar una evolución positiva si se parte de un punto diferente. No solamente porque el enfoque de la actual política se orienta a satisfacer otros intereses sino porque, quizá por eso,  ha demostrado su inconveniencia e inoperancia.

 

Si las autoridades persisten en esa estrategia imperante, lo primero por construir debe ser la más grande unidad de todas las fuerzas vivas para resistirla. Es un requisito indispensable para revertir las decisiones, adoptadas a la luz de la sumisión completa a los dictados imperialistas. Y, por tanto, lo primero debe ser alcanzar el compromiso oficial de desistir de la erradicación mediante la fumigación por vía aérea de glifosato. Y, en ese sentido, caben las acciones civiles que sean pertinentes; no sobra ningún pronunciamiento al respecto ni tampoco la elevación de los recursos legales a que haya lugar ni los mecanismos constitucionales a los que se considere conveniente recurrir, ni mucho menos la movilización masiva y organizada de las fuerzas y sectores sociales, académicos, políticos y gremiales si puede cristalizarse con la amplitud y fortaleza necesarias.

 

De concretarse una respuesta favorable, las comunidades afectadas decidirán los medios indicados y los caminos que deseen emprender al respecto sin que necesariamente ellos deban trazarse dentro del Célebre Plan Colombia, el cual, dicho sea de paso, en materias sociales bate el récord del incumplimiento, incluido el rubro de los programas inscritos en el cacareado capítulo del Desarrollo Alternativo.

 

No obstante, como reflexión final, vale pensar que el verdadero avance no logrará consolidarse de veras mientras el modelo económico neoliberal siga haciendo de las suyas contra las mayorías trabajadoras y creando condiciones objetivas para que la economía subterránea se mueva a sus anchas. El texto “La economía colombiana tras 25 años de narcotráfico” (Rocha), al reseñar la apertura y el libre flujo de capitales, así lo explica: “No deja de llamar la atención que el 32% [...] de la inversión extranjera directa proviniera de Centroamérica y del Caribe, donde proliferan paraísos fiscales [...] que ofrecen ventajas al lavado de dinero del narcotráfico” y “los cambios en el entorno macroeconómico [...] a la vez que afectaron la agricultura legal, también favorecieron la expansión de cultivos ilícitos”.[3]       

 

Hay aquí dos efectos perversos. En cuanto al último de ellos, basta recordar que la apertura a los frutos foráneos significó para siete departamentos del sur del país, entre 1990 y 1996, la pérdida de 15.000 hectáreas de maíz, 40.000 de arroz, 6.000 de sorgo y más de 20.000 de soja, que nunca retornaron a su dedicación inicial. Y en cuanto al segundo, interesa recordar que la “ventanilla siniestra” y la reforma financiera de 1991, ideada por Hommes, dieron vía libre a la repatriación legal de los llamados flujos de capital encubiertos que pusieron su cuota en la revalorización del peso, la que tantas secuelas trajo a la economía nacional. En efecto, de 28.617 millones de dólares que ingresaron por exportaciones de cocaína entre 1982 y 1998, el 68%, 19.339, lo hicieron desde 1990. Que se tome nota de que este modelo aperturista, aunque sus mentores lo oculten, facilita el supuestamente combatido narcotráfico.

 

Que los gringos se dediquen a resolver su problema de demanda. Tan grave, que allí el promedio de iniciación en la adicción a la marihuana es de 17 años y, en edades anteriores, de los 12 a los 17, se da en 64 de cada mil jóvenes. Tienen una tarea grande. Que la hagan sin perjuicio de los más débiles y que Colombia también haga la suya de modo soberano. El análisis de las causas y de las consecuencias económicas, así como sociales, en violencia, desplazamientos y otras, y de los daños ambientales colaterales concluye, al final de cuentas, que lo primero que habría que erradicar de manera completa es el neoliberalismo, con sus correspondientes licencias para el libre comercio y la movilidad de capitales. No parece haber sendero distinto para irrigar el bienestar y el progreso entre las capas más numerosas de la población y para eliminar tanta dañina injerencia.          

Muchas gracias.

 


[1] Véase, Informe anual sobre Estrategia Internacional de Control de Narcóticos (INCSR 2003), emitido por la sección de Desarrollo de Políticas y Programas del el Departamento de Estado de Estados Unidos en marzo de 2003, www.usinfostate.gov

[2] Tokatlián Gabriel, “Estados Unidos y los cultivos ilícitos en Colombia: Los trágicos equívocos de una fumigación fútil”, Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de California-Berkeley, véase, www. clas.berkekeley.edu 

[3] Rocha Ricardo, “La economía colombiana tras 25 años de narcotráfico”, p. p. 102 y 50,  UNDCP, Bogotá 2000



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