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Conversaciones de Paz: cultivos ilícitos, narcotráfico y agenda de paz
Ed. Indepaz – Mandato Ciudadano por la paz, junio de 2000

Narcotráfico, política antidrogas y cultivos ilícitos en los escenarios del conflicto armado colombiano

Ricardo Vargas Meza[*]

Una de las características de la presencia del narcotráfico en Colombia y de modo particular de los cultivos ilícitos, es su creciente articulación funcional a la guerra interna que vive el país. De un lado el control territorial ejercido por las guerrillas, principalmente en las zonas de colonización en la Orinoquia-Amazonia, representa la obtención de ingresos como resultado de los impuestos para la guerra tanto a la producción de materia prima como al procesamiento y transporte de sustancias ilícitas.

Como complemento, el movimiento armado encontró en la coca otras ventajas además de ser fuente de financiación para la guerra a través de impuestos a las diferentes fases de la cadena ilegal: una relegitimación social y política como resultado de las acciones de fuerza contra los productores y por las fumigaciones mediante aspersión aérea, cuyos efectos sociopolíticos se ven agravados por la baja capacidad de gobernabilidad en zonas donde la presencia estatal ha sido inexistente.

Tales acciones son percibidas como agresiones externas que recaen sobre comunidades dispersas y con baja organización comunitaria.

La Amazonia-Orinoquia ha reciclado a un campesinado expulsado del interior del país desde mediados de siglo, a sectores urbanos desempleados, a perseguidos por la justicia, fenómeno revitalizado a mediados de los años ochenta por la aparición del cultivo de coca como el más apto agroecológicamente, el de mejores condiciones para su comercialización, el que permite mayor liquidez y sostenibilidad de precios en zonas cuyo entorno de economía ilegal ha generado una inflación acelerada que se expresa en el precio de los bienes de consumo y el transporte.

La debilidad de la sociedad en ciernes de estas zonas se acentúa también por la consolidación de un modelo económico ilegal que promueve a nivel ético-cultural un individualismo que se refleja en pautas de consumo inmediato, sin generar procesos que se afirmen en una responsabilidad social y el fortalecimiento de lo público. Tampoco resalta un sentido de la previsión y la percepción de futuro, produciendo a cambio equilibrios pragmáticos de poder que se sustentan en la fuerza de los actores armados.

En este contexto, la insurgencia actúa sobrerepresentando a las comunidades mediante la regulación penalizada de las conductas referidas a las relaciones laborales, actuación administrativa local y de seguridad y en lo concerniente a comportamientos frente al medio ambiente.

De otro lado, el paramilitarismo en tanto respuesta contrainsurgente dirigida a golpear a la población civil de las zonas de influencia guerrillera, favorece una estructura de tenencia de grandes extensiones de tierras adquiridas generalmente con dineros del narcotráfico y actúa buscando lesionar las finanzas de las guerrillas, a la vez que pretende el control de la economía ilegal como parte de su estrategia militar frente al conflicto.

La inscripción de esta relación en un contexto de degradación de la guerra se expresa en la práctica de las masacres desarrolladas por quienes se autoproclaman como contradictores armados parainstitucionales de las guerrillas, conduciendo a que estas masas sean percibidas como extensión financiera de la insurgencia y por tanto como objetivos militares. Detrás de esa presentación del problema se esconde el interés por disputarle a la guerrilla los beneficios que se obtienen por el control territorial del negocio de la economía ilícita, lo cual ha conducido entre otros al desarrollo de asesinatos selectivos y sistemáticos de intermediarios compradores de base de coca y comerciantes, sobre todo en San José del Guaviare y Puerto Asís en el Putumayo.

Las dos actuaciones armadas irregulares así como las acciones de erradicación forzosa de cultivos y los operativos contrainsurgentes de las Fuerzas Armadas en estas áreas, están dando como resultado un agudo desorden social plasmado en desplazamientos obligados rural-urbanos de los campesinos en condiciones infrahumanas. En otros casos, al optar por su permanencia en el sector rural los campesinos deciden desplazarse a zonas inhóspitas con el fin de instalar nuevos cultivos de coca o vincularse como jornaleros de cultivos ilícitos comerciales.

Uno y otro efecto están representando para Colombia complejas situaciones de anomia y violencia con altos costos sociales, económicos y ambientales que se suman a los costos en vidas y derechos humanos típicos de una guerra crecientemente degradada. En efecto, el vaciamiento poblacional y violento de las zonas de frontera tiene repercusiones graves sobre la vida de los municipios, su economía, la funcionalidad del espacio y la capacidad de retención demográfica y en general sobre la paz y el desarrollo. Este es el resultado tangible en el encuentro de los diferentes actores armados tanto legales como ilegales.

Sin embargo, ninguno de los sectores armados logra la hegemonía de los fines propuestos a través de sus acciones de fuerza. Las guerrillas no logran consolidar relaciones legítimas de poder y su predominio es el resultado de las ganancias pragmáticas ajenas a dinámicas sostenibles en el contexto socioeconómico o ético-cultural.

El paramilitarismo opera como violencia terrorista y desordenadora de los equilibrios existentes a nivel regional, como mecanismo de expropiación violenta de los campesinos y como protección a circuitos ilegales. La policía antinarcóticos, a pesar de su compromiso con las acciones de erradicación forzosa, no logra por ello evitar el crecimiento de las áreas de ilícitos estimuladas por un mercado internacional en ascenso y que se mantiene con buenos precios principalmente en Europa y en la antigua Unión Soviética. Por su parte las fuerzas armadas no hacen posible con sus operativos la legitimación ni credibilidad del Estado en las zonas de conflicto, tanto por sus métodos como por el hecho de que esa tarea reclama complejos procesos integrales de orden estatal.

La estrategia contrainsurgente que se mantiene ligada a los propósitos de crear una polarización bélica que debe incluir a los actores no armados, ha llevado a borrar las fronteras entre el fenómeno guerrillero, el narcotráfico y los pobladores que viven de este tipo de economía. En efecto, las fuerzas armadas todavía denuncian como censurable "la actitud sospechosa de neutralidad que han asumido algunas instituciones oficiales, privadas y la sociedad civil", a las que acusa de "estar de espaldas al conflicto armado que vive el país"[1]. "La neutralidad es -para altos oficiales de las Fuerzas Armadas- un instrumento de los detractores del Ejército para aislar a la institución de la población"[2]. Una de las consecuencias de este enfoque de polarización total de la sociedad, es el haber llevado a justificar acciones envolventes en contra de los campesinos cultivadores de coca que son tratados exclusivamente como parte de las finanzas de la guerrilla.

Como resultado los actores no armados, autoridades locales, comunidades, etc., están recibiendo múltiples efectos de la totalidad de los intervinientes bajo un esquema de fuerza: niños y jóvenes pierden su perspectiva de futuro debido al reclutamiento forzoso por los distintos actores armados; autoridades locales pierden su autonomía de gobierno y terminan articuladas a las estrategias de la guerra; las comunidades terminan siendo sobrerrepresentadas por los actores armados irregulares, sacrificando sus posibilidades de autonomía organizativa y su participación en los procesos decisionales de orden local; las economías son abruptamente interrumpidas o desordenadas con el consiguiente caos social y sentimientos de inseguridad y abandono.

Uno de los hechos más graves que se demuestran en casos como los de Solano y Caguán, entre otros, es que las fumigaciones son parte integral de la estrategia de desordenamiento social y económico de las zonas catalogadas como influenciadas por las guerrillas, en el contexto de la guerra contrainsurgente. Esta situación explica por qué a pesar del contundente fracaso de las fumigaciones en la disminución de los cultivos ilícitos en Colombia, se siguen utilizando selectivamente en zonas con graves problemas de orden público y que en realidad exigen un tratamiento socioeconómico de alternativas y no acciones de fuerza y de terror.

Insistir en un apoyo financiero y técnico a las fumigaciones es hacerse partícipe de un conflicto armado que abarca acciones contra la economía de las zonas de colonización de la Amazonia-Orinoquia, como quiera que el problema se halla subsumido por la guerra interna. Hoy en día es imposible separar el problema de los cultivos del conflicto mismo, como si se tratase de dos fenómenos diferenciables. Los argumentos de la participación de las Fuerzas Armadas en ese proceso a través del apoyo en tierra a las acciones de fumigación, cuando el accionar de las tropas está concebido desde la tesis de la narcoguerrilla, hace que la fumigación sea parte integral de los objetivos contrainsurgentes.

En este sentido, la presión norteamericana al gobierno colombiano exigiendo acciones más radicales en las tareas antidroga y el trato preferencial con la policía Antinarcóticos para fortalecer el programa de fumigación e interdicción, se vienen convirtiendo en un mecanismo externo de injerencia en el conflicto armado al no establecer adecuadamente las interrelaciones crecientes entre el fenómeno de los ilícitos, la lucha antidrogas y la guerra que se vive en Colombia.

A pesar de la retórica sobre el reconocimiento de un problema de consumo en el interior de los Estados Unidos, a nivel de las decisiones políticas antidroga y por razones de los juegos en la política doméstica norteamericana, prevalece la tesis del fortalecimiento de las acciones en la oferta. Pero como lo hemos reiterado, en el caso de Colombia el problema de la oferta se encuentra cada vez más vinculado al conflicto armado interno. En ese sentido, el ofrecimiento de una cooperación antidroga por parte de la Casa Blanca con un claro perfil de guerra, está conduciendo a una internacionalización del conflicto y por tanto a aplazar la creación de condiciones para una salida negociada.

Washington coloca en materia de drogas para Colombia una vela a Dios y otra al diablo: por un lado el Departamento de Estado denuncia los atropellos en materia de derechos humanos incorporando el escenario de las zonas cultivadoras o, como un hecho más reciente, en su visita a Colombia el zar antidroga se reúne con las organizaciones de derechos humanos; por otra, ofrece el fortalecimiento de la ayuda militar tanto a la policía como al ejercito aceptando prácticamente la tesis de su uso contra la insurgencia comprometida en la economía de las drogas. Vale decir, acepta la construcción de la tesis del enemigo narcoinsurgente y como consecuencia apoya incrementar la intensidad de la guerra en las zonas cocaleras y amapoleras. Pero como se señaló, en el caso colombiano ello equivale en términos prácticos a favorecer una guerra sucia que empieza a implementarse en estos escenarios.

El entrelazamiento de la guerra a las drogas junto con el conflicto armado interno contribuye a borrar las diferencias entre combatientes y no combatientes. Sobre el campesino recae la condición criminalizada propia del discurso antidroga y la connotación de auxiliador financiero de las guerrillas. La doble criminalización borra la condición de sujeto social con derechos y obligaciones. Por consiguiente lo sustrae como interlocutor del Estado y como parte integral de las soluciones concertadas al problema. Las alternativas económicas establecidas unilateralmente por el Estado son en el fondo una concreción de su sometimiento a la justicia[3], hecho al cual se suma la rehabilitación y reinserción a la sociedad mediante la aceptación de las condiciones de no recaer en la siembra de coca, etc. Esto en el mejor de los casos. En un escenario más próximo a las características en que se debate el conflicto colombiano de hoy, el colono cultivador de coca en una zona de influencia guerrillera es un candidato óptimo como objetivo paramilitar.

De este modo, la opción patrocinada por sectores radicales de diferentes organismos norteamericanos en el sentido de fortalecer las Fuerzas Armadas de Colombia como condición para la paz, significa a su vez prolongar la guerra y propiciar golpes contundentes a la guerrilla como condición para negociar. Esto implica que Washington termina por avalar y propiciar los escenarios de degradación y de guerra sucia que viene siendo la dinámica real del conflicto en las regiones y donde las Fuerzas Armadas Colombianas siguen desarrollando su estrategia contrainsurgente. Lo cual significa, paradójicamente, que Washington terminará por encontrarse en un mismo frente y en la misma estrategia con algunos de los principales grupos lavadores de dólares del narcotráfico en Colombia: los inversionistas terratenientes y ganaderos con sus ejércitos privados de terror.

Además de la promoción de un desastre ambiental con las fumigaciones tanto por los efectos de los químicos en un ambiente frágil como el amazónico, como la presión a que se ven sometidos los cultivadores para intervenir más bosque húmedo tropical con el fin de instalar nuevos cultivos, Washington está articulándose -vía fumigaciones y programas de asistencia militar para este tema- hacia un rol funcional para la promoción del desplazamiento forzoso en aquellas regiones sobre las cuales se desarrollan acciones de contrainsurgencia, todo bajo la excusa del combate a las drogas. Desde allí se explica -mas no se justifica- por qué la insurgencia empieza a ver como objetivo militar a los asesores antidroga de EU que cada día cobran un mayor protagonismo en un ambiente donde las fronteras de las drogas y del conflicto aparecen más tenues. Este es un camino óptimo para la internacionalización del conflicto.

Con la promoción del desplazamiento forzoso a través de la conjugación del terror paramilitar, las acciones de fuerza de los organismos de seguridad contra la población civil y complementariamente con las fumigaciones como desordenadoras de la economía local, se destruye el patrimonio social de las regiones representado en la organización comunitaria, las ONG, el trabajo pastoral de la Iglesia, las juntas de acción comunal y los grupos asociativos. Al vaciarse las regiones de estas formas de organización y representación popular, se acaba una de las condiciones indispensables para el desarrollo alternativo: la organización de las comunidades interesadas en la promoción y sostenimiento de las propuestas de desarrollo local.

Como consecuencia, los intentos de formulación de alternativas lícitas también se encuentran limitados por esta connotación. A la movilidad de los cultivadores y sus cultivos por efecto de las fumigaciones, el desplazamiento ocasionado por las masacres típicas de la degradación del conflicto y las amenazas y limitaciones de los poderes locales para conducir un proceso de alternativas legales, se agrega la debilidad institucional del nivel local y regional, las limitaciones estructurales por las condiciones biofísicas para propuestas agropecuarias, la pobre infraestructura y el cierre de espacios para fortalecer la participación de las comunidades, agravada por el conflicto armado.

Estas complejas circunstancias, más difíciles sobre todo desde 1996, hacen inviables las acciones de desarrollo alternativo bajo el esquema de la política existente y limitado el papel de organismos como el Plante, a no ser que se redefina la política sobre cultivos ilícitos para el caso colombiano, proponiéndose su inscripción en un contexto de negociaciones y paz[4].

RECOMENDACIONES

  1. El creciente involucramiento de los diversos actores armados en Colombia alrededor de los cultivos ilícitos de coca y amapola viene teniendo impactos negativos sobre la población civil, lo cual obliga a que este tema sea incorporado en la agenda de paz con un tratamiento específico. En el corto plazo, los actores armados, incluyendo a los organismos de seguridad del Estado, deben diferenciar el conflicto de la situación económica que viven centenares de miles de colonos y campesinos monodependientes de la coca. Como consecuencia, se debe respetar su condición de miembros de la sociedad civil con derechos y garantías que los protejan frente a la guerra.
  2. La actual política de guerra a las drogas dirigida a erradicar los cultivos y reprimir a los colonos cultivadores toma como escenario principal el sur del país productor de materia prima ilícita. Dicha política debe ser modificada por una alternativa capaz de diferenciar la actividad ilícita propia de los cultivos comerciales, de la situación forzosa en que incurren las zonas de colonización en crisis. Para las segundas, debe darse una descriminalización de los productores y el desarrollo de programas alternativos que deben tener como base un reordenamiento territorial y la concertación con las comunidades implicadas y las autoridades del orden local y regional.
  3. El reconocimiento del carácter internacional del fenómeno de las drogas y de los continuos y costosos fracasos de la estrategia de reducción de la oferta, abre la necesidad de incorporar políticas de disminución del daño y que en el caso de Colombia guarda relación, entre otros aspectos, con los índices de violencia estimulados por la articulación creciente del problema de los ilícitos con una guerra en proceso acelerado de degradación.
  4. Las autoridades del orden nacional deben dar paso a la conformación de espacios de paz en zonas cocaleras y amapoleras, de modo que se garantice la neutralidad de los no combatientes y se den las condiciones para el impulso de proyectos alternativos de desarrollo, ya que el conflicto armado impide la puesta en marcha de este tipo de procesos.
  5. Se deben crear las condiciones para propiciar la mediación de la comunidad internacional en el actual conflicto armado colombiano cuya creciente degradación, entre otros efectos, también se ha venido convirtiendo en un obstáculo a la puesta en marcha de políticas alternativas a la producción de ilícitos. La comunidad internacional debe propiciar el cambio de paradigma de guerra a las drogas ya que con él se agrava la confrontación armada interna y se estimula la internacionalización de los conflictos que se relacionan directa o indirectamente con la producción de materia prima para elaborar psicoactivos, generando más costos a una estrategia cuyo fracaso es constatable. Se requiere desarrollar esfuerzos importantes a nivel de información y cabildeo en distintos países del norte, con el fin de modificar el escenario de guerra justificado en nombre del combate al narcotráfico.
  6. Se debe construir una dinámica de trabajo internacional que permita centralizar los esfuerzos de organizaciones no gubernamentales y de gobiernos que buscan comprometerse con el proceso de paz en Colombia. En el caso del sur de Colombia, los países interesados en fortalecer las propuestas alternativas a la economía ilegal de la coca, deben asumir un compromiso frente al conflicto en razón a que el problema de los cultivos ilícitos tiene un alto grado de imbricación con el conflicto armado interno, cuya solución ya no pueden ser las propuestas de desarrollo diferenciadas de la guerra y la violencia que se vive en estas regiones.
  7. Promover el cese de las fumigaciones en Colombia contra los cultivos ilícitos y crear condiciones para que el país asuma con autonomía decisiones socioeconómicas y ambientales para esa parte de la problemática de las drogas.
  8. Una parte de las soluciones consiste en la necesidad de trabajar por descriminalizar a la población civil envuelta en la problemática de los cultivos ilícitos, estigmatizada también como participante del conflicto armado interno. El aplazamiento de esta medida ha contribuido a que hoy en día más zonas cocaleras hayan entrado en una polarización agenciada por los organismos de seguridad del Estado, los grupos paramilitares y las organizaciones insurgentes, borrando del escenario los derechos fundamentales de los pobladores no combatientes. Este sería un buen principio de tratamiento a la adicción a la violencia que muestran los principales protagonistas de la "guerra a las drogas".


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[*] Sociólogo con posgrado en Filosofía Social. Investigador, dirige la revista Acción Andina. Autor entre otras obras, de "Drogas Máscaras y Juegos", de la cual es tomado este capítulo con su autorización.
[1] Véase la entrevista al general Víctor Alvarez, comandante de la primera división: "Nos convertimos en fusibles del estado" en El Tiempo, Bogotá, agosto 14 de 1988.
[2] Ibídem.
[3] En el caso colombiano equivale al acto de confesar su tenencia y erradicación de la coca.
[4] Así lo sugiere tímidamente la Estrategia Internacional para la Eliminación de Cultivos Ilícitos de Coca y Amapola, conocida como Scope.


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