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Carlos Gustavo Cano
Reinventando el desarrollo alternativo

SEGUNDA PARTE
LA REINVENCIÓN DEL DESARROLLO ALTERNATIVO

 

I. UN VIRAJE RADICAL

A medida que la ineficacia de los programas de desarrollo alternativo en el conjunto de la región Andina se ha hecho más visible, los gobiernos de los tres principales países productores –Bolivia, Colombia y Perú–, tanto por su desilusión frente a sus fallidos efectos como por las exigencias de la comunidad internacional, han venido bajando la guardia en su aplicación y, en su lugar, le han dado paso a estrategias de erradicación forzosa cada vez más severas. Mientras tanto el desarrollo alternativo está quedando reducido apenas a una herramienta, supuestamente útil, para apaciguar a los campesinos y a los políticos que los apoyan, pero no para generar las condiciones de racionalidad económica suficientes que los hagan moverse voluntaria y pacíficamente hacia la producción de renglones diferentes a las materias primas para la elaboración de las drogas de consumo prohibido.

Lo que las cifras revelan es que se trata de un negocio, hasta el momento, en incesante expansión, cuyas palancas están controladas por organizaciones transnacionales que, tras explotar a su amaño a quienes, en calidad de productores de materias primas en estos tres países, sólo aportan entre el 0.5% y el 1.5% del precio final de las drogas, derivan el grueso de sus dividendos de las actividades de agregación de valor que obtienen más allá de sus fronteras,  mucho más cerca de los mercados de destino que de sus fuentes rurales[1].

Según el Banco Mundial, en un documento presentado por su presidente, el señor Wolfensohn, en una reunión de un grupo inter-agencial para el desarrollo rural de las Américas convocada por el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura, IICA, en Panamá[2], la contribución al producto interno bruto de éstas tres economías representaba en 1996, entre el 5% y el 6%, sus utilidades equivalían al 70% de la de todas sus exportaciones lícitas y sus tasas de retorno oscilaban entre dos y cinco veces más que las obtenidas en las cosechas tradicionales. De éstas cifras, según The Economist, entre el 2% y el 4% del producto interno bruto de Colombia, donde hoy se halla la mayoría de la producción de hoja de coca y amapola, corresponde a la repatriación de capitales hecha por la industria de las drogas hacia el país, es decir, entre US $2.500 millones y US $5.000 millones por año[3]. No obstante, los campesinos jamás han sido los beneficiados. Únicamente sus amos y explotadores, que ahora son en Colombia los guerrilleros y los paramilitares, –y, en el resto de la región, una nueva generación de narcotraficantes tras el colapso de los carteles de Medellín y Cali, que antes dominaban el comercio regional– y sus respectivos aliados y proveedores de armas y precursores químicos.

El negocio de las drogas de uso ilícito sigue progresando de manera sostenida, a tasas mucho más altas que las del resto del aparato productivo, a pesar de las diversas iniciativas sobre acceso preferente a los mercados de Estados Unidos –Andean Trade Preferences Act (ATPA)–, y de Europa –una aplicación especial de su Sistema Generalizado de Preferencias–, para una importante fracción de los bienes y servicios lícitos.

Cabe recordar que ya han transcurrido treinta años desde que el Presidente de Estados Unidos, Richard Nixon,, declaró formalmente la guerra frontal contra las drogas sicotrópicas cuyo consumo está prohibido en su país. No obstante, su mercado continúa siendo el más grande de la tierra, a pesar de una leve reducción del consumo per cápita, reducción que fue suplida, en su mayor parte, por productos sintéticos como el éxtasis, lo que constituye un escenario que, sin duda, está contribuyendo a provocar una caída de los precios de la cocaína en los mercados finales. Sin embargo, dicha guerra, cuyos contornos esenciales no se han modificado desde entonces, sigue arrojando los efectos más perversos imaginables sobre la humanidad, en especial contra los miembros más pobres e indefensos que habitan la región Andina. Es hora de reconocer sus fallas, de entender su enorme complejidad y de adoptar remedios radicalmente diferentes a los hasta ahora empleados.

El propio Secretario de Estado de Estados Unidos, Colin Powell, en un discurso pronunciado ante la Cámara de Representantes de su país, en abril del año 2001, admitió que “el verdadero problema en la zona andina no es causado por la región misma sino por lo que pasa en las calles de Nueva York y otras urbes, donde no sólo niños pobres sino abogados y artistas continúan usando drogas. Esto está causando el problema en Colombia y en otras naciones andinas. Tenemos no sólo que perseguir la oferta y recurrir a la interdicción”.

Así las cosas, lo que se impone es una revisión a fondo, mejor dicho, una completa reinvención del desarrollo alternativo en cuanto se refiere a su concepción, a sus métodos, a sus instrumentos y, sobre todo, a su inspiración, de suerte que ésta deje de estar basada en los criterios y la cultura de los países y las organizaciones cooperantes y parta, en cambio, de la particular racionalidad social y económica de las comunidades campesinas hacia las cuales supuestamente está dirigido.

II.  LAS FUMIGACIONES

Las fumigaciones para erradicar los cultivos de uso ilícito en Colombia no se originaron en el Plan que lleva su nombre. A esa práctica, que había comenzado de manera sistemática con el inicio de la década de los años noventa, se le dio rienda suelta a raíz de los célebres narcocasetes –la versión colombiana de los “vladivideos” de Perú–, en el desesperado trance del Gobierno de entonces de responder a las presiones externas mediante una actitud más reactiva, que libre y espontánea, con la pretensión de desvirtuar la versión sobre la supuesta financiación de su campaña electoral con dineros de los carteles de Medellín y Cali. Y el resultado, como se sabe, fue la multiplicación por más de cinco veces del área que se plantaba en coca y amapola hace siete años, a pesar de la desaparición de los mencionados carteles. 

El problema consiste, como acertadamente lo señala Ibán de Rementería[4], en que las aplicaciones “que no van acompañadas de una represión focalizada en los agentes locales del narcotráfico que constituyen la demanda en terreno por los derivados de la hoja de coca, sólo consiguen elevar los precios de ésta, ya que se mantiene la demanda local y disminuye la oferta, lo que incentiva la instalación de nuevos cultivos.” Y, de contera, el desplazamiento de los campesinos hacia zonas menos accesibles para los aviones, con la consiguiente proliferación del daño ecológico y a costa del desarrollo alternativo, que debería ser la opción no violenta, racional, humanitaria y eficaz para diezmarlos. Otra consecuencia ha sido el fortalecimiento de las guerrillas y el paramilitarismo, que así han encontrado la oportunidad de explotar a los cocaleros a cambio de su alegada protección contra el Estado. 

Lamentablemente, el debate se ha centrado en la discusión sobre las propiedades químicas y los efectos contra el medio ambiente y la salud humana del glifosato, un herbicida producido por Monsanto bajo la marca Roundup, , que se usa ampliamente en la agricultura comercial en el mundo entero para cuya prohibición –si  se observan las normas del fabricante sobre dosis por hectárea y alturas de aspersión, así como el Código de Conducta Internacional para la Distribución y Utilización de Plaguicidas de la FAO y la reglamentación del Ministerio de Salud–, no existirían motivos válidos. Sin embargo, aún cumpliendo con dichas disposiciones, su empleo como la herramienta  para suprimir las materias primas de los narcóticos, sin que le preceda una vigorosa política de sustitución de los flujos de caja del campesinado, seguirá siendo una salida, evidentemente, contraproducente a la luz de los intereses de la seguridad ciudadana de Colombia[5]

Colombia es la única nación andina donde se aplican de manera masiva fumigaciones para combatir los cultivos ilícitos. En Bolivia y Perú están prohibidas y sólo se permiten métodos manuales y mecánicos de erradicación[6]. Tales prácticas se justifican  en unidades productivas de escala industrial de propiedad del narcotráfico, previa comprobación de una veeduría colegiada nacional e internacional. El propio secretario asistente para el Hemisferio Occidental del Departamento de Estado de Estados Unidos, Bill Browfield, afirmó en una rueda de prensa sobre el Plan Colombia que si “el presidente Pastrana o su gobierno sugieren la suspensión de la fumigación como parte de un paquete que produciría la misma eliminación de los cultivos de droga pero sin fumigación, eso sería coherente. Si se produce una erradicación voluntaria como parte de un proceso de paz, magnífico”[7].

La verdad es que, así como es de difícil convertir las conversaciones entre grupos subversivos al margen de la ley y los gobiernos en verdaderas negociaciones en medio del fuego –como ha sido el caso de Colombia y antes lo el de Perú–, lo es también  obtener los efectos buscados por los programas de desarrollo alternativo en medio de las fumigaciones contra los cultivos de las materias primas de uso ilícito o de la persecución policial contra los labriegos que las siembran y cosechan.

III. ¿LEGALIZACIÓN O DESPENALIZACIÓN?

En de este orden de ideas, sin duda lo ideal sería que la legalización del consumo de las drogas sicoactivas en los mercados de destino más importantes, en vez de una teórica opción sustitutiva del desarrollo alternativo en las economías productoras de las materias primas, fuera su requisito previo. Sin embargo, resulta ingenuo pensar que dicho debate rendiría frutos en el corto plazo, pues son muchos y muy poderosos quienes saldrían perdiendo si se tomara semejante medida, que, al suprimir la clandestinidad de su comercio, dejaría herida de muerte su diabólica rentabilidad.

¿Quiénes serían los más afectados si se sometiera a los países consumidores a un proceso de certificación multilateral genuino, que fuera, al menos, similar, al sistema unilateral que se aplica a los productores? Obviamente, habría que comenzar la lista de damnificados con los operadores del lavado de dinero y las instituciones y banqueros locales e internacionales que se prestan para ello[8]; la continuarían los fabricantes y comercializadores de precursores químicos; vendrían después los fabricantes y traficantes regulares e irregulares de armas –un negocio tan grande, rentable y letal como el de las drogas– la seguirían las compañías de cigarrillos, cuyas exportaciones a Aruba, por ejemplo, como lo señala Francisco E. Thoumi en su trabajo ya citado[9], representan el 25% de su ingreso nacional, y sirven de base para una de las más conocidas operaciones de lavado, a través de su contrabando a Colombia y a otras naciones del continente; finalmente estarían los productores y contrabandistas de computadoras, aparatos eléctricos y otros bienes y servicios que entran fácilmente a muchos países en vía de desarrollo, entre otros.

The Economist ha propuesto insistentemente la legalización de las drogas sicoactivas ilícitas, como lo han hecho prestigiosos miembros de la comunidad académica norteamericana, como Milton Friedman[10] y Robert Barro[11], entre otros. El perjuicio más grave de su prohibición –según lo han sostenido siempre–, radica en la diabólica rentabilidad nacida de su clandestinidad, de la cual se nutren las lavanderías de dólares, el contrabando de armamento y elementos químicos y la subversión, como ya se mencionó. O sea que sus terribles secuelas se han concentrado desproporcionadamente en los países pobres que producen sus materias primas. Pero, también, entre la gente pobre de los países ricos. Por ejemplo, mientras que el 85% de quienes usan cocaína son blancos, pertenecen a los grupos de más altas rentas y la consumen en sitios privados, sus expendedores son mayormente de origen hispano y afroamericano y, por vivir y trabajar en las calles, suelen estar mucho más expuestos al rigor de las leyes.

En efecto, la consecuencia más notoria de la guerra contra las drogas en Estados Unidos se materializa en el encarcelamiento de cientos de millares de personas predominantemente negras y de procedencia latina. Según The Sentencing Project, una organización que aboga por la reforma de la justicia penal norteamericana, aunque se estima que la población de color da cuenta sólo del 13% de la totalidad de su consumo, el 55% de los convictos y el 74% de los sentenciados por esa misma causa pertenecen a dicha etnia, al punto de que hoy hay más jóvenes negros recluidos en las cárceles estadounidenses que los que estudian en centros universitarios.

De otro lado, a pesar de que alrededor de cuatro quintas partes de las materias primas para elaborar cocaína y heroína provienen de Colombia y Afganistán, al menos hasta los sucesos del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, el grueso de las utilidades del negocio queda en manos distintas, específicamente en las de quienes controlan, allende sus fronteras y mucho más cerca de los mercados finales que de sus fuentes primarias, los otros eslabones de sus cadenas productivas. Así las cosas, los precios de exportación equivalen apenas al 10% o, a lo sumo, al 15% de los precios al por menor en los lugares de destino, alcanzando un gran total de aproximadamente US $20.000 millones, cifra similar a la de los ingresos de Coca Cola en el mundo. Mientras que su valor en la vía pública se tasa en US $150.000 millones, no lejano al de las ventas de la industria farmacéutica del globo –la lícita–, y próximo al de las de tabaco (US $204.000 millones) y al de las de licores (US $252.000 millones).

Como lo admitió el propio Presidente George W. Bush, durante una visita a México, el problema real es la demanda. No obstante, al menos en el corto plazo, es improbable que su nación adopte la legalización. 

Por tanto, dentro del marco de la realpolitik, por donde se debería empezar entonces es por la descriminalización o despenalización de los cultivadores. y por poner en marcha ambiciosos programas de desarrollo alternativo como un paso que preceda –y no suceda– las faenas de eliminación manual o mecánica de las plantaciones.

IV. TEJIDO SOCIAL Y RACIONALIDAD CAMPESINA

No es cierto, como suele afirmarse, que no exista tejido social en las zonas de cultivos de uso ilícito en la región Andina. Por el contrario, casi sin excepción, en cada rincón del territorio, independientemente de su grado de marginalidad, se hallan diversas modalidades de organización familiar, vecinal y comunal, cuya informalidad es sólo el producto de la falta de reconocimiento por parte de los Estados y quienes los dirigen.

Dentro de este orden de ideas, la unidad mínima que debe ser objeto de los programas de desarrollo alternativo es la familia, en vez de los individuos aisladamente considerado;. en segundo término, la vecindad con la que ésta se relaciona y, por último, la comunidad a la cual pertenece y dentro de la que se le identifica y acepta como miembro[12].

Tal es el escenario de donde surgen los patrones básicos de índole organizacional de los productores, quienes, bajo cualquier circunstancia, deben ser respetados e incorporados como elementos esenciales de los programas que se les propongan. Un caso muy ilustrativo es el conjunto de las relaciones de intercambio de trabajo solidario en algunas culturas y zonas expresadas en instituciones como la minca o minga, la mano cambiada, el aini y el ayllu.

De otra parte, hay que tener en cuenta los factores estacionales que son inherentes a la vida rural, cuya naturaleza da lugar a una amplia diversidad y complejidad de actividades combinadas en cabeza de las mismas familias. Por ejemplo, faenas domésticas, trabajos asalariados de tiempo completo o parcial, explotación de ganadería menor, tareas remuneradas o sin pago en efectivo de carácter solidario a favor de la vecindad o la comunidad, entre muchas otras.

O sea que la unidad típica de producción no necesariamente tiene que ser una parcela Y en cambio, podría ser la cantidad de actividades diversas que una familia realiza por unidad de tiempo. Luego, la productividad no siempre se puede medir por hectárea, sino, más apropiadamente, por la mano de obra familiar referida a un complejo de actividades.

Así las cosas, la coca casi nunca representa un monocultivo, sino apenas una parte dentro de la complejidad productiva de una familia, un núcleo vecinal o una comunidad. De suerte que podría afirmarse que, en términos de su racionalidad económica, el óptimo campesino es la minimización del riesgo mediante la diversificación de actividades y, como resultado, la  estabilización del ingreso familiar o grupal, según el caso.

Finalmente, hay que reconocer el liderazgo de la mujer, no por razones feministas, sino por argumentos relativos a la evidencia empírica, particularmente en el caso de las sociedades y los lugares más afectados por la violencia. Basta con subrayar que la mayoría de las cabezas de hogar en situación de desplazamiento o desarraigo, por presión guerrillera o paramilitar, son mujeres; que la mayoría de los microempresarios rurales no agricultores está conformada por mujeres, y que el índice de cartera vencida de la banca rural que está en cabeza de mujeres en la región Andina suele ser inferior al que figura a nombre de los hombres, como se puede comprobar con la experiencia de la banca rural y de las instituciones financieras especializadas en la pequeña industria.

V. LA REDEFINICIÓN DEL CONCEPTO

Ahora bien, a partir de las consideraciones hechas en los apartes anteriores es indispensable redefinir el concepto de desarrollo alternativo, precisar su alcance y reorientar las políticas. Así las cosas, esta herramienta debe ser entendida como un conjunto de procesos de desarrollo rural competitivo, diseñados para prevenir o reducir los cultivos de plantas que contienen sustancias sicotrópicas y que se usan con fines ilícitos, a través de estrategias y acciones de largo aliento y mediano plazo que, como mínimo:

a)      Generen empleo alternativo, estable y bien remunerado, no solamente de origen agropecuario, partiendo de la racionalidad económica y las características socioculturales de los grupos destinatarios. Es decir, mediante la consulta previa con éstos y su directa participación en las políticas, los programas y los proyectos. Es preciso tener en cuenta que, en el campo, la agricultura no aporta más de la mitad de los empleos, de suerte que deben evitarse los sesgos predominantemente agraristas en el tratamiento de problema.  

b)      Estén en capacidad de sustituir de manera gradual, eficiente y eficaz los flujos de caja de los sistemas de agricultura por contrato que, en general, caracterizan a las cadenas productivas de las drogas, basadas en la prestación a los agricultores de asistencia técnica, provisión de semillas, suministro de agroquímicos, financiación, pago oportuno de las cosechas, protección personal y articulación e integración vertical con las etapas posteriores de agregación de valor.

c)      Incorporen ejercicios de banca de inversión para identificar y seleccionar proyectos ya existentes, elaborar nuevas propuestas, capacitar empresarialmente a las comunidades, organizar socialmente la producción y a los cultivadores en escalas mínimas, diseñar y ofrecer líneas de crédito acordes con sus flujos de caja y establecer Unidades Ejecutoras transitorias hasta su arranque y consolidación bajo el control accionario y administrativo de aquellos[13].

d)      Reconozcan la etiología demográfica del fenómeno y que, en consecuencia, también cubran los lugares de origen de los cultivadores emigrantes y ataquen las causas económicas y sociales de su expulsión. Esto supone extender los programas hacia la reactivación de la llamada agricultura de los renglones tradicionales en los territorios mejor servidos en materia de infraestructura física y social y de las actividades no agrícolas relacionadas o conectadas con aquella, en vez de limitarse a introducir rubros exóticos, con mercados diminutos, en zonas agroecológicamente frágiles y sin infraestructura suficiente, como ha ocurrido con los esfuerzos de sustitución en buena parte de las áreas de cultivos de hoja de coca y amapola.

e)      Estén acompañadas de medidas que le hagan frente a los efectos inhibitorios de las variables macroeconómicas sobre las políticas sectoriales, locales y microeconómicas. Esto es, acudiendo a regímenes de excepción en las políticas de comercio, a un Fondo Andino de Garantías que avale ante la banca nacional e internacional las obligaciones crediticias de aquellos proyectos que adolezcan de insuficiencia en el respaldo y a subsidios directos bajo el amparo del principio de la multifuncionalidad de la agricultura y de la economía rural, en general, según el cual, en el caso de la región Andina, su relevancia yace más en consideraciones de índole geopolítica que meramente económicas, a la luz de su condición de herramienta de ocupación lícita y sostenible de sus territorios afectados por actividades ilícitas.

Ahora bien, las preguntas que surgen son: ¿Quiénes ejecutarían dichos planes y programas? ¿Acaso las agencias de ayuda o firmas de consultoría de las naciones cooperantes, tal como ha sucedido hasta el presente la mayoría de las veces, o las instituciones públicas de los países beneficiarios, generalmente descalificadas por aquéllas debido a su falta de eficiencia o pulcritud? ¿O las comunidades afectadas que, al haber sido consuetudinariamente ignoradas en el diseño y aplicación en este tipo de acciones, por no gozar de la confianza de los gobiernos de unas y otras, tampoco confían ni en las naciones cooperantes ni en las beneficiarias?

VI. ANDINIZACIÓN DE LA ESTRATEGIA

A fin de responder a estos interrogantes hay que reconocer que, como aquí se ha mostrado, la falta de una visión regional sobre el problema y sus soluciones sólo ha conducido hacia el desplazamiento de las áreas de siembra de unos sitios a otros, sin disminuir la producción y el tráfico. O sea, provocando lo que se conoce como el efecto globo, según el cual si se aprieta en un sector del globo, el aire buscará salidas en otras zonas. De paso, dando lugar, en cada país, a actitudes apenas reactivas, incoherentes y descoordinadas por parte de sus respectivos gobiernos, además de acciones fragmentadas, dispersas y, a la postre, ineficaces. Por tanto, es indispensable adelantar una sola estrategia, integral y unificada, de desarrollo y empleo alternativos para el conjunto de la región Andina. En otras palabras, se trata de andinizar estas políticas, de suerte que los países de la región:

Sobre el particular, se debe observar que los organismos de la cooperación internacional no deberían ser vistos ni considerados como los únicos responsables de ejecutar los programas de desarrollo alternativo. Por tanto, tampoco de sus eventuales éxitos o fracasos. Deben ser entendidos como codiseñadores y financiadores de prototipos o modelos bancables que, con el apoyo de Unidades Ejecutoras especializadas por proyecto, puedan replicarse y multiplicarse dentro del marco de las políticas regionales en  de desarrollo rural y sectorial, a partir de organizaciones creadas autónoma y libremente por sus propios beneficiarios.

Ahora bien, en cuanto se refiere a la estrategia de andinización de las políticas de desarrollo alternativo, es de lamentar que la captura del tristemente célebre Vladimiro Montesinos, cerca de la ciudad de Valencia en Venezuela, haya desviado la atención de los medios de comunicación y, por consiguiente, de la opinión pública regional y mundial, de las importantes declaraciones y decisiones  tomadas por el XIII Consejo Presidencial Andino que se celebraba simultáneamente en esa ciudad, durante los días 23 y 24 de junio del 2001. Allí, los Presidentes de Bolivia, Colombia, Ecuador y Venezuela y el presidente del Consejo de Ministros de Perú, suscribieron el Acta de Carabobo en la que, aparte de las consabidas declaraciones sobre la continuación de los esfuerzos de integración de sus respectivas naciones, adoptaron por primera vez un Plan Andino de Cooperación para la Lucha contra las Drogas Ilícitas y Delitos Conexos y determinaron que el Consejo Andino de Ministros de Relaciones Exteriores sería el órgano responsable de definirlo, coordinarlo y hacerle seguimiento[14].

Al contrario de lo que suele suceder en el seno de la Comunidad Andina de Naciones –el grupo de integración más antiguo del continente americano, pero el más rezagado a juzgar por sus logros–, la mencionada reunión del Consejo de Presidentes del área se salió de lo común por la indudable trascendencia de los compromisos alcanzados. No es aventurado afirmar que desde que se suscribió el Acuerdo de Cartagena, hace algo más de tres décadas, sus mandatarios no habían llegado tan lejos en materia de consensos. Pero no únicamente en los temas del comercio, sino fundamentalmente, en torno al eje de sus conflictos de índole social y geopolítica que, hasta el presente, había sido una especie de tabú, apenas manejado de manera aislada e inconsulta y como reflejo de exigencias unilateralmente impuestas por terceros países.

Se trata del narcotráfico, hasta hace muy poco visto como un problema de exclusiva responsabilidad de las naciones andinas, originado en los cultivos de uso ilícito , y por tanto, soluble sólo través de su erradicación forzosa. Pues bien, ahora las cinco naciones, mediante la decisión conjunta, libre y soberana de sus jefes de Estado, adoptaron un programa propio de cooperación. Léase bien: cooperación. Es decir, concurso mancomunado para enfrentar, en asocio con el resto del mundo, un flagelo planetario de múltiples e incontroladas aristas que dependen, en mayor proporción, de otros negocios conectados con los estupefacientes que de las siembras de sus materias primas. O sea, los precursores químicos, el lavado de activos, el tráfico de armas y explosivos y la distribución minorista, entre los más conocidos, pero menos combatidos.

Llama la atención, además, que por ningún lado se hubiera nombrado el Plan Colombia y que, en su lugar, se le hubiera brindado la bienvenida a la Iniciativa Regional Andina (IRA) “impulsada por el Gobierno de Estados Unidos de América, encaminada a fortalecer su cooperación en la lucha contra las drogas ilícitas, conjuntamente con el apoyo a la democracia, el desarrollo económico y social sostenible y la ampliación del comercio”. Al tiempo que, en su declaración, los estadistas reclamaban la prórroga y ampliación de la Ley de Preferencias Comerciales Andinas, incorporando a Venezuela y extendiéndola a la totalidad de las cadenas productivas de textiles y confecciones, manufacturas de cuero, derivados lácteos, atún enlatado y azúcar; a la Unión Europea le proponían, de manera perentoria, renovar y consolidar el Sistema Generalizado de Preferencias Andino “sin condicionamientos”; celebraban el establecimiento de un mecanismo de diálogo con la Federación de Rusia, y, finalmente, manifestaban su intención de poner en marcha un ejercicio de conversaciones y concertación con la República Popular China. En otras palabras, de un lado, invocaban y consagraban la multipolarización del fenómeno de las drogas, y, del otro, establecían que para resolverlo no bastaría reemplazar unas cuantas matas de coca y amapola por otras de renglones exóticos para mercados diminutos, sino que resultaba indispensable apoyar la agricultura tradicional.

Además de la agenda propiamente dicha, que consagró una concepción común sobre el principal problema que hoy enfrenta la estabilidad de la región Andina, el hecho más destacado fue, sin duda, la oficialización del papel rector que, en su tratamiento, están llamadas a desempeñar las cancillerías de los cinco países. Ello contrasta con la debilidad que, en materia de armonización y articulación, ordinariamente ha aquejado a otras órbitas de los Estados, como, por ejemplo, los ministerios que se ocupan de políticas de estricta índole sectorial, más expuestos a la presión de intereses internos y de corto plazo que dispuestos a comprometerse con responsabilidades de naturaleza geopolítica de amplio espectro, allende el ámbito puramente comercial, en particular de cara a las oportunidades y amenazas del controvertido, pero irreversible, proceso de globalización de las economías.

El nuevo reto exigirá, naturalmente, una readecuación sustancial del aparato burocrático y técnico del servicio exterior de las naciones que conforman la Comunidad Andina, cuyas funciones tienen que partir de una visión diferente de la que tradicionalmente se ha tenido de la diplomacia, casi siempre más cercana a lo ritual y lo consular. Y, en cambio, abordar en adelante la conducción de negociaciones conjuntas en asuntos tales como ayuda externa, medidas de excepción para el acceso privilegiado de bienes y servicios provenientes de programas de desarrollo alternativo a los mercados más prósperos del planeta, créditos tributarios otorgados por sus respectivos fiscos, a empresas o personas naturales contribuyentes procedentes del denominado Primer Mundo que efectúen inversiones en aquellos,  mayor libertad de circulación en los países consumidores de droga para las familias desplazadas que buscan empleo como resultado de políticas de erradicación, fondos de garantías para respaldar créditos de fuentes multilaterales destinados a financiar proyectos de inversión de desarrollo alternativo y acuerdos para promover el usufructo de patentes que amparan tecnologías de punta en salud y agro, entre otras.

El Plan Andino de Cooperación en la Lucha contra las Drogas y la regionalización de las estrategias sobre desarrollo alternativo podrían permitir a las cancillerías de esta convulsionada esquina del orbe recuperar el liderazgo geopolítico para cuyo ejercicio fueron concebidas. Se trata no sólo de velar por la coherencia que invariablemente deben guardar los cinco gobiernos de la zona frente a estos cometidos de largo aliento, sino, también, de buscar un mayor poder de concertación y negociación frente al resto del mundo en los temas vitales de su seguridad comunitaria, superando la estrechez de lo meramente coyuntural, como bien lo demostraron durante los preparativos de las discusiones de Valencia.

Esta es una compleja tarea que exigirá voluntad política sin par y un renovado esfuerzo de construcción de consensos, en capacidad de superar las formidables dificultades que, a lo largo de un tercio de siglo, han entorpecido la conformación de una genuina área de libre comercio en la región. De suerte que la idea fuerza pase a ser el concepto geopolítico de la seguridad ciudadana regional, alrededor del cual se supediten las demás políticas comunes, incluyendo las de integración de los mercados.

VII. RECUPERACIÓN DEL AGRO Y EL BOSQUE

Uno de los mejores ejemplos de la agricultura tradicional que debe ser tratado como un reglón genuinamente alternativo –o mejor preventivo– de los cultivos de uso ilícito en la región Andina, es el del algodón, así no se produzca necesariamente en los mismos sitios o en los mismos pisos térmicos donde crecen aquellos.

En contraste con el gravoso tratamiento arancelario otorgado a la región Andina, ocurre que el Congreso de Estados Unidos aprobó, a partir de octubre del año 2000, la extensión de los beneficios de la llamada Iniciativa de la Cuenca del Caribe a las confecciones provenientes de Costa Rica, República Dominicana, Salvador, Honduras y Guatemala.. Es decir, desde esa fecha estos productos originados en dichos países tienen acceso, sin aranceles, a los opulentos consumidores norteamericanos, pero con la condición de que en su elaboración se utilicen telas e hilados provenientes de allí. En otras palabras, se trata de una medida que está limitada únicamente a las operaciones de maquila con materias primas producidas en Estados Unidos.

Ahora bien, de las 7.000 empresas existentes en la región centroamericana que trabajan bajo tal sistema, y que el año 2000 exportaron US $9.000 millones a esa rica nación, cerca del 80% son de capital también norteamericano.

En cambio, en Colombia, cuyas exportaciones de textiles y confecciones sólo llegan a los US $500 millones por año, existen unas pocas compañías maquiladoras de tamaño significativo, pero en su totalidad de propietarios nacionales, a quienes, por tal razón, les fue negada la referida preferencia que sus directivos venían gestionando con el apoyo del gobierno. Y en Perú, donde las exportaciones del sector en el 2001 ascendieron a casi US $800 millones, y vienen creciendo a un ritmo notable y sostenido, representa el segmento más importante entre las cadenas productivas y uno de los que exhibe con mayor claridad un alto grado de competitividad internacional. De suerte que su dinamismo está en condiciones de convertirse en el mejor vehículo de la recuperación de la producción de algodón.

El camino más indicado a seguir consiste, entonces, en pensar y actuar en términos del corredor andino de la coca –Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú–, que en la actualidad es beneficiario del régimen de comercio preferente del ATPA que concede Estados Unidos (Andean Trade Preferences Act), cuya vigencia terminó en noviembre del año 2001. El objetivo debe ser la prórroga de dicho mecanismo por un período de diez años adicionales, incorporando al mismo el acceso libre y sin condiciones de la cadena integrada algodón –textiles– confecciones de los cuatro países, para impulsar la recuperación de la producción de la fibra, cuya generación masiva de empleo no calificado en las áreas rurales sería comparable a la que, en las ciudades, están en capacidad de aportar los sectores de la construcción de vivienda e infraestructura.

Es exclusivamente a través de este tipo de acciones, de rápido impacto y muy amplia escala, como se podrían crear cientos de miles de puestos de trabajo que contrarresten, efectivamente, las oportunidades que a los desplazados rurales les brindan los cultivos de hoja de coca y de amapola en calidad de ocasionales, explotados y perseguidos raspachines. Para ello no hay camino diferente al de rescatar la agricultura tradicional, que, integrada con procesos del más alto valor agregado posible, permita a los productores llegar con renglones lícitos a los mercados más grandes.

Por tanto, si se pretende obtener éxito genuino al reemplazar la economía clandestina de la coca y la amapola, las políticas de desarrollo alternativo no deben continuar circunscritas a las siembras de unos cuantos rubros exóticos, con diminutos e inciertos mercados, en zonas marginales y agroecológicamente frágiles. Por el contrario, es imperativo reorientarlas hacia fronteras agrícolas viables, de donde continúan siendo expulsados sus más pobres moradores para a caer luego bajo el amparo de las mafias. Sin duda, la eliminación de las barreras del mercado estadounidense para las confecciones hechas con algodón cosechado en los campos de la región Andina, sería una de las mejores opciones posibles e inmediatas de ocupación alternativa en sus naciones cocaleras.

En suma, el desarrollo integral y competitivo del sector rural, en su conjunto, pero, especialmente, de los sectores agropecuarios de las áreas de donde, por falta de oportunidades rentables de trabajo, ha sido expulsada la mayoría de las familias que, en la actualidad, se ocupan en la región Andina, permanente y directamente, de sembrar y recolectar  materias primas de uso ilícito, representa la mejor vía posible para prevenir, eliminar y sustituir esta actividad.

Por tanto, la recuperación y la defensa de la producción primaria dentro de la frontera agropecuaria tradicional mejor dotada de infraestructura, procurando la mayor agregación de valor posible en manos de los mismos agricultores y ganaderos bajo diversas formas asociativas o solidarias, así como la promoción de sus actividades conexas de naturaleza no agrícola, generadoras de empleos alternativos, constituyen, sin duda, el dique más eficaz contra la expansión de los cultivos de hoja de coca y amapola. Ahora bien, dado que muchas de las áreas donde éstos se hallan está constituida por ecosistemas en extremo frágiles, carentes de la más mínima infraestructura y se ubican en lugares muy alejados de los centros de consumo, allí las soluciones de cultivos alternativos no siempre son viables en el corto plazo, en cuanto a la rentabilidad y la sostenibilidad ambiental. En tales casos, el problema debería enfrentarse de manera inmediata adoptando programas masivos de regeneración y preservación del bosque tropical, remunerando tales servicios ambientales con jornales no inferiores a los mínimos legales, con cargo a recursos de la cooperación internacional, en combinación con pactos voluntarios de eliminación manual de las plantaciones objeto de sustitución. Esta salida, realista pero aún ignorada por los Estados y los cooperantes, como ya se mencionó, hace parte de la propuesta de Gobierno 20022006 para Colombia de Álvaro Uribe Vélez[15].

Tales programas deberían obedecer a la iniciativa de las mismas comunidades campesinas y ser administradas, en lo posible, por sus propias organizaciones, en vez de acudir a la vena rota de costosas consultorías foráneas o extrañas a su particular racionalidad socioeconómica y cultural, como lamentablemente ha sucedido en algunos países, donde, según se ha visto, buena parte de los proyectos de desarrollo alternativo no ha arrojado los frutos esperados por sus supuestos beneficiarios, pero sí jugosos dividendos para sus numerosos intermediarios.

Finalmente, en los casos en que se precise adquirir de tierras para  cultivadores de hoja de coca y amapola o de otros beneficiarios potenciales que requiriesen ese apoyo por causas sociales diferentes, se deberían escoger únicamente áreas aptas para la explotación agropecuaria eficiente, y su adjudicación se debería hacer por el 100% de su valor comercial, el mismo que se pagaría a sus respectivos propietarios, pues está, hasta la saciedad, comprobado que el campesinado carece de capacidad alguna para atender pagos derivados de la compra de predios, así sea en mínima parte, además de requerir la liberación total de sus inmuebles para tenerlos disponibles como garantía hipotecaria de los créditos que requieran para su explotación productiva

VIII. CAFÉ: DESARROLLO ALTERNATIVO PREVENTIVO

Por representar el café uno de los cultivos más socorridos en la actualidad como alternativa a los de uso ilícito, resulta oportuno advertir sobre los peligros que se ciernen sobre el futuro del grano y mostrar el grave error que significaría persistir en esta salida mediante el simple, indiscriminado y masivo incremento de las áreas sembradas en la región Andina.

Para comenzar, no sería realista pretender o pensar en que se restablezca el Pacto Mundial del Café, cuyo colapso tuvo lugar en 1989, debido, fundamentalmente, a la resistencia de los consumidores a financiar los crecientes inventarios del grano y a la supresión del aval de Estados Unidos a dicho mecanismo. En efecto, ya no resultaría factible renovar entre países productores y consumidores este tipo de acuerdos en el ámbito global, ni suplirlos por sistemas generalizados que mantengan los precios del mercado planetario dentro de franjas administradas por consenso. La evolución de las prácticas de comercio, la apertura de las economías, los procesos de integración y la fragmentación de su producción, bajo múltiples modalidades tecnológicas y laborales, lo harían inviable.

Adicionalmente, los miembros de la Asociación de Países Productores de Café (ACPC) –entre ellos Brasil, Colombia y Costa Rica–, interrumpieron de manera oficial el plan de retención de las exportaciones del grano, que había sido el último intento por recuperar los precios, mediante el cual, con una reducción del 20% de las mismas, se esperaba alcanzar una cotización superior a los US $0.95 por libra. La razón, según el señor Valdemar Leao, presidente brasileño ad hoc de la Asociación, es que el sistema simplemente no funcionó. De otra parte, la ACPC reúne apenas a catorce países, de un total cercano a cincuenta productores de café; Vietnam, el segundo productor mundial, no forma parte de la misma.

México y algunos países centroamericanos han propuesto un plan alternativo para reducir la oferta, en vez de almacenarla, consistente en comprar y destruir de cafés de baja calidad. No obstante, India e Indonesia, dos de los más importantes productores, han rechazado la idea; como lo ha hecho, también Brasil, el mayor exportador.

La disponibilidad mundial de café fue de 150 millones de sacos en el año 2000 y se estima que así se mantuvo durante el 2001. En efecto, aunque la producción para la cosecha 2000–2001 cayó a 110.4 millones de sacos, comparada con 114.7 millones de la anterior, según la Organización Internacional del Café (OIC), se prevé que la actual sobreoferta continuará, principalmente debido al virtual estancamiento del consumo. Es más, la demanda de los países importadores tuvo una caída del 3% en el 2000, al llegar a 76.7 millones, y el consumo per cápita cayó en un 3.6%, al pasar de 4.68 kilogramos en 1999 a 4.41 en el 2000. En tanto que los inventarios en manos de los productores eran de 22 millones de sacos y los que tenían los consumidores, de 16.3 millones a diciembre del año 2.000, unas cifras sin precedentes. Y, como bien se sabe, el mercado se guía más por los niveles de existencias que por los de la producción y las ventas.

En cuanto se refiere al café tipo gourmet, de calidad superior, su demanda efectivamente está creciendo en todo el mundo, particularmente en Estados Unidos, el primer comprador, con un mercado total  de US $7.000 millones por año. El consumo de los cafés especiales con alto valor agregado (expreso, capuccinos, con leche, helados, con granos tostados y tostados molidos, etc.), por su parte, creció el 14% en el mercado norteamericano durante el año 2000, mientras que el de los llamados cafés tradicionales disminuyó en 2%. Sin embargo, el volumen de aquellos es aún muy reducido. En el caso de Brasil, el segundo consumidor del mundo, este segmento especial representa menos del 5% de su mercado anual, de US $1.020 millones, aunque se espera que crezca en 400% durante el próximo lustro. Y en cuanto al denominado comercio justo, liderado por la organización europea Fairtrade, que en la actualidad está pagando un precio promedio de US $1.26 por libra, superior al doble de la cotización corriente, apenas llega a una porción insignificante del mercado, habiendo alcanzado en Europa, el año 2000, unas ventas de US $212 millones y en Estados Unidos, cuatro millones de libras, es decir, menos del 1% del total.

No obstante, de todas maneras, las nuevas condiciones colocan a la región Andina en el mediano plazo, en una situación frágil y competitivamente desfavorable. Para comenzar, en cuanto se refiere a la oferta, cabe señalar el surgimiento de Vietnam e Indonesia –con tierras de muy bajo valor, salarios irrisorios y masivos empréstitos del Banco Mundial a tasas de interés subsidiadas–, como nuevas potencias cafeteras, con precios de punto de equilibrio que oscilan entre US $0.25 y US $0.30 por libra, en tanto que los precios de los cinco países de la región Andina, aún bajo condiciones de alta eficiencia, bordean los US $0.70; también hay que tener presente la reducción de costos y la notable mejoría cualitativa de Centro América y la mecanización masiva del sector en Brasil y su impacto favorable sobre sus niveles de gasto en campo y poscosecha, especialmente en la fértil región del Cerrado, alejada, por lo demás, de las temidas heladas (aunque ansiadas por el resto del mundo productor de café), donde el costo de producción por libra se estima que ha disminuido a US $0.36. Y, en cuanto a la demanda, hay que destacar el virtual estancamiento del consumo per cápita, como ya se anotó, la creciente competencia de otras bebidas naturales, en especial entre la juventud y el afianzamiento del poder oligopsónico del minúsculo grupo de compañías transnacionales que manejan el negocio de la elaboración, la distribución y la comercialización mayorista y detallista del café.

Por tanto, sin desmedro de que los países andinos continúen los esfuerzos para renovar las plantaciones en las zonas más aptas, reducir costos, incrementar la productividad por hectárea a, por lo menos, 150 arrobas, asegurar la calidad, y promover los llamados cafés especiales, orgánicos, tipo gourmet, de marca, y los cafés para el comercio justo –así como desarrollar los, hasta ahora subestimados, mercados internos como lo hizo Brasil al pasar de 8 a 12 millones de sacos anuales–, la vía más indicada es adoptar una política conjunta de largo aliento, durante un período no inferior a dos lustros, destinada a la reconversión de la economía cafetera.

Dicha política debe contemplar, como mínimo, la reducción sustancial de algunas áreas sembradas y el cambio en el uso de sus suelos, la identificación y el impulso de fuentes alternativas de empleos agrícolas y no agrícolas, y la creación de incentivos especiales a la inversión, la innovación tecnológica y la capacitación, ajustadas a las nuevas estructuras económicas que reclaman las zonas productoras, según las específicas características agroecológicas, socioeconómicas y culturales de cada caso, en cada cuenca o zona de cada país en particular.

Dicho proceso tiene que ser paulatino y concertado con las comunidades de los productores y los gobiernos locales y, contar desde ahora, como herramienta de transición, con un Sistema Andino de Sustentación de Precios que cubra, al menos, bajo óptimos estándares de calidad y eficiencia, los costos directos de producción, cumpliendo en forma estricta y verificable pactos de reconversión que se deriven de la política antes mencionada, previo el empadronamiento de los productores y la observancia de ciertos requisitos en términos de antigüedad, dependencia, estabilidad y tradición en el oficio de la caficultura.

Una experiencia análoga, aunque con no pocos yerros, de los que habría que aprender lecciones para no replicarlos, la ha vivido México durante la última década, con el programa conocido con el nombre de Procampo, diseñado para adecuar la estructura productiva de su agricultura tradicional –en especial del maíz, el fríjol y las oleaginosas–, a la apertura de su economía y a la integración comercial dentro del marco del Tratado de Libre comercio del Norte, o NAFTA, por sus iniciales en inglés.

La principal fuente de financiamiento de esta política y del cubrimiento de las diferencias entre los precios de sustentación y las cotizaciones mundiales –cuando las hubiere, como hoy sucede–, debería ser la cooperación internacional para el desarrollo alternativo –proveniente, en su mayoría, de la Iniciativa Regional Andina de Estados Unidos, de la Unión Europea y de la Organización de las Naciones Unidas–. Pero no para de sustituir cultivos de hoja de coca y amapola por más café, sino para evitar que la producción actual de éste termine siendo reemplazada por aquellos. Es decir, se trataría de un genuino programa de desarrollo alternativo preventivo.

Al menos en  Perú –en los valles de Quillabamba, Chanchamayo y el río Apurímac–, donde el café ocupa, como en Colombia, el primer lugar entre las exportaciones agrícolas lícitas, la crisis de los precios (2 soles por kilo frente a un costo superior al doble), que luce cada vez más estructural que meramente coyuntural, es evidente que está contribuyendo a que resurjan las plantaciones de coca, a que se siembren nuevas extensiones y que aparezca la amapola, que antes no se conocía. Este fenómeno es de conocimiento público en ese país y, además, ha sido señalado  por publicaciones tan prestigiosas como The Economist. En Bolivia, en la zona de los Yungas, la crisis del café ha contribuido a agudizar la pobreza extrema, convirtiéndola en la más seria amenaza contra la tranquilidad pública y la sostenibilidad de su política conocida como “coca cero”.

Así las cosas, las naciones andinas deben negociar colegiadamente la utilización de recursos de la cooperación internacional para el desarrollo alternativo, bajo la seguridad de que la relación beneficio–costo de su inversión en este propósito transformador de sus economías cafeteras sería mucho más positiva que la de la hasta ahora desembolsada para el sostenimiento de la guerra que el Presidente Nixon declaró, hace tres décadas, contra las drogas sicotrópicas prohibidas.

Lo cierto es que el café –el segundo producto básico más transado en el mundo, después del petróleo–, a pesar de todas sus vicisitudes, aún representa la más importante actividad generadora de ocupación rural permanente en la región Andina, pues de su producción dependen directamente más de 1.2 millones hogares –es decir 6 millones de habitantes que equivalen a una quinta parte de la población del campo–, sin contar con la mano de obra migrante o itinerante que se requiere para recolectar las cosechas. Además, su estructura típica de tenencia es de minifundio, con un promedio de 1.5 hectáreas por unidad productiva. En tanto que, por lo pronto, no hay a la vista otras opciones viables en capacidad de detener, en el corto plazo –así sea transitoriamente–, el éxodo de sus gentes hacia la clandestinidad, la informalidad y, eventualmente, la ilegalidad.

Por tanto, se trata de un serio problema de seguridad ciudadana regional, que exige una respuesta común y urgente, a fin de que, a lo largo de un lapso que no debería ser inferior a una década, sus labriegos y sus familias cuenten con flujos de caja que les permitan, de manera gradual, reducir sus áreas, reconvertirlas, encontrar otros oficios legales o, simplemente, abandonar la actividad, sin sacrificar su supervivencia ni fracturar la estabilidad social de sus comunidades.

Finalmente, una nueva reunión del Consejo Andino de Ministros de Relaciones y de los Ministros de Agricultura de la región Andina, debería constituir el escenario para la discusión de esta propuesta, dentro del marco del Plan Andino de Cooperación en la Lucha contra las Drogas Ilícitas y Delitos Conexos, suscrito por sus presidentes durante el XIII Consejo Presidencial Andino ya referido.

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[1] Mientras el equivalente del valor al detal de un kilogramo de cocaína de 100% de pureza en manos del consumidor final, en las calles de las principales ciudades de Estados Unidos, alcanza los US $100.000, el precio pagado por la cantidad de la hoja de coca en predio rural que se requiere para producirlo sólo es de US $500. 

[2] IICA. Grupo Inter-agencial para el Desarrollo Rural de las Américas. Panamá, abril del 2001. 

[3] The Economist, op. cit.

[4] DE REMENTERÍA,  Ibán. La guerra de las drogas. Planeta Colombiana S.A. Bogotá, junio del 2001.(¿Página consultada?)

[5] VARGAS, Ricardo. Fumigación y conflicto. Tercer Mundo Editores. Bogotá, noviembre de 1999, página .

[6] A diferencia de Bolivia y Perú, en Colombia, donde se halla el 70% de la extensión dedicada a cultivos de uso ilícito en la región Andina, los métodos manuales y mecánicos de erradicación están prohibidos y penalizados por ley. Por tanto, sus cultivadores, al estar por fuera de la Ley , adquieren el carácter de delincuentes. De esa manera se le abre el camino a las fumigaciones y se dificulta, en grado sumo su relación con el Estado para propósitos del desarrollo alternativo. 

[7] DE REMENTERÍA. Op. cit., página XX

[8] OPENHAIMER, Andrés. Ojos vendados.  Sudamericana. Buenos Aires, marzo 2001, página XX

[9] THOUMI, Francisco E. op. cit. Debe recordarse, además, la valiente postura de Fany Kertzman, sobre el tema, directora de la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales Colombia.

[10] FRIEDMAN, Milton y ROSE. Free to Choose. Harcourt Brace Jovanovich.  Nueva York 1980, página XX.

[11] BARRO, Robert. Op. cit, página XX.

[12] MUSSO, Eduardo consultor del IICA, está adelantando una minuciosa investigación sobre el tema en Perú.

[13] En un capítulo posterior se explica este concepto.

[14] Acta de Carabobo y Plan Andino de Cooperación para la Lucha contra las Drogas Ilícitas y Delitos Conexos. XIII Consejo Presidencial Andino. Valencia (Venezuela), 23 y 24 de junio del 2001.

[15] URIBE VÉLEZ, Álvaro op. cit. Página XX


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