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Carlos Gustavo Cano
Reinventando el desarrollo alternativo

INTRODUCCIÓN

Al igual que la prostitución y la tala generalizada de bosques naturales, el cultivo de materias primas para la elaboración de drogas ilícitas no debe tratarse como una conducta meramente delictiva, sino, principalmente, como el resultado de la racionalidad económica de quienes lo practican. Asimismo, sus protagonistas, antes que ser responsables exclusivos de los graves efectos ambientales, sociales y económicos provocados por este flagelo, son víctimas de quienes realmente hacen posible esta práctica, quienes la estimulan y la controlan a través de las cadenas de agregación de valor, que van desde la compra de las materias primas en el campo hasta el tráfico y la comercialización del producto finalmente elaborado al detal[1].

Contrario a lo que generalmente se cree, los cultivadores de coca y amapola, como ocurre con la mayoría de los productores primarios de los bienes básicos para la subsistencia campesina dentro de la frontera agrícola lícita de la  región Andina, no cuentan con poder de negociación alguno en su mercado, y, por tanto, a duras penas alcanzan unos ingresos que les permiten sobrevivir en medio de su pobreza estructural.

Y, como si fuera poco, aquellos –los cocaleros y amapoleros– están sometidos a una situación aún más próxima a un régimen esclavista que la que suelen padecer los labriegos comunes y corrientes. Se trata de una estructura de monopsonio absoluto. Es decir, caracterizada por la presencia de un único comprador posible, quien, a su vez, depende de una cadena, también única, que llega en medio de la clandestinidad, hasta los consumidores finales en el exterior.

Dicho comprador también suele ser el proveedor único de todos los demás bienes y servicios que, bajo condiciones normales les serían suministrados por el Estado o por distintos agentes privados de la sociedad, tales como el financiamiento previo para capital de trabajo y adecuación de tierras, la asistencia técnica, la entrega en el sitio de cultivo de las semillas y los insumos, el transporte, la compra y el pago y la protección de las cosechas. Naturalmente, si no existiera dicha cadena, que nace de la demanda final, tampoco existirían los cultivos. De la misma manera que si no hubiese compradores para la soya, las frutas o la leche, tampoco habría producción.

El mercado suele ser la fuerza más poderosa de los procesos económicos, pero, muy especialmente, de la agricultura de uso ilícito. Por ende, en el caso de las materias primas para producir drogas altamente demandadas, pero de consumo prohibido, el mercado suele ser  más fuerte que la represión. .

Por tal razón,  las fumigaciones desplazado las siembras hacia lugares más remotos y menos accesibles a las autoridades y sus equipos aeronáuticos. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con la coca desde el departamento de Guaviare hacia Caquetá, Putumayo y Nariño y, también, hacia el Magdalena Medio y el sur de Bolívar.

Como consecuencia de lo anterior, el área plantada total se calcula que pasó, desde que las siembras se iniciaron masivamente en 1994, de 40.000 a 170.000 hectáreas en la actualidad, lo que ubica a Colombia en el primer lugar entre todos los países productores, superando por amplio margen a Bolivia y Perú. Algo de similar proporción está sucediendo con la amapola o adormidera, principalmente en los departamentos de Tolima, Huila y Cauca, y en la Serranía del Perijá.

A la luz de estos hechos no se puede menos que reconocer el fracaso que ha arrojado el programa convencional de erradicación. Baste recordar que en 1995, el entonces presidente de Colombia, prometió ante el cuerpo diplomático en pleno acreditado en el país, que en menos de 24 meses acabaría con la totalidad de los cultivos ilícitos. Y que en 1988 el Congreso de Estados Unidos adoptó una resolución mediante la cual proclamó como propósito nacional tener totalmente liberado a su país de la afluencia de drogas ilícitas en 1995.

Sin embargo, hoy el problema es mucho más grave debido a que esa política, como lo señala uno de los primeros y más juiciosos documentos escritos sobre el tema, “ha fallado persistentemente durante décadas porque ha optado por la retórica en vez de la realidad, y por el moralismo en vez del pragmatismo”[2].

No es de extrañar, entonces, que el empeoramiento de la situación haya avanzado sin cesar. Ello, a pesar de que, mientras en 1980 el presupuesto federal para el control de las drogas era cercano a US $1.000 millones y los de las autoridades estatales y locales eran tres veces mayores, en 1997 aquel ya era superior a los US $16.000 millones y el de éstas equivalente a otro tanto; a pesar, también, de que durante el mismo lapso los detenidos en las cárceles norteamericanas por violar las leyes relativas al control de las drogas ilícitas pasaron de 50.000 a 400.000, y mientras que al finalizar el año 2001 se hallaban reportados 460.000. 

Colombia, guardadas las proporciones, ha realizado un esfuerzo análogo al de Estados Unidos. En efecto, ha gastado una suma muy apreciable en la fumigación de cultivos de coca y amapola. Pero, infortunadamente, sin haber puesto en marcha con antelación una política agroeconómica vigorosa y perseverante de prevención de los mismos, mediante alternativas duraderas, autosostenibles y rentables dirigida a los campesinos en sus lugares de origen, de donde, por diversas circunstancias socioeconómicas o políticas, han venido siendo desplazados hacia las selvas y el bosque húmedo, donde en general la agricultura convencional no es ni económica ni ambientalmente viable. De otra parte, dichos gastos y gestos han sido típicamente reactivos al narcoterrorismo y a las presiones internacionales, en vez de ser deliberados y proactivos.

Finalmente, cabe destacar una diferencia sustancial entre el tratamiento que las autoridades nacionales y norteamericanas le han aplicado al caso colombiano y el que rige para Bolivia y Perú. En efecto, en estos dos países el acto de cultivar no está criminalizado, de suerte que sus esfuerzos de interdicción están orientados, principalmente, a combatir las redes de compras, no a los campesinos ni a sus sementeras, independientemente de su condición de lícitas o ilícitas. En Colombia, hasta ahora, se ha vivido una situación completamente opuesta, que riñe con la más elemental racionalidad campesina.  

Ahora bien, sin duda el costo más alto entre todos los que ha tenido que pagar la nación colombiana por cuenta de este fenómeno, y de su equivocado tratamiento, es que el mismo se haya convertido en la mayor fuente de financiamiento de los movimientos guerrilleros y paramilitares, a través de los servicios de protección y tutela que estos grupos les brindan a los cultivadores y a los narcotraficantes que controlan las redes de compras de las cosechas. Como ha comprobado Francisco E. Thoumi, “en las zonas de cultivos ilícitos la guerrilla reemplaza al Estado, hace cumplir sus propias leyes y proporciona servicios educativos y policiales a la población. La mayor parte de los ingresos de las guerrillas en esas zonas provienen de los aranceles a las exportaciones que cobran a la droga que sale de la región”[3].

De otra parte, es evidente la conexión, admitida por el propio presidente Clinton, entre los traficantes y los insurgentes[4]. Ya lo había advertido, en el caso del Perú el profesor de economía de la Universidad de Harvard  Robert J. Barro, antes de que ese país reorientara su política contra las drogas y de que la competitividad, y la consecuente virulencia del negocio, se trasladaran a Colombia: “Vale la pena notar como una lección de largo plazo que la fuente clave del poder económico de Sendero Luminoso era la política de drogas del gobierno de Estado Unidos. Los terroristas peruanos obtenían la mayor parte de sus ingresos de los servicios de protección que ellos les suministraban a los narcotraficantes locales. El gobierno de Estados Unidos podía haber logrado el mismo resultado si les hubiera dado la ayuda en dinero directamente a los terroristas. Fundamentalmente, el problema provenía de la demanda de drogas en Estados Unidos en combinación con la política de su gobierno de reprimir la oferta haciendo ilegal y peligroso su comercio. Si las drogas fueran legalizadas, entonces la demanda por los servicios de protección de Sendero Luminoso desaparecería junto con sus ingresos (como también los ingresos de muchos criminales en Estados Unidos)”[5].

Barro, conocido entre la comunidad académica del planeta por su conservatismo y su monetarismo en materia económica, fue también discípulo y compañero, en la Universidad de Chicago, del premio Nobel de Economía Milton Friedman el más serio, célebre e ilustrado defensor de la legalización de las drogas en los países consumidores, junto con la revista inglesa The Economist. Sin embargo, en vista de la inviabilidad de tal escenario, al menos en el corto plazo, desde el ángulo del pragmatismo es forzoso explorar otras salidas diferentes a  la alternativa exclusiva de las fumigaciones y más realistas que la despenalización del consumo.

Mientras subsistan las fallas de la política para controlar el consumo en su mayor mercado, y habida cuenta de que, por lo menos en el corto plazo, la adopción de medidas tendientes a despenalizarlo continuará siendo muy improbable, se impone, entonces, la necesidad de acompañar la reorientación de las prácticas puramente represivas con medidas previas que, en las naciones de la región Andina, consulten la racionalidad económica del medio millón de familias campesinas y desplazadas de sus lugares de origen que, de manera directa, permanente y exclusiva, subsisten hoy de los cultivos ilícitos.  

En primer lugar, ya se mencionó el absurdo contrasentido ético  económico, que implica  de tratar a los cultivadores como meros delincuentes, en vez de hacerlo exclusivamente con las redes comerciales controladas por los narcotraficantes nacionales y extranjeros. Esa actitud representa, de un lado, un desperdicio absoluto de los cuantiosos recursos gastados en tan contraproducente lucha, y una lesión inconmensurable contra el medio ambiente y, de otro, de entrada un obstáculo insalvable a la puesta en marcha de cualquier política eficaz de desarrollo alternativo.

En segundo término, cabe destacar las experiencias exitosas de otros países en estos temas, por ejemplo, Malasia. En este país, luego de la ocupación japonesa durante la Segunda Guerra Mundial, se padeció una prolongada insurgencia de guerrillas comunistas hasta principios de la década de los años sesenta y una expansión del área rural dedicada a cultivos de uso ilícito. Un factor que coadyuvó sustancialmente a erradicar  ambos problemas fue, precisamente, el desarrollar los cultivos de palma de aceite y de caucho, con base en una organización social de índole genuinamente campesina para su producción integrada verticalmente hacia adelante. Así las cosas, ha tenido reconocido éxito la Federal Land Development Authority (Felda), el organismo estatal encargado de los programas de reasentamiento de la población campesina, que se destinan a convertir en propietarios de pequeñas parcelas de caucho y palma de aceite a los más pobres pobladores de zonas rurales organizados en unidades integradas de no menos de 5.000 hectáreas. Hoy, más de la mitad de la producción de caucho y palma de este país, que ocupa el primer lugar en el mundo en ambos renglones, proviene de estos pequeños productores, también los más eficientes del planeta.

Además de contribuir a recuperar el bosque tropical, a proveer servicios ambientales y hacer reforestación masiva que, como ha sostenido Álvaro Uribe Vélez, constituyen la salida más viable en las zonas de cultivos de uso ilícito propiamente dichas[6], se trata de dos renglones en los cuales la región Andina debe poner sus ojos como una de las más promisorias opciones para garantizar la prevención de los cultivos ilícitos e inducir su sustitución, específicamente de la coca, por cuanto la rentabilidad del caucho y la palma africana y las condiciones agroecológicas de las zonas son óptimas para aquellos propósitos. Además, como la coca es un cultivo perenne, si se quieren obtener resultados duraderos y confiables, las fuentes que se creen como alternativas de ingreso a este rubro ilegal deberían ser, también, y en lo posible, permanentes.

Tal como lo ha afirmó Arturo Infante, ex rector de la Universidad de los Andes y ex embajador de Colombia en Malasia, en un documento oficial sobre el tema[7], “las dudas se desprenden del alto costo del programa de lucha contra los cultivos de uso ilícito (que estimó en US $1.000 millones para 1996), de la magnitud de las externalidades ecológicas negativas y de los dudosos efectos de la erradicación sobre unas plantas bien dotadas por la naturaleza para sobrevivir. Si una gran población de campesinos pobres y sin trabajo se añade a esta situación, la probabilidad de fracaso aumenta con el tiempo. Por tanto, es necesario crear nuevas fuentes de ingreso en las regiones de plantaciones ilícitas con el propósito de ofrecer riqueza, seguridad y sentido de pertenencia a los trabajadores rurales, a fin de disuadirlos de sembrar para los carteles de las drogas. Si los cultivos de coca y amapola son simplemente destruidos y nada se ofrece a cambio a la población como un futuro medio de vida, es muy probable que estas personas comiencen muy pronto y sin dificultades nuevas plantaciones en el vecindario. El creciente enlace entre la guerrilla y las mafias de la droga facilita  esta posibilidad.”

Así las cosas, no queda camino más lógico ni potencialmente más efectivo que acudir a la racionalidad económica campesina, que es donde se encuentran los verdaderos motivos que han conducido a una considerable porción de la población rural  a tomar el rumbo de los cultivos de uso ilícito. Es decir, acudir a la vía del denominado desarrollo alternativo, pero de manera seria, contundente, afirmativa y perseverante.

Sin embargo, se debe anotar que el vocablo alternativo, aparte de su estricto significado semántico, también lleva implícita, en nuestro medio, una connotación de algo transitorio, producto de la emergencia o la urgencia, destinado a apaciguar el ánimo de alguien o de algunos de manera temporal. De ahí el escepticismo que despierta cuando de soluciones sustanciales a problemas permanentes se trata, siendo más bien aceptado como indicativo de medidas provisionales para responder a dificultades de orden coyuntural.

De otra parte, el término inspira comprensible desconfianza, pues con su propiedad adjetiva apenas conlleva un sentido de promesa sin garantía de cumplimiento. Es el caso de la denominada medicina alternativa, que puede significar todo o nada, dependiendo del grado de desesperación de los pacientes. O de los modelos políticos alternativos, nunca bien definidos, y, en su mayoría, etéreos. O, en fin, hasta de los llamados amores alternativos, casi siempre de por sí clandestinos, paralelos y meramente circunstanciales, los cuales, a fin de poder tornarse en confiables, estables y legítimos, lo primero que tienen que hacer es desprenderse del apelativo.

Ahora bien, en la órbita del desarrollo de las áreas rurales esa palabra  alternativo sí que está desprestigiada, no tanto para quienes lo impulsan o administran, sino, en esencia, para sus supuestos beneficiarios, es decir, quienes se ocupan de la producción de materias primas de uso ilícito, pero también  y fundamentalmente para aquellos que están en forzoso camino de hacerlo a falta de opciones distintas, lícitas y viables, para sobrevivir.   

De otra parte, no se trata simplemente de remplazar unas cuantas matas de hoja de coca por otras de piña o unas plantas de amapola por igual número de arbustos de tomate de árbol o de lulo, entre otras razones, porque los ecosistemas de las áreas donde proliferan los cultivos ilícitos, en especial el primero, que ocupa más del noventa y cinco por ciento de la extensión cubierta por ambos en la región Andina, son extremadamente frágiles, sus suelos y laderas tienen una diminuta capa vegetal y las zonas carecen de infraestructura básica en materia de vías, adecuación de tierras, agua y energía eléctrica

El tratamiento eficaz del problema tiene que partir del reconocimiento de su etiología demográfica, es decir, el origen geográfico de los centenares de miles de colonos expulsados de las zonas andinas y costeras, por falta de espacios económicamente viables en la agricultura lícita tradicional, como antes fue señalado. He ahí una parte sustancial del enorme costo social resultante de la parálisis de la inversión rural en riego, carreteras, educación, tecnología y extensión; de la exclusión de la categoría de sujetos de crédito de millones de familias campesinas durante los últimos lustros por cuenta de la corrupción que, impunemente, enterró los sistemas y redes bancarias de financiamiento rural −como fue el caso de la Caja Agraria en Colombia y del Banco Agrario en Perú−, y de la ruina a la que esta masa de campesinos fue condenada por el experimento neoliberal que acabó con sus agronegocios en virtud de los cargos, sin fórmula de juicio, por su supuesta ineficiencia e incompetencia.

La otra parte del costo está representada por el colapso geopolítico en que desembocó semejante holocausto económico, es decir, la pérdida de la gobernabilidad del Estado. O, visto desde el ángulo opuesto, la entronización de otros estados, dirigidos desde los santuarios del narcoparamilitarismo y la narcoguerrilla, a partir de los cuales sus cabecillas se disputan el control territorial, en especial en Colombia, y, asimismo, la lealtad comprada o forzada del campesinado cocalero y amapolero que no tiene más opción que aceptar su amparo, a cambio del abandono en que los dejó la doctrina del libre juego de las señales del mercado.

El desarrollo alternativo no puede ser, entonces, cosa diferente a la construcción de un nuevo sistema de vida que emane de un modelo económico también nuevo. Para comenzar, suprimiendo el tratamiento de victimarios y delincuentes que la autodenominada sociedad de bien ha otorgado a quienes, en realidad, han sido las víctimas y los damnificados de la injusticia social. Segundo, concentrando las acciones de interdicción  en las redes de compra clandestina de las cosechas, comenzando por los movimientos guerrilleros y paramilitares,  y autorizando a las agencias gubernamentales para que adquieran y cancelen esas cosechas durante el tiempo que transcurra hasta que los cultivadores puedan ser reubicados en otras actividades lícitas productivas. Adicionalmente, pagándoles a los productores, durante idéntico lapso, una suma por cabeza equivalente al salario mínimo legal, a la manera de seguro de desempleo o jubilación anticipada, según la acertada propuesta de Álvaro Uribe Vélez[8]. Finalmente, el nuevo sistema debe inducir la más profunda reorientación de la atención pública y del gasto privado hacia la organización de los cultivadores y su asentamiento en núcleos empresariales integrados verticalmente hacia delante, con procesamiento y comercialización, en renglones forestales y de ciclo mediano en la Orinoquia y la Amazonia, y en rubros de ciclo semestral en la frontera convencional.

No obstante los inconvenientes, ya mencionados, que puede generar el uso de la expresión alternativo, para efectos de este escrito he decidido mantener el nombre del desarrollo alternativo, a fin de no caer en el consuetudinario vicio de modificar únicamente las denominaciones de los planes, los programas o las entidades, sin tocar los contenidos, con lo que se da la falsa impresión de que se están cambiando sus estructuras. En lugar de ello, he optado por concentrarme en una propuesta sobre la reinvención de su definición y su función, de sus alcances y de sus métodos, bajo la seguridad de que aún es posible, dentro de las limitaciones que nos imponen la globalización de las economías y la apertura de nuestros mercados a la concurrencia externa, hallarles salidas factibles a las dificultades señaladas.

Adicionalmente, constituiría, en verdad, una imperdonable falta echar por la borda la muy valiosa y prolongada curva de aprendizaje que en tan difícil y delicada materia ha trazado y vivido la región andina durante el último cuarto de siglo. Curva plagada de yerros, frustraciones y hasta descrédito, pero, claramente convertible en un activo de valor insuperable de cara al futuro, siempre y cuando, tras una sana y sincera autocrítica, se saque, en forma constructiva e inteligente, provecho de las experiencias y los conocimientos acumulados a lo largo de estos años por los organismos de la cooperación internacional, las agencias estatales, las universidades, los gobiernos locales, las organizaciones de los productores y, sobre todo, de los centenares de profesionales, técnicos y funcionarios que por allí han pasado con indeclinable y honesto espíritu de servicio a los más débiles.

A todos ellos dedico estas reflexiones, destacando entre los mismos al ingeniero agrónomo Carlos Santiago Cano, un soñador del desarrollo alternativo, cuya memoria y espíritu, desde su trágica partida el 20 de marzo de 1999 en las montañas del sur del departamento de Tolima, en Colombia, a la edad de 23 años, en pleno servicio a esta causa, siempre han estado y seguirán estando conmigo como la mejor guía y un imborrable ejemplo.

Ibagué, junio del 2002

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[1] CANO, Carlos Gustavo. La Nueva Agricultura: una contribución al proceso de paz en Colombia. Tercer Mundo Editores – Fundación Social – IICA. Bogotá, Julio de 1999.

[2] Nadelman, Ethan A. Commonsense Drug Policy. United States of America Foreign Affairs, Enero-Febrero, 1998. 

[3] THOUMI, Francisco E. et-al. Drogas Ilícitas en Colombia. PNUD/Dirección Nacional de Estupefacientes. Editorial Ariel. Bogotá, 1977. Página consultada

[4] El Tiempo. Bogotá 16 de abril de 1998. Reportaje ®Referencia Periódico.

[5] BARRO, Robert J. Getting It Right. MIT Press, ciudad, 1996.

[6] URIBE VÉLEZ, Álvaro. Programa de Gobierno 2002 – 2006. Bogotá, Marzo del 2002.

[7]. Ver  INFANTE, Arturo. Large Scale Plantation of Palm Oil in Colombia. Kuala Lumpur, Septiembre de 1997. Traducción del autor

[8] URIBE VÉLEZ, Álvaro op. cit.


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